Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

viernes, noviembre 16, 2018

Mariano, asesino en serie novato - Día 8



Octava entrega de las aventuras de "Mariano, asesino en serie novato". Hoy nuestro protagonista nos habla de su padre, del fútbos, y de cómo fue entrenado para ser un crack...


Día 8

La memoria, agente Starling, es lo que tengo en lugar de una bonita vista, dijo Aníbal refiriéndose a su magnífico y muy detallado dibujo del Duomo visto desde el Belvedere. Yo, querido DCC, no tengo tan refinados recuerdos, los míos son en general más groseros, simples, burdos, patéticos, ridículos... y a veces dolorosos. La visita al doctor Perring me ha traído a la memoria el recuerdo de que yo, como Mozart, Farinelli o Joselito, soy un juguete roto, uno más…


Cuando nací, cuando mi padre supo que era varón, él creyó que lo que allí nacía era un mesías del fútbol, una estrella que eclipsaría a toda otra estrella del firmamento balompédico universal. Según me ha contado mi madre en más de una ocasión, a veces lo veía junto a mi cuna arrobado, coreando con voz queda Ma-ria-ni-nho, Ma-ria-ni-nho, como si de los cánticos en un estadio se tratara. Mis primeros patucos fueron negros con rayas blancas en el empeine y círculos blancos en la planta, mi primer babero un banderín del equipo de los amores de mi padre, y mi primer sonajero una réplica del trofeo Jules Rimet, para que me fuera acostumbrando.

Mis inicios en esto de caminar fueron complicados. Mi padre siempre dice que un buen jugador tiene que ser uno con el balón, acostumbrarse a llevarlo pegado al pie, siempre. Eso fue lo que hizo, literalmente, coser balones a mis patucos y luego a mis primeros zapatos, con el consiguiente engorro que suponía para un niño pequeño como yo dar sus primeros pasos con un objeto tan grande como su propia pierna lastrándole. Luego, apenas aprendí a hablar y conseguir moverme de forma aceptable a pesar de los impedimentos, me apuntó a una escuela de fútbol para infantes, aunque pronto tuvo que sacarme de ella porque el resto de niños tendían a formar corrillos para pegarme.

Así comenzó el exclusivo e intenso entrenamiento privado con el que mi padre pretendía moldear a su futuro crack. Él, aunque gran aficionado y entusiasta, no es tonto, y como vio que yo no tenía gran habilidad pero sí algunos reflejos, sobre todo a la hora de esquivar collejas, decidió que lo mejor para mí sería ser portero. Lo primero que un guardameta tiene que conseguir es perderle el miedo al balón ya que, salvo algún aficionado con mala suerte y asiento demasiado cercano al terreno de juego, es el que se va a llevar los balonazos. Por eso, durante aquella época, no era raro escuchar en mi casa un sorpresivo ¡Marianinho!, después el sonido de un pelotazo y a un niño llorar, porque mi padre siempre ha tenido cierta puntería y solía darme en la cara.

Esto pasó al siguiente nivel cuando comenzamos a ir a parques y campos públicos para entrenar. Mi padre animaba a los chavales allí presentes a que me chutaran con fuerza, con toda la que pudieran, sin miramientos, y a mí me obligaba a resistir aquello con estoicismo e intentar para alguna. Con el tiempo, cuando llegábamos a los parques ya había en ellos grupos de jóvenes malencarados esperándonos para disfrutar de su nuevo pasatiempo favorito: dar balonazos al pobre Marianinho. Creo que incluso se llegaron a realizar apuestas por el que consiguiera la primera sangre (hacerme llorar), el balonazo en la cara más artístico y el pelotazo más fuerte, por lo que, tras las primeras discusiones y tumultos, se establecieron varios jurados imparciales cuyos veredictos todos respetaban.

Con el tiempo, ya curtido a balonazos, casi insensibilizado al dolor, mi padre consideró que era el momento para dar a conocer a su perla en el mundillo del balompié profesional. No es que yo hubiera hecho grandes avances, seguía siendo igual de torpe en general, y mi creciente desinterés por el deporte, rayano en la aversión debido a mi entrenamiento particular, hacía que ni siquiera conociera bien las reglas, pero como era abnegado en el esfuerzo y suicida a la hora de tirarme a por el balón, mi padre pensó que con eso compensaría lo demás.

No sé cómo fueron los trámites, pero me consiguió una prueba con el filial del equipo de sus amores. Los nervios de mi padre en los días previos a aquella cita fueron grandes, sobre todo la víspera. La mañana en cuestión, mi progenitor me despertó como solía hacerlo en aquella época, con un Arriba campeón que pretendía animarme. Ya en el coche, camino de tan trascendental evento, yo trataba de memorizar los últimos consejos que me daba acompañado de la música de uno de sus casetes favoritos: “Son ilusiones”, de Los Chichos.

Llegamos allí con el partido a punto de empezar y, a pesar de que yo ni conocía  mis compañeros ni había jugado nunca con ellos, la intensidad y el entusiasmo de mi padre consiguieron que me alinearan en el equipo titular. El resto de jugadores ya estaban sobre el terreno de juego cuando salté al campo. Sin saber muy bien qué hacer, miré a ambas porterías, una vacía, otra con un chaval vestido de portero igual que yo, así que, recordando la insistencia de mi padre acerca de que el fútbol es un deporte de equipo, yo me fui hacia donde estaba el otro chaval, por hacer equipo de porteros con él. Al llegar allí, el chico me miraba atónito, mientras el resto de presentes parecía carcajearse. Bueno, todos no, cuando lo busqué con la mirada vi a mi padre con la cara roja, los ojos inyectados en sangre, congelado en una mueca de horror. Entonces comprendí que había cometido un error y salí corriendo hacia la otra portería. El balón ya se había puesto en movimiento, yo iba tras los chavales que se lo pasaban, y entonces me llegó a mí. Me vi allí solo, frente a la portería, con el balón en los pies, y chuté, con todas mis fuerzas, con toda mi alma, por mi orgullo y el de mi padre. Pronto comprendí que había cometido un nuevo error, porque esta vez sólo se reían los del equipo contrario, los chavales que supuestamente eran mis compañeros querían agredirme. Corrí hacia el banquillo, donde mi padre también parecía estar en peligro. Cuando llegué a él me agarró y ambos huimos esquivando lo que la gente nos lanzaba entre silbidos e insultos.

A partir de ese momento y hasta que llegamos a casa, no volvimos a cruzar palabra. Durante el trayecto, mi padre murmuraba barbaridades al son del “Dame veneno” de Los Chunguitos, yo lo miraba, abatido, consciente de que había perdido la fe que me tenía y con ello todas las ilusiones que había puesto en mí.

Luego, mis inicios en el mundillo de las parafilias y la militancia onanista terminaron por separarnos para siempre.

Esto es todo por hoy, querido DCC. Y no se preocupen, estremecidos lectores, no pienso ir a visitarlos, el mundo es más interesante con ustedes dentro.

1 comentarios:

Morti dijo...

Maravilloso como siempre ojetinho.
P.D.: Magnífica banda sonora para un perfecto guión

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