Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

lunes, enero 28, 2019

Ajuste de cuentas



Cuento breve. Terribles sospechas que parecen confirmarse...


Don Emilio trastabillaba sobre el mármol del largo pasillo que comunicaba las dos alas de la residencia, apoyándose en la pared, lanzando miradas asustadas a su espalda. Había dejado su andador para poder ir más rápido, pero entre la artrosis, el lumbago y la debilidad, apenas si había conseguido algo más que ponerse en peligro de una caída potencialmente peligrosa.

Al final, casi con un ataque de asma y quién sabe qué más, el pobre anciano llegó a la habitación donde su mejor amigo descansaba, convaleciente aún de su último ataque de gota. Allí, semi incorporado, con la espalda apoyada en el cabecero de la cama, Francisco aguardaba entre la soledad y la pena. Nada más ver a su visitante, su triste mirada se convirtió en pregunta muda que fue respondida por el brillo acuso de unos ojos al borde del llanto.

—¿Quién? —pregutó Francisco.
—Claudia —se le saltaron las lágrimas a Emilio.
—Siéntate ahí, será mejor —señaló Francisco la silla que había junto a su cama, tratando de contener el llanto que casi le había contagiado su compañero.
—Tal como tú dijiste —comenzó a balbucear Emilio nada más sentarse.
—Sí. ¿Qué dijeron esta vez?
—Que se cayó por las escaleras y se rompió el cuello. Paco —agarró a su amigo por el brazo—, esto ha sido culpa nuestra.
—¿Por decírselo?
—Sí, lo sabes.
—¡No! ¿Cómo iban a saberlo?
—¡Shhhh! Baja la voz —le reprendió Emilio.
—Fuimos muy discretos —prosiguió Paco con un tono de voz más bajo—, y Claudia era también una mujer discreta a la que jamás se le hubiera escapado nada. Ha sido una casualidad, una terrible casualidad.
—Pero nos vigilan. Tú mismo lo dijiste. La vieron hablando con nosotros, se enteraron de alguna forma, y… le hicieron lo de la escalera.
—No, no puedo creer eso. Ellos no saben que vi lo que vi. Creen que somos dos viejos chochos, nada más. Le tocó a ella como podría haberle tocado a cualquiera.
—No, Paco, lo saben.
—¡Déjate de tonterías! A ver —saltó a otro tema—, me dijiste que había cinco ingresos previstos para el mes que viene, y con don Pablo, doña Marta, Quino y ahora Claudia son cuatro. Aún falta uno, a veintinueve que estamos. Habrá que tener cuidado para no darles ninguna oportunidad.
—Paco.
—¿Qué?
—Ya lo tienen decidido —volvieron a saltársele las lágrimas—. Lo saben, y ya lo tienen decidido.
—¿De qué me estás hablando? ¿Por qué te emperras con eso?
—Paco, hoy vino a mi cuarto el doctor Cayo, justo antes de enterarme de lo de Claudia.
—¿Cómo? —A Francisco se le salían los ojos de las órbitas.
—Sí, al parecer me tienen que operar de no sé qué, y dice que mi familia ya firmó la autorización. Será mañana por la tarde, justo cuando se cumple el plazo. Ni siquiera me dejaron desayunar, y no querían que me moviera, pero me he escapado para venir aquí a despedirme.

Los dos ancianos quedaron un rato en silencio, desolados, hasta que Emilio se levantó como pudo y ambos se fundieron en un trabajoso pero sentido abrazo.

Tras despedirse, Emilio se fue como había llegado, con su andar incierto, la respiración agitada, la artrosis, el lumbago y la debilidad. Francisco quedó como antes, sentado en la cama, entre la soledad, la pena… y el miedo.


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