Cuento breve. Mal andan las cosas cuando hasta La Muerte tiene problemas en el trabajo... |
—Vamos a ver, Antonio, yo no te quiero
meter prisa, pero es que desde que cumpliste los noventa nos la pasamos jugando
al gato y al ratón. ¿Qué te cuesta morirte de una vez por todas y dejarte
llevar? ¿Qué más te da, puñetero?
—¡Ja! ¿Ves este pellejo? —me dice el
anciano cogiéndose un pellizco en el acartonado pliego que cubre su cráneo—. Pues
quédate con su imagen, porque catarlo no lo vas a catar hasta que a mí no me de
la gana de morirme. ¡Y eso es lo que hay!
—Antonio, sé razonable. ¿No ves que
hace ya mucho tiempo que te tocó a ti y que por tu cabezonería de no morirte me
estoy teniendo que llevar a otros?
—¡Pues que se jodan! Por mí ya te puedes
llevar a ese rojazo de ahí —dice señalando a otro anciano que reposa pensativo
en un sillón situado frente al gran ventanal de la sala de esparcimiento del
geriátrico.
—¿A Matías? No, a Matías todavía le
quedan unos años de rememorar penas pasadas. Ahora es tu momento, Antonio. ¿Qué
me dices si te ofrezco una muerte plácida, dormirte tranquilamente para no
volver a despertar jamás?
—¡Que te he dicho que no! —alza la
voz—. ¿Quieres dejarme tranquilo de una vez por todas e irte por ahí a darle la
tabarra a otro?
—¿Se encuentra bien, don Antonio? —nos
interrumpe una joven enfermera alarmada por el acaloramiento y las voces del
anciano que habla solo.
—Anda niña, vete por ahí a cogerle la
minga a los viejos chochos y metérsela en las cuñas, que yo no te necesito. —La
muchacha se retira abochornada.
—Antonio, tu vida es un espectáculo
lamentable; no lo prolongues más —le reprendo.
—¿Que mi vida…? ¡Me cago en…! —al
anciano se le ha plantado el cárdeno en el rostro, y parece que una vena se le
ha encabritado en el cuello. A ver si en una de éstas…
—Antonio, ya nadie te quiere. Te han
abandonado aquí porque no hay un dios que te soporte. ¿A qué estás esperando?
—A que se mueran todos los demás —sentencia.
Al final, como siempre, me tengo que
dar por vencida. Con Antonio no hay quien pueda. Maldita sea la hora en que el
condenado viejo se cruzó con la Santa Compaña y logró adelantarla y cortar su
senda; y maldita sea también la hora en que se incluyó en el libro nunca
escrito que los que tal hicieran se quedaban en el mundo de los vivos hasta que
se cansaran de existir.
Pobre Matías. Míralo, ahí tranquilo,
con su semblante apacible. Como siempre que se sienta frente a esa ventana,
anda perdido por la batalla del Ebro, defendiendo Madrid de los fascistas,
sufriendo el vacío de los cuarenta años de exilio. Vamos, Matías, tengo que
regresar y no puedo hacerlo con las manos vacías. Te llevaré a un lugar donde
esa vida que tanto te dolió no será más que una ilusión lejana, y allí podrás
descansar por fin.
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