Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

jueves, julio 15, 2010

Pride Mountain III


III

Los pálidos rayos del alba se cuelan entre las contraventanas de una modesta casa a las afueras de Castle Rock. En una cama amplia, demasiado para una sola persona, Mick Bridges abre los ojos al nuevo día y se levanta para cumplir con la rutina en la que se ha convertido su existencia. Se dirige al cuarto de su hijo y lo despierta con un beso y un cariñoso tirón de pelo. Cuando el muchacho abre sus ojos azules, no puede evitar una punzada en el corazón por el recuerdo de otros ojos azules y de otro tiempo no tan lejano. Después se dedica a rehacer las camas, primero la de su hijo, después la suya, mientras el rubio muchacho se encarga de encender el hornillo con las agonizantes ascuas de la chimenea y un poco de paja.
Más tarde, ya aseado, afeitado, recortados bigote y perilla, con el traje oscuro puesto, lazo al cuello, brazalete negro unas pulgadas por encima del codo izquierdo, la estrella de seis puntas en el pecho, y las pistoleras bien ajustadas a los muslos, Bridges comparte el café y los huevos revueltos que ha preparado Bobbi en una cocina que cada día se les hace más grande. El padre no se siente con fuerzas para romper los silencios que rondan por la casa; el hijo, más entero que su progenitor, se niega a dejarse llevar por el pasado.
―¿Va a encerrar a muchos malvados hoy, padre? ―el muchacho trata de romper el silencio con algo.
―No sé, Bobbi ―responde el padre tras unos segundos―, espero no tener que encerrar a ninguno.
―¿Cómo que no? Tiene que encerrar a todos los que pueda y más para convertirse en el sheriff más famoso de todo Colorado. Tan famoso como David Crockett ―sonríe por él y por su padre.
―Bobbi ―contesta Bridges tratando de acompañarle en la sonrisa―, yo no quiero ser el sheriff más famoso de todo Colorado, ni tampoco tan famoso como David Crockett.
―¿No? ―se finge asombrado.
―No, Bobbi, no quiero fama, sólo cumplir honestamente con mi trabajo y tener más tiempo para cuidar de ti ―le acaricia el pelo―. Además, ¿a quién quieres que encierre? ¿Al pobre Rudolf?
―Sí, encierre a Rudolf, por borracho y por piojoso.
―¡Bobbi! ―se enfada Bridges.
―Lo siento. ―El muchacho baja la mirada, para acto seguido levantarla con el mismo brillo de antes―. ¿Pero qué me dice de Johnson, el herrero? Ése tiene cara de malvado.
―No se puede encerrar a nadie “por tener cara de malvado”, Bobbi. Las cosas de los mayores no funcionan así.
―Bueno, pero de todas formas vigílele, que seguro que hace algo ―Bobbi no se rinde.
―Si insistes, no le quitaré el ojo de encima, socio ―termina cediendo Bridges con una sonrisa―. ¿Algún sospechoso más?
―Mmmm ―Bobbi frunce el ceño―, ahora mismo no sé… Bueno, también está el señor Raddock, y sus muchachos…
Bridges tuerce el gesto, se levanta, recoge los platos y los coloca en el barreño de lavar. Después, en silencio, vuelve a ajustarse el cinto, se coloca el sombrero, y se dirige hacia la puerta.
―Bobbi, ve vistiéndote cuanto antes para ir a la escuela; no quiero que llegues tarde ―dice secamente.
―Sí, padre ―el muchacho tiene la mirada baja.
―Luego iré a visitar a la señorita Ferguson ―suaviza un poco en tono―, a ver qué tal te va con los estudios.
―Sí.
―Hasta la tarde.
―Adiós, padre.
Bridges sale de su casa hacia los establos, coloca la silla a su fox trotter blanco, lo destraba, lo monta, y toma el camino de todos los días hacia su trabajo: la modesta oficina del sheriff. Ya muy cerca del pueblo, se va cruzando con los primeros ciudadanos que saludan respetuosos a la autoridad, mientras compadecen con la mirada al hombre.

Castle Rock es uno de tantos villorrios salvados de la desaparición al grito de “¡He encontrado oro!”. Después de aquello, como en tantos otros lugares, lo que era poco más que una calle polvorienta de edificios decrépitos se convirtió en una urbe bullente de vida poblada por ilusos venidos del este en busca del brillante metal, mujeres dispuestas a saciar las ansias más básicas de los recién llegados a cambio de unos cuantos dólares, pistoleros, jugadores de ventaja, prestamistas, tasadores, banqueros, y toda suerte de chacales de mayor o menor pelaje. Y mezclada con toda esta fauna, unas cuantas gotas de sangre pionera dispuesta a derramarse en esta tierra hostil.
La circulación por la calle principal se hace lenta y pesada a estas horas de la mañana: los borrachos, sorprendidos por el día en algún rincón con olor a alcohol, orines y vómito, buscan tambaleantes el camino a sus hogares o sus trabajos bajo las miradas de rectos ciudadanos que ya llevan varias horas de labor; las chicas del Saloon Novar que disfrutan de un rato libre cambian gestos hostiles con las virtuosas amas de casa que hacen sus compras en las diferentes tiendas de la zona; carros, caballos y carretas trazan su senda diaria; y frente a un alto y oscuro edificio, una hilera de forasteros y hombres derrotados espera una oportunidad en las oficinas de contratación de Abe Raddock.  
            ―¡Abran paso a la autoridad, abran paso a la autoridad! ―De una esquina surge una suerte de espantajo calvo y harapiento que se coloca delante del caballo de Bridges y hace exagerados aspavientos para que la gente se aparte.
―Rudolf, quítate de ahí, anda, que ya casi he llegado a la oficina.
Sheriff, una persona tan notoria como usted no puede esperar a que la gente termine de pasar ―dice Rudolf girándose y dedicándole a Bridges la sonrisa de no más de seis dientes que se esconde entre su enmarañada barba.
―Rudolf, hazme el favor.
―¡Apártense, apártense! ―sigue el anciano que parece no haber escuchado lo que le han dicho.
            Un momento de bochorno después, Bridges llega a su oficina, desmonta, ata su caballo al poste que hay frente al edificio, y lanza una patada floja al lugar en el que un instante antes estaba el ágil anciano.
―¡Déjame en paz, Rudolf!
Sheriff… ―Rudolf junta las manos en gesto de súplica; lo suficiente para que Bridges saque una moneda del bolsillo y se la arroje―. ¡Gracias, gracias! ¡Larga vida al sheriff de Castle Rock! ―se marcha el anciano riendo y gritando de alegría por el dinero.
―Rudolf, es la última vez que te doy dinero para alcohol ―dice Bridges al aire.
El sheriff entra en su oficina justo el tiempo necesario para comprobar que está tan solitaria y descuidada como la dejó ayer. Después sale, vuelve a cerrar la puerta, se acerca a las caballerizas de Shorty Lennox para dejar su montura, y se encamina al verdadero centro neurálgico de Castle Rock: el saloon de Babe Novar, única persona que realmente ha llegado a prosperar bajo la sombra del todopoderoso señor Raddock.
El lugar es un amplio caserón de tres plantas, todo de madera pintada de reluciente blanco y con un porche alto y balaustrado desde el que las chicas exhiben a los viandantes una parte de los encantos que ven luz en el interior. Al ser aún temprano el Saloon Novar no está demasiado vivo, pero entre los incondicionales y las chicas, que se enteran de cosas que sólo se cuentan en ciertos lugares, sigue siendo el mejor sitio donde ponerse al día de lo que pasa y ha pasado en la ciudad mientras los buenos ciudadanos dormían.
Bridges empuja las portezuelas, que más que cerrar dan la bienvenida al local, y entra. La espaciosa estancia, situada bajo un alto techo sostenido aquí y allá por sólidas columnas de madera, está repleta de mesas y sillas que apenas ceden un claro frente al vacío escenario colocado a la derecha. Al fondo hay una larga barra, rematada a los lados por dos escaleras que durante la noche no paran de ver subir y bajar parejas. Apenas se ven chicas entre los clientes adormecidos, y la única pincelada de color es la repetitiva tonada que Carl ejecuta sobre las teclas de la pianola.
―¡Qué bueno verlo por aquí, sheriff! ―Bridges se siente tomado por el brazo, y al mirar se topa con las atezadas y finas facciones de la mismísima Babe Novar, entallada en un vistoso traje color crema, generosamente escotada y con la rizada cabellera flotando libre sobre sus hombros.
―Buenos días, Babe ―consigue decir Bridges tras la primera impresión.
―Buenos días, sheriff. ¿Defendiendo la ley y el orden de mi local? ―muestra Novar su prístina dentadura.
―Creo que para eso no te hago falta yo, Babe ―sonríe.
―Puede ser ―le quita una inexistente mota de polvo a la placa de Bridges.
―¿Ninguna novedad?
―Ninguna, sheriff, todo suave como la seda. Y usted… cómo lo lleva ―suelta Novar con suavidad.
―Bien, bien. ―Bridges baja la mirada y se toca la alianza que aún lleva puesta.
―¿Y Bobbi? ¿Cómo está el chico? Es un crío tan simpático…
―Sí, es un chico maravilloso ―contínúa Bridges con la mirada baja―. Todo un hombre. Creo que incluso lo está llevando mejor que yo. Pero olvidémonos de eso ―vuelve a mirar a Babe―. Entonces todo bien, ¿no?
―Eso le he dicho.
―Estupendo, estupendo. ¿Quiénes son esos que hay allí? ―dice mirando a una mesa alrededor de la cual se sientas seis forasteros malencarados.
―Más tipos que ha contratado Raddock ―frunce el ceño la cabaretera.
―¿Más? ¿Acaso quiere formar un ejército?
―Eso parece… Bueno, sheriff, le dejo. Denver ―alza Novar la voz al tipo repeinado que limpia un vaso tras la barra.
―¿Sí, señora Novar?
―Sírvele una copa al sheriff.
―Una soda, Denver ―matiza Bridges.
―Usted siempre tan… “usted”, sheriff ―se ríe Babe Novar.
El lugar permanece tranquilo mientras apura su soda. Los seis tipos de la esquina, aunque nuevos, parece que ya han sido aleccionados sobre qué pueden hacer y qué no mientras estén en el pueblo; una buena noticia. Llegan unos cuantos forasteros más, viajeros algunos, otros buscadores de oro que terminarán picando en roca propiedad de Abe Raddock por un sueldo que nunca les dará para salir de la mina.
Algunas chicas empiezan a lucir sus encantos entre las mesas, mientras un camarero más se coloca tras la barra ante la creciente afluencia.
Bridges sale del local. Fuera, la vida de Castle Rock sigue su inexorable curso bajo un sol que ya arrima a los viandantes hacia el lado sombreado de la calle. Mineros, vendedores, empleados de banca, recaderos, señoras respetables, oscuros negociantes, forasteros con la ilusión aún a cuestas… El pulso de la ciudad se anima y el ruido de la vida urbana llena el mediodía de múltiples notas. Llegando desde el norte una singular pareja se distingue entre los viandantes: un tipo alto y delgado, embozado por una barba larga y castaña y con un par de ojos vivarachos asomando tras la melena que a veces le cubre el rostro; junto a él un individuo más bajo y pesado, moreno, cubierto por una espesa barba que casi le llega hasta los ojos y con un penacho hirsuto coronándole el cráneo.
―Buenos días, sheriff ―saludan al llegar junto a Bridges.
―August, Claude. ¿Cómo es que habéis bajado de vuestra colina?
―Venimos a hacer una visita. ¿Verdad, Claude? ―dice el más alto.
―Cierto es, socio ―asiente su compañero.
―¿Sabe si Babe está en el saloon, o quizá en la planta alta?
―Hace un momento, cuando salí, estaba en el saloon.
―Gracias, sheriff. ¿Claude?
―Ve tú, August, yo te esperaré aquí con el sheriff.
―¿Claude? Muy bien ―se vuelve el más alto con exagerados gestos de indignación y entra en el local.
―¿Habéis encontrado algo por fin? ―pregunta Bridges una vez a solas con Cainvile.
―Estamos en ello, sheriff, estamos en ello ―la sonrisa le brilla al buscador.
La mirada del sheriff es atraída por un par de figuras que recorren la calle a paso lento. Uno, montado sobre un tordo de poderosas patas, es un tipo de estatura media, piernas delgadas, cubierto por un poncho oscuro y un sobrero mejicano que apenas dejan ver nada más de él. El otro, más alto y de constitución más recia, monta un mustang blanco de alta cruz, con media cabeza y el rabo negros. Lleva una camisa azul y un pantalón castaño de factura muy tosca, y sobre la testa un sobrero de alas dobladas que deja ver un rostro pálido y casi lampiño. Conforme pasan, la mirada de éste último se cruza con la de Bridges durante un segundo que se alarga hasta que unos gritos procedentes del local de Babe Novar llaman la atención de todos.
―¡Sal de mi local, sucio piojoso!
Una botella sale volando del interior del Saloon Novar; después es August Luzar el que sale corriendo cubriéndose la cabeza con un brazo. La gente de la calle apenas se sorprende por el alboroto frente al local de dudosa reputación.
―¡Vámonos, Claude! Ya más tarde volveremos ―dice al pasar junto a su amigo.
―Ya nos veremos, sheriff ―concluye Cainvile al tiempo que se apresura tras su socio.
―¡No quiero que vuelvas a poner un pie en mi local en todo lo que queda de tu miserable vida! ―aparece Babe gritando desde la puerta del saloon.
―Piensa en eso, cariño ―contesta Luzar desde la lejanía.
Después del incidente, cuando vuelve a mirar hacia donde antes estaban los dos individuos que habían captado su atención, Bridges no consigue distinguirlos entre el vivo tránsito de la calle principal. “… no le quitaré el ojo de encima, socio ―se recuerda a sí mismo.” Y acto seguido pospone el asunto para realizar su rutinaria ronda por los pequeños comercios y el resto de Castle Rock. Además, recuerda, también tiene que ir a la escuela de Bobbi para hablar con la señorita Ferguson.

Publicado originalmente en "Los zombis no saben leer (Invierno 2009)"

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