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Cierta
música amansa a las fieras; otra las pone de mala leche…
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La primavera había llegado, las hormonas
estaban de fiesta, los pólenes la tomaban con los pobres alérgicos, y el que me
pasaba lo mío traía un material que ríanse ustedes del maná que Dios les pasó a
los judíos cuando controlaban las rutas del narcotráfico en el desierto. Era
buena época, también de conciertos, ya fueran macro festivales de postín,
veladas de barrio o fiestas de pueblo con grupos locales teloneados por el coro de la parroquia.
Yo, como persona olvidadiza que soy ya se
imaginan por qué, me olvidé aquella tarde, mientras me calentaba la oreja con
saña, de que mi colega Jacobo no era un tipo de fiar. Lo de apuntarse a sus
fiestas nunca se parecía a lo que te había contado previamente, y el recuerdo
que relataba de lo que tú habías vivido con él siempre era la versión digna e
interesante de una imagen que querías borrar de tu mente. Pero ya digo, aquel
día estaba facilón por culpa de mi dealer,
y Jacobo más persuasivo que nunca, y al parecer esa noche iba a celebrarse un
concierto gratuito que nadie se podía perder, un debut histórico, o eso decía
él.
Quedamos ya en el ocaso, él ponía el coche y el
plan, yo el humo, su primo, que conocía a la banda y la zona, los contactos, y
entre los tres compramos un lote de marca blanca para pegarnos unos lingotazos baratos con los
que calentarnos el espíritu.
El principio de la noche fue bien. Yo no
conocía de antes a Torcuato, Torcu, el primo de Jacobo, pero así de primeras no
parecía mal chaval. No es que fuera muy espabilado, pero tampoco era tonto del
todo, se podía hablar con él. Aunque lo suyo era no darle carrete, porque el
mayor parecido familiar que tenía con su primo era lo mucho que adornaba las
historias que te contaba, como si los dos hubieran vivido en una película de
Hollywood durante unos cuantos años. Daba igual, entre el cubateo y lo mío estaba más a gusto que un arbusto, dejando que
aquellos dos me hablaran mientras mi mente saltaba entre ellos y lo que fuera
que hubiera por allí, una chavala mona, un borracho liándola, un niño que le
cogía el culo a otra y salía corriendo... cualquier cosa que pudiera amenizar
el rato de espera. Ya llevábamos unas horas de noche y aún quedaba tiempo antes
de que llegara esa revelación que musical que, en boca de Torcu, era incluso
más excepcional de lo que ya me había dicho su primo.
Lo que era el concierto en sí ya había
comenzado. Primero fueron unas monerías de los niños del colegio del barrio,
una representación más bien sosa de cuentos clásicos que los padres aplaudieron
con ciego fervor. Después vino el flamenqueo
rociero que tanto triunfa en veladas de este pelaje, más tarde el grupo de
versiones ochenteras que algunos puretillas
aprovechaban para poner en ridículo a sus parejas o hijos presentes.
Cuando la noche cayó en la madrugada, entre
el pico calentito de los que habían asaltado con ansia la barra montada junto
al escenario y los que habían comprado sus lotes y sus litronas por ahí, entre la chavalería local y multitud de raperos
que habían acudido allí para ver a los MCs del barrio, entre todo el humo de cáñamo
que se saturaba el ambiente, la cosa se estaba animando. Lo que antes tenía
pinta de verbena cutre se estaba transformando en algo más parecido al
concierto underground que me habían
prometido.
Yo miré mi piedra filosofal y la vi más
mustia de los que me esperaba por el tiempo pasado; normal, lo otro en lo que
se parecían aquellos dos primos es en que, nominalmente, ninguno fumaba, pero
cuando se trataba de aprovechar las invitaciones era difícil que rechazaran una…
Pero bien, la cosa por el momento iba bien. Los raperos estaban dando la talla
sobre el escenario, sus colegas de abajo les hacían muy bien la réplica, e
incluso yo hice un par de intentos robóticos de seguirles el ritmo.
Entonces se nos acercó un tío con el pelo
largo, maquillado como de fantasma y vestido con túnica negra, que se abrazó a
Torcu. El canuto se me cayó de la boca y chisporroteó por toda la camiseta.
Menos mal que no cayó en un charco cercano, si no me hubiera cagado en el de la
túnica. Al parecer era el líder de la banda, amigo íntimo de Torcu, al que
llamaba Cerbero. Mi colega nos lo presentó como Satán, y yo a partir de ahí
comencé a preocuparme y no precisamente por mi alma. El tipo venía
sobreexcitado, no paraba de moverse. Yo le ofrecí de lo mío, a ver si así
compensaba lo que fuera que se hubiera tomado, pero no quiso. No paraba de
hablar, ni de gesticular, casi levitaba de los nervios que tenía. Si ya en boca
de Jacobo y Torcu el concierto que iba a presenciar se salía de lo común, el
tal Satán llegó a hablarme de experiencia trascendental, de catarsis espiritual
y otra serie de gilipolleces que me dejaron muy a las claras que debía escapar
de allí como fuera y cuanto antes.
Satán se marchó, más que dejando olor a
azufre, dejando el tufo propio de un tío con una túnica y los huevos al aire
cuando hace calor. La actuación de los raperos llegaba a su fin y era el
momento de la catarsis espiritual, que me hizo mucha gracia cuando me lo dijo.
Yo perfilaba mi fuga mientras esperaba el momento adecuado. Estaba seguro de
que no quería formar parte del más que probable bochorno que barruntaba pero,
al mismo tiempo, tampoco quería perderme los hechos reales en los que más tarde
se inspiraría la historia que Jacobo contaría a los colegas.
Los raperos terminaron con lo suyo y se
fueron, las luces se apagaron, y yo avisé a los primos de que tenía que ir al
servicio. Jacobo, como alarmado, me dijo que corriera, que no me lo podía
perder. Torcu ni me miró, estaba con los ojos cerrados, el rostro crispado, los
puños apretados y respirando hondo, como concentrado o cagando, o las dos
cosas. No quise quedarme a averiguarlo. Hice como que iba al servicio y me
despisté hacia una de las esquinas de la barra, apartada pero con buena
perspectiva tanto del escenario como de mis colegas. Pedí un cubata, encendí un
cigarro sin truco para no dar el cante, y me dispuse a presenciar el magno
evento.
El escenario estaba en penumbras, con cuatro
tíos encima, todos vestidos con la dichosa túnica, incluso el batería. Los tres
de delante, con Satán en el centro, tenían un cubo a un lado y un instrumento
en su pie al otro, todos miraban al suelo. Se escuchó un grito, luego varios,
las luces del escenario se encendieron. Satán y sus compinches cogieron los
cubos que tenían al lado y se los volcaron sobre la cabeza emulando a la pobre
Carrie. Uno que estaba demasiado cerca del escenario se cagó en sus muertos por
haberle manchado, pero pronto el sonido ensordecedor de la batería acalló sus
reproches.
No sólo la batería era ensordecedora, todo
estaba a un volumen excesivo, y las notas discordantes del resto de
instrumentos no parecía calar entre la mayoría del público. Los gritos de Satán
no se escuchaban entre el ruido, pero no hacía falta, seguro que hablaba de la
catarsis espiritual y la experiencia trascendental, como si lo oyera. Por lo
que me habían dicho los primos aquel estilo era noise-industrial-melódico, lo que yo, a tenor de lo que estaba
escuchando, traducía como sonido molesto y que ponía de mala leche.
La gente tampoco parecía muy conforme con
aquello, los raperos no sabían cómo bailarlo, los puretas no llegaban a comprender cómo alguien podía llamar música a
ese ruido, y en mayor o menor medida todos se estaban mostrando más que
insatisfechos con la experiencia trascendental de Satán. Pero los primos no,
ellos sí que estaban disfrutando. Jacobo había entrado en un estado parecido al
de Torcu, ese trance metalero que no tenía pinta de acabar bien. La gente los
miraba con recelo, y algunos con inquina, quizá pensando que eran de los que
habían animado a los del escenario a dar conciertos. La tragedia flotaba en el
ambiente.
Fue Torcu el que empezó con lo del moshing. El moshing es un ritual propio de metaleros ebrios, punks ebrios y
cualquier otro tipo de ebrio que le vea la diversión a bailar chocándose con el
resto de miembros de la manada, como en los autos locos pero si le quitas los
autos y te quedas sólo con los locos. Era una práctica con predicamento en
conciertos de música cañera, pero que allí entre raperos, puretas, canis y flamencos, no parecía tener aceptación. Torcu
chocó con su primo y lo lanzó contra un grupito que no pareció muy contento con
aquello. Lo empujaron de vuelta al claro delante del escenario que la gente
había dejado para aquellos dos, y en su mirada y en su pose retadora había una
advertencia implícita de que mejor no volvieran a acercarse por allí. Pero
Jacobo y Torcu no parecían darse cuenta de nada. Torcu, después de tirarle el
cubata a uno, se libró por centímetros de la colleja con que éste le respondió,
luego chocó con su primo y volvió a lanzarlo al sector de aquellos que lo
esperaban con malas intenciones. Jacobo, que trastabillaba con los ojos
cerrados en pos de una nueva colisión, fue recibido con un guantazo que le hizo
dar dos vueltas. Se quedó allí quieto, con la mano en la mejilla, los ojos y la
boca muy abiertos y las lágrimas saltadas, sin comprender qué había sucedido. Cuando
Torcu volvió trotando al encuentro de su primo éste lo esquivó y dejó que fuera
trastabillando hacia el grupito de marras, como en trance. Salió del trance a
la primera hostia, pero hasta la tercera o así no pareció comprender qué estaba
pasando. Jacobo se lanzó en ayuda de su primo, y Satán, que en un interludio
entre temas también se había dado cuenta de la situación, dejó su instrumento a
un lado para salvar a su Cerbero. El que lo esperaba abajo desde que había
comenzado el concierto y le habían manchado de lo que había en los cubos,
agarró a Satán por el camino y se ensañó con él. El resto de la banda también
se bajó del escenario para ayudar a su líder, y un gran número de los
presentes, viendo al alcance de la mano a los tipos que los habían estado
torturando durante un buen rato, fueron a por ellos.
Por mi parte, viendo que allí al personal le
estaba haciendo mucha gracia lo de pegarle a melenudos, decidí hacer mutis por
el foro y largarme antes de que me sumaran a la lista de damnificados. Pagué mi
copa y me fui de allí sin mirar atrás, paré el primer taxi que vi y a casa. Ya
a la mañana siguiente llamé a Jacobo para excusarme con un amarillo de whisky
barato y lo mío, y de paso le pregunté por el concierto, pues no lo había visto
ni empezar. Él me dijo que ya por la tarde nos contaría, cuando quedáramos
todos, y yo le respondí que no me lo perdería por nada del mundo.
La cámara de los lores estaba reunida al
completo: el Santi, el Negro, el Sharly, el Chusta, el Gordo, el Cabeza, el
Babas, el Jacobo y un servidor, cada uno con su canuto, las litronas a medias, menos Jacobo que
acababa de llegar. Venía con un brazo en cabestrillo, muchos moretones, una
brecha en la cabeza y el labio partido. El relato comenzó al primer trago que
le pasaron, y en la parte de la historia que conocía me fue usando como testigo
y notario, después llegó la película. Al parecer el concierto sí que fue una
experiencia trascendental, la gente estaba flipando de verdad. Todos menos los
raperos y sus amigos que, viéndose abochornados por el derroche de talento de
los colegas de Jacobo, decidieron reventar el concierto. Él y su primo, como
adalides del metal, se pusieron frente al escenario y resistieron ellos solos
el asalto de los raperos y un grupo de canis
que habían salido de no se sabía dónde. No pasó ni uno, y si bien ellos habían
salido con marcas de la pelea, los otros habían quedado para el arrastre,
porque su primo al parecer dominaba las artes marciales y letales. Tras el concierto
un promotor se acercó al grupo para entablar los primeros contactos que
acabaran en una meteórica carrera musical del grupo de Satán. Y con los primos
también habló, había tomado nota de su hazaña y los tendría en cuenta si le
faltaba personalidad de seguridad para los próximos conciertos que ciertas
bandas de fama internacional tenían pensado dar en el país. Todo eso dijo, de
seguido, y se quedó tan a gusto.
Yo me callé, el resto, avisado, también, y
después de un rato Jacobo se marchó para hablar con su primo y preguntarle qué
tal le iba. Yo aproveché el momento para contar la otra versión de la historia,
y la verdad es que pasamos un buen rato a su costa, un pequeño pago por tantos
bochornos que nos ha hecho pasar y tantas trolas que nos ha contado.
A día de hoy, cuando estamos reunidos y vemos
que el personal se apalanca y se mustia, siempre hay alguno que anima a Jacobo
para que cuente la historia. Suele variar de un relato a otro, pero la esencia
siempre es la del primero, y todos los que conocemos la verdadera historia nos
reímos igual que el primer día.
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