Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

jueves, abril 11, 2013

Héroes de Anzio V


V

―¿Qué dicen por radio, han conseguido pasar o no?

            ―Aún nada, señor, siguen combatiendo. Nadie va a llegar al menos por unas horas. Tendremos que seguir aguantando hasta la madrugada.

            ―Pues aguantaremos. No se pueden desperdiciar balas, hay que estar atentos a todos sus movimientos, aprovecharemos la posición todo lo que nos sea posible. Si tienen agallas suficientes, que vengan a por nosotros.

            ―¡Señor!

            ―¿Gambino?

            ―¡Allí, tanques!

            ―¡Dios! Espero puedan pararlos esos muchachos. Nosotros no les podemos ayudar desde aquí. Concentrémonos en cubrir nuestra zona. ¡Allí!

            Un grupo de alemanes avanzan hacia la zanja que defienden varios desgraciados. Les precede el vuelo de varias granadas. Explosiones, humo, confusión. Están lejos, pero no demasiado. La Browning, trata de cortar su trayectoria. Wilson intenta hacer blanco, Olson también. Uno de los alemanes cae, el resto llega a la zanja y se lanza a bayoneta calada contra los rangers atrincherados en ella. Gritos, pavor, más confusión. Uno de los rangers atraviesa carne con el machete, un alemán lo derriba y lo remata a culatazos. Gambino hace blanco, Wilson también. Todos los rangers han caído, ahora son tres alemanes los que tratan de aprovechar la cobertura de la zanja. El fuego se centra sobre ellos, otros los cubren desde posiciones más lejanas.


            ―¡Que no salgan de ahí!

            La Browning hiende barro, Wilson acaba con el que se asoma alguna yarda más allá. Quedan dos, atrapados como ratas, como ellos mismos también lo están. Una granada de mortero cae cerca, y otra más, y otra. También arrecian las balas.

            ―¡Sargento, nos tienen localizados, vienen a por nosotros!

            ―Mejor así, eso hará que otros tengan más posibilidades.

            ―¡Santa Madonna!

Gambino se echa cuerpo a tierra, rasgar de tela, las balas pasan a escasos centímetros de sus cabezas, impactan en la Browning, hacen saltar barro.

―¡Malditos sean! ¿Alguien herido?

―No, señor ―responde Gambino.

―No, por suerte no, señor ―responde Wilson con hosquedad.

―Vamos a devolvérsela. ¿Sabe de dónde vino eso, Gambino?

―Allí, sargento, en las ruinas del molino.

Un emplazamiento idóneo para el nido, resguardado por los escombros, con varios hombres moviéndose tras ellos y una MG42 preparada para picar carne.

―¡Al suelo!

De nuevo el rasgar de tela, un río de balas desbordándose sobre su posición.

―¡Atentos al cambio de cañón! ¡Todos arriba a mi orden! ¡Gambino, ciéguelos! ¡Arriba!

 Un feo vicio de la MG, un mal momento para los alemanes. Gambino dispara impreciso pero consigue llevar el desconcierto al otro lado. Olson y el cabo disparan con similar fortuna, el cañón ya está cambiado, insisten y Wilson hiere a uno, y una nueva cinta ya está colocada, el tirador dispuesto, el sargento le atraviesa un ojo y le destroza el cerebro.

―¡Bien, que no escapen!

El herido se levanta tambaleante y Wilson lo remata, el otro se escabulle tras el molino. Un par de granadas de mortero caen desviadas.

―Buen trabajo, muchachos.

―Eso no podremos pararlo ―señala el cabo al cielo.

―Ya lo sé, pero van a tener que hacerlo mucho mejor de lo que lo están haciendo.

―¡Vamos, vamos!

El sargento dirige la mirada al mismo lugar que Gambino. Un pelotón mermado juega a la muerte con dos tanques. Uno tiene una tremenda abolladura en la trasera, orlada por una mancha negra, pero continúa en movimiento. Algo acaba de estallar junto al otro, que también continúa. Los hombres saltan hechos pedazos, caen mordidos por las balas. El mortero también martillea insistente, y ellos no pueden hacer nada desde donde están.

―Que Dios se apiade… de todos nosotros.

Ve un rostro difuminado en el horizonte, todo arrugas, un dedo sarmentoso, una voz rajada, de gubia aguda, unos ojos húmedos de locura. Y escucha las campanas, llamando a los muertos, llamándolo a él, sonando en el interior de su cabeza.



―¡Vamos, vamos, avancen!

            Esta vez no puede fallar, se lo debe a los del 1º y el 3º que deben estar pasándolo realmente mal allá arriba, donde debería estar ya. De nuevo ataque frontal, directo, a sangre y fuego, a cara de perro. Los blindados delante, con el Wolverine cañoneando la primera construcción que se topan. Por fin el techo se desmorona, varios hombres escapan, tosiendo, cegados por el polvo, el tirador del transporte acorazado se ceba con ellos. Caen como fichas de dominó.

            Murray se relame. La vida castrense le resulta adictiva, el combate un éxtasis. Pero en la derrota no es nadie, nunca derrotan a su tropa, nunca a su ejército; sus derrotas son personales, intransferibles, lacerantes como una bola de alambre de espino en el estómago. Así ha sido lo de hoy, pero ahora espera resarcirse, tomar la posición en el último intento, ser el salvador de sus camaradas allá en Cisterna, en la mismísima boca del Infierno. El fragor de la batalla es melodía para él, el Wolverine la nota central, con el transporte y la masa de soldados dándole cuerpo a la sinfonía. Cada uno cumple su papel, él observa, dirige la orquesta. Los movimientos son armoniosos, los van a aplastar. Del otro lado una ametralladora contrapuntea, a coro con los francotiradores: el Wolverine responde, la ametralladora montada responde, la tropa silencia. Triunfa su obra. El nido salta por los aires, un hombre que cae desde un tejado, dos alemanes abandonan su posición para morder el polvo a escasos metros.

            De repente algo rompe la armonía, una explosión frente al blindado, una columna de humo que sale de su frontal derecho, una estela de lanzacohetes que parte de una ventana olvidada y remata la faena. El enemigo recrudece su ataque, los estaban esperando, por eso han podido llegar hasta esa posición, el lugar más al descubierto.

            ―¡Alto, alto! ¡Aborten el ataque! ¡Que alguien pare a esos hombres, por el amor de Dios!

            La columna tras el transporte se detiene, replica fuego con fuego, se cubre. Por el otro flanco los hombres se lanzan hacia su objetivo, matar o morir. Las ametralladoras siegan la primera línea, la segunda alcanza las primeras construcciones. Movimientos coordinados: aproximación, cobertura, granadas, asalto. Pero el objetivo es demasiado ambicioso para ellos, los cazan desde las alturas, desde los costados, dentro de las trampas mortales que son esos refugios. El blindado inicia la retirada, la columna que guía también. Por suerte no hay actividad de lanzacohetes, por desgracia muchos hombres quedan a su suerte al otro lado del campo de batalla. Muertos y desaparecidos, manchas en su expediente; un objetivo sin cumplir, una cuestión personal.

            ―¡Un repliegue con sentido, maldita sea! ¡Teniente! ¿Dónde demonios está!

            Ha vuelto a perder, y ya son demasiados caídos, ha llegado ese punto en el que la igualdad en tropa y material entre las dos fuerzas hace que un nuevo ataque a posiciones resguardadas sea sólo un suicidio, sin posibilidad de gloria.

            ―¡Señor!

            ―¿Dónde demonios estaba? Es igual, ¡ordéneme ese repliegue! ¡Estamos perdiendo más de lo que nos podemos permitir!

            ―Señor, por la radio…

            ―¡No me importa lo que digan por radio! ¿Me ha entendido? ¡Quiero que mueva el culo y me ordene ese repliegue ahora mismo! ¡Vaya!

            La mayor parte de la sección que intentó el asalto se bate en desbandada o están muertos. Apenas resiste alguna posición que pronto será recuperada por el enemigo. No les puede negar el valor a sus soldados, el ímpetu, aunque todo haya sido un puro derroche. El tiempo sigue avanzando inexorable, el crepúsculo se aproxima, trayendo una noche maldita para los que aún les esperan allá arriba, en Cisterna. No le quedan ideas ni flancos que atacar, ni hombres tampoco. No hay refuerzos en camino, ni un resquicio a la esperanza. Sobre su cabeza la derrota, tan personal como suelen serlo todas para el coronel Murray. Lo único que resta es defender una posición desventajosa por si alguien aparece desde cualquiera de los dos sentidos de la carretera, eso y rezar por los muchachos del 1º y el 3º; que Dios se apiade de ellos.



Otra ametralladora insiste sobre él. Le gustaría poder hundirse en el barro, fundirse con él, desaparecer. Su realidad es de fuego que arrecia y ningún sitio al que escapar. El zumbido de las balas asusta, mucho más real que cualquier otra cosa. Sólo el azar funesto y estruendoso del mortero lo supera en un lugar como éste. No es un hombre de carácter, pero sí tiene un buen puñado de agallas y una buena ración de cerebro para cuando las cosas se tuercen. Aun así es demasiado: la ametralladora lo ciega, lo tienen localizado y van a por él. Ya no forma parte de una línea de avance, es un hombre solo y aislado en tierra de nadie.

            Apenas se atreve a asomarse. Ve los fogonazos, incluso tiene la ilusión de ver las balas. El barro le salpica la cara, un proyectil roza su casco. De nuevo se aplasta contra el suelo. Cuenta mentalmente, prepara el fusil, se incorpora y dispara casi sin mirar. Le devuelven fuego al instante, tendrá que hacerlo mucho mejor si quiere conseguir algo. Mira a los lados y ve tanques hostigando a sus compañeros en la lejanía, los restos carbonizados de un jeep con brasas humanas atrapadas dentro, cadáveres mutilados. Obuses de mortero, balas de cañón, metralla aquí y allá, el destino en el aire siempre dispuesto a un mal cruce. Toma aire y orgullo, vuelve a levantar la cabeza, esta vez sí apunta. El que alimenta la ametralladora cae herido, aún se mueve. Un aviso. Sus compañeros tratan de vengarse, martillean la posición, insisten, gastan balas, calientan el cañón. Cuenta atrás. Se yergue, apunta, dispara. El tercer servidor de la ametralladora cae, pero su compañero herido lo sustituye en el puesto y vuelven a cegarlo. Taladran barro, lo hacen saltar, van a convertir el montículo en un nido de termitas. Pero no le alcanzan. Siempre le dijeron que era un buen cazador: paciente, atento, certero. Nueva cuenta atrás; vuelve a erguirse. En esta ocasión le reciben con disparos de cobertura, yerros por pulgadas. El herido también parece ser un buen tirador, y su compañero reinicia su letanía tartamuda. Nada. La moneda vuelve a estar en el aire. Nuevo recuento, fusil listo, se incorpora. El fuego de cobertura vuelve a estar ahí, más certero que antes, pero no lo suficiente como para conseguir otra cosa que hacer saltar chispas de su casco. Él se toma algo más de tiempo en disparar. Un segundo después de la detonación, el tirador de la ametralladora cae hacia atrás. Ahora sólo uno de sus antagonistas queda en pie, duelo a cien metros. Ambos tienen que recargar. El alemán está herido, pero ha empezado antes y está más asustado, recarga, apunta. Él también consigue recargar y no apunta, dispara por instinto. A cien metros un hombre cae. El también cae, angustiado por el frenético latir de su corazón. La adrenalina lo tensa, lo paraliza.

            Los horrores del día lo saturan, y el saber que aún no han acabado y que la forma más probable de que acaben sea su muerte acentúa la sensación. Tampoco le quedan muchas balas. Sólo ve una escapatoria: esperar a la noche, que la oscuridad le cubra en su huída hacia ninguna parte. ¿Dónde estarán los suyos? Tendrá que seguir la carretera en la distancia. O volver a atravesar en barro y las zanjas del canal, atento a cualquier encuentro inconveniente, y aún más atento a cualquier atisbo de la nueva línea de frente.

            Pero eso tendrá que ser por la noche. Hasta que llegue ese momento deberá seguir matando para no morir.



―¡Vamos, vamos! ¡Corred!

            Un pasillo de fuego, justo en el centro del arco de tiro de una ametralladora. Los hombres corren, se cubren, tratan de cubrir a sus compañeros. Los alemanes son tan eficientes como sus armas, cerebros de metal colado, inasequibles al desaliento, inflexibles, determinados y certeros. Los hombres van cayendo, los tanques acosan a los zorros para servírselos al cazador. Johnson cae, escupe sangre, clava la cara en el barro. El arco se desplaza y se cruza con Lurkin y Milano, les destroza las piernas. Ambos caen y gritan, pero nadie se va a detener, hacerlo es morir.

            ―¡Cabo, que corran todos! ¡Allí, maldita sea! ¡Vamos!

            Fergen se fija en un soldado que cambia su trayectoria. Lleva la mirada perdida en algún lugar más allá de lo que les está pasando, el gesto es el de un iluminado en éxtasis. El soldado corre, tropieza, se incorpora y sigue corriendo. Desde la posición alemana han reparado en él. Los servidores auxiliares tratan de detenerlo, en arco de la MG se va cerrando sobre su trayectoria.

            ―¡Vamos, muchacho, vamos!

            Saca una granada, la arroja. Demasiada distancia, demasiada imprecisión. Sigue corriendo con otra granada en las manos. La lanza. Antes de que detone ya ha cogido otra y le ha quitado el seguro, justo en el mismo momento en el que el arco de a MG se cruza con él y lo parte en dos, justo en el mismo momento en el que la segunda granada estalla y ciega el nido justo durante el tiempo suficiente como para que sus compañeros alcancen la posición cubierta.

            ―¿Quién era ese soldado?

            ―No lo sé, sargento.

            ―¡Vamos, vamos! ¡Todo el mundo aquí! ¡Esos bazookas, cabo!

            ―Voy a ver, señor.

            ―Tráigame uno.

            ―Lo intentaré.

            ―¡Vamos, cúbranse todos! Y ahora que vengan a buscarnos, les vamos a dar su merecido a esos hijos de perra. ¡Preparen los bazookas y las stickys, tenemos que parar esos carros de combate!

            Vuelven a dispararles desde el mismo sitio que creyeron cegado por la granada. El sacrificio sólo sirvió para conseguir una tregua. Pero se han salvado muchas vidas, ahora están a cubierto, al menos por el momento. Es hora de responder como mejor saben.

            ―Señor, aquí tiene ―Rusell le entrega un lanzacohetes.

            ―Bien. Allí veo otro, nos cubriremos mutuamente. Cárguelo ―se lo hecha al hombro, se prepara.

            Los tanques aminoran la velocidad, son como perros de presa oliendo el peligro. De nada les servirá el blindaje si no saben cubrirlo. Más allá, en tierra de nadie, aún ve algunas escaramuzas, las protagonizadas por aquellos que les han salvado la vida a cambio de sacrificar la suya, los que evitan el contraataque.

            ―¡Esperen a que estén cerca! ¡Tenemos que acabar con ellos a la primera, si salen de esta no nos darán tantas oportunidades!

            Uno de los tanques se adelanta, dispara, vuela la cobertura escasas yardas a la izquierda de Fergen, llueve barro y piedras. El otro tanque se detiene y dispara desde la distancia, aprovechando su poder y evitando el cuerpo a cuerpo con la infantería.

            ―¡Ahora!

            Un bazooka hace blando en el tanque más avanzado. Acierto insuficiente. El vehículo sigue en movimiento, trata de retroceder pero no puede. Al final se arriesga a girar; mala elección. Fergen lo tiene en el punto de mira, se asegura, respira hondo, dispara. La trasera del blindado revienta, las llamas se extienden. Una antorcha humana sale del vehículo, tambaleándose. Al final cae. Sus compañeros aprovechan para salir corriendo. No hay compasión. Mucha rabia contenida, mucho plomo excitado. Las balas muerden carne, la atraviesan, la sangre salta por todos lados.

            ―¡Así se hace!

            Los hombres gritan de alegría y se llenan de ánimos. A nadie se le escapa que es una victoria pírrica, un paréntesis en la derrota en la que llevan inmersos desde el amanecer, pero es lo único que se interpone entre ellos y la desesperación, y eso podría ser su fin.

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