Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

lunes, febrero 25, 2019

Terrores nocturnos



Algunas veces los terrores nocturnos no son sólo cosa de niños...


Es un niño pequeño, en los principios del habla, un niño como otro cualquiera, curioso, inocente, a veces atrevido. Un niño que, de pronto, se vuelve reservado y asustadizo. La gente nota el cambio, sobre todo sus padres, pero nadie conoce la razón, sólo él. Su madre lo ha visto gritar estando solo, le ha preguntado, pero la única respuesta que ha obtenido es algo relacionado con una sombra, “la mancha”, como la llama su hijo, y poco más logra obtener de alguien que, con apenas unos años vividos y los pocos conocimientos del lenguaje que ha podido interiorizar, no consigue explicarse bien.

Es normal que si un crio ve una figura encorvada, oscura, retorcida sobre sí misma, una silueta que se pasea por la casa como flotando, sienta miedo. Más cuando se mueve entre sus familiares y se acerca a él para colocarse a su lado, para mirarle con dos ojos que son dos trozos de nada. Puede tomarse por un terror común, y los niños a veces sufren de terrores nocturnos, algo que los adultos suelen dejar pasar, cosas de chiquillos.

La indiferencia de los mayores le ayuda a superarlo. Si nadie le hace caso, si aquella figura, al fin y al cabo, no hace nada, sólo pasearse por la casa y acercarse a él para mirarlo, él también puede no hacer caso, dejar de sobresaltarse al cruzarse con la mancha, olvidarse. Los años pasan, y aunque a veces sienta un escalofrío frente a esos dos ojos que no son ojos, cuando sabe que le está mirando como para decirle algo, ya se ha acostumbrado a la situación y es capaz de hacer lo mismo que todos los que no lo ven, nada.

Ya es un hombre, un adulto con familia, con cargas, una persona normal atrapada en el mundo de las obligaciones. Y ahora, después de tantos años de no hacer nada, de ignorar la figura que siempre ha estado junto a él, ese compañero inseparable que ha sepultado bajo los muchos detalles que conforman su rutina diaria, vuelve a sentir miedo. Su esposa le oye gritar y le descubre en la cocina, con la mano bajo el grifo limpiándose la sangre de un corte que, al parecer, se ha hecho pelando algo que no está en la encimera. El cuchillo ensangrentado está en la mesa, y los goterones rojos forman una línea de varios pasos entre ésta y el fregadero. Lo que la señora no puede ver es la figura que está junto a su marido, mirándolo con esos dos trozos de nada que tiene por ojos. Tampoco puede verla cuando se sitúa junto a ella, pero sí ve la cara de espanto del hombre que, apoyado en la encimera, parece a punto de desmayarse.

La mañana siguiente, cuando el niño se parte el brazo y lo llevan al hospital, mientras el pequeño no para de repetir que le han empujado, que no se ha caído solo, ella vuelve a notar lo mismo en su marido. El hombre está más pálido de lo que nunca lo ha visto, en un estado de nervios que no se corresponde con el accidente que, siendo realistas, es de lo más normal en un entorno doméstico con niños. Además, es una rotura limpia según les dicen en el hospital, algo que en una persona de esta edad sanará rápido y no dejará secuelas de ningún tipo. No puede explicarse por qué su marido sigue tan asustado, ni por qué la despacha con un par de evasivas confusas cuando le pregunta por ello.

La preocupación de la mujer aumenta al día siguiente cuando oye unos lamentos en la cocina que la despiertan. Cuando se acerca a ver qué pasa encuentra a su marido arrodillado en el suelo, suplicándole algo a la pared. Él se gira y la ve, y responde a su desconcierto levantándose rápido, recomponiéndose, simulando normalidad ante la preocupación de los ojos que le miran fijamente. No quiere hablar, pero ella no se conforma con eso, porque también se está asustando. La asusta él, su estado de nervios permanente, su semblante demacrado, su palpable pérdida de peso. Entonces se abrazan, y no sabe si el abrazo, o su petición de que sea fuerte, de que lo haga por ellos, parece que devuelve la entereza al hombre, la decisión.

Es sólo un niño, y a pesar del dolor y las molestias de la escayola que le pusieron ayer, está contento. Hoy no va a ir al colegio, y todo el tiempo que le ha ganado al reloj levantándose temprano piensa pasarlo en grande jugando al último juego que le regalaron para la consola. Está todo  dispuesto, no ha hecho ningún ruido para que piensen que aún sigue durmiendo, ha conectado los cascos, y justo antes de colocárselos, un grito de su madre le provoca un sobresalto que hace que se le caigan al suelo.

Cuando se asoma al cuarto de baño de sus padres no puede evitar un chillido. Su madre está en el suelo, llorando, la bañera está llena de agua roja, y de su padre, tumbado bajo el agua, apenas se distingue la nariz y la frente sobre la superficie, y un brazo apoyado al borde y que aún gotea sobre el charco rojo del suelo. Pero lo que le ha hecho gritar no es esa imagen, sino la figura oscura, encorvada y retorcida sobre sí misma que está junto a la bañera y parece mirarlo con dos ojos que son como dos pedazos de nada.

Ahora vive con sus abuelos, al menos hasta que su madre se recupere del todo y puedan rehacer sus vidas. Se ha vuelto un niño triste, reservado y asustadizo, que sufre de terrores nocturnos y a veces habla solo. Todos consideran que es algo normal, sobre todo sus abuelos. El chico ha sufrido mucho, ha visto lo que ningún niño debería ver, y no es fácil recuperarse de eso. Es sólo cuestión de tiempo, les dicen los médicos. Él espera que así sea, que algún día sea capaz de ignorar el escalofrío que ahora le recorre la espalda, el que parece emanar de la nada que hay en los ojos de la figura que desde la fatídica noche siempre está a su alrededor.  


2 comentarios:

Marisa Doménech dijo...

Llaman mucho la atención varios detalles, aparte de la atmósfera de angustia extrema acompañada por la música de Michael Nyman, autor de la banda sonora de El Piano (música repetitiva)que aquí es tanbién muy acertada, el hecho de que el terror sea hereditario, intrageneracional, pase de padre a hijo y la mujer esté al margen. La línea directa paterna. Lo adornas con recursos emotivos muy bien logrados. Te felicito. Un abrazo, Manuel

Manuel Mije dijo...

Muchas gracias, Marisa. Me alegra que te halla llegado lo de la atmósfera, lo que lo hace relato Fosco. El terror, terror, no me sale por mucho que lo intente, no sé si es porque en formato escrito nunca he sentido el terror como en ciertas pelis.

Publicar un comentario

Exportar para leer en tu ebook

En BLOXP puedes exportar este blog, o parte del él, para leerlo desde tu ebook. Sólo necesitas esta dirección de RSS:

Contador de visitas

Copyright de los textos Manuel Mije © 2013. All Rights Reserved.
Twitter Facebook Favorites More

 
Design by Free WordPress Themes | Bloggerized by Lasantha - Premium Blogger Themes | Powerade Coupons