Algunas veces los terrores nocturnos no son sólo cosa de niños... |
Es un niño pequeño, en los principios del
habla, un niño como otro cualquiera, curioso, inocente, a veces atrevido. Un
niño que, de pronto, se vuelve reservado y asustadizo. La gente nota el cambio,
sobre todo sus padres, pero nadie conoce la razón, sólo él. Su madre lo ha
visto gritar estando solo, le ha preguntado, pero la única respuesta que ha
obtenido es algo relacionado con una sombra, “la mancha”, como la llama su hijo,
y poco más logra obtener de alguien que, con apenas unos años vividos y los
pocos conocimientos del lenguaje que ha podido interiorizar, no consigue
explicarse bien.
Es normal que si un crio ve una figura
encorvada, oscura, retorcida sobre sí misma, una silueta que se pasea por la
casa como flotando, sienta miedo. Más cuando se mueve entre sus familiares y se
acerca a él para colocarse a su lado, para mirarle con dos ojos que son dos
trozos de nada. Puede tomarse por un terror común, y los niños a veces sufren
de terrores nocturnos, algo que los adultos suelen dejar pasar, cosas de
chiquillos.
La indiferencia de los mayores le ayuda a
superarlo. Si nadie le hace caso, si aquella figura, al fin y al cabo, no hace
nada, sólo pasearse por la casa y acercarse a él para mirarlo, él también puede
no hacer caso, dejar de sobresaltarse al cruzarse con la mancha, olvidarse. Los
años pasan, y aunque a veces sienta un escalofrío frente a esos dos ojos que no
son ojos, cuando sabe que le está mirando como para decirle algo, ya se ha
acostumbrado a la situación y es capaz de hacer lo mismo que todos los que no
lo ven, nada.
Ya es un hombre, un adulto con familia, con
cargas, una persona normal atrapada en el mundo de las obligaciones. Y ahora,
después de tantos años de no hacer nada, de ignorar la figura que siempre ha
estado junto a él, ese compañero inseparable que ha sepultado bajo los muchos
detalles que conforman su rutina diaria, vuelve a sentir miedo. Su esposa le
oye gritar y le descubre en la cocina, con la mano bajo el grifo limpiándose la
sangre de un corte que, al parecer, se ha hecho pelando algo que no está en la
encimera. El cuchillo ensangrentado está en la mesa, y los goterones rojos
forman una línea de varios pasos entre ésta y el fregadero. Lo que la señora no
puede ver es la figura que está junto a su marido, mirándolo con esos dos
trozos de nada que tiene por ojos. Tampoco puede verla cuando se sitúa junto a
ella, pero sí ve la cara de espanto del hombre que, apoyado en la encimera,
parece a punto de desmayarse.
La mañana siguiente, cuando el niño se parte
el brazo y lo llevan al hospital, mientras el pequeño no para de repetir que le
han empujado, que no se ha caído solo, ella vuelve a notar lo mismo en su
marido. El hombre está más pálido de lo que nunca lo ha visto, en un estado de
nervios que no se corresponde con el accidente que, siendo realistas, es de lo
más normal en un entorno doméstico con niños. Además, es una rotura limpia
según les dicen en el hospital, algo que en una persona de esta edad sanará
rápido y no dejará secuelas de ningún tipo. No puede explicarse por qué su
marido sigue tan asustado, ni por qué la despacha con un par de evasivas
confusas cuando le pregunta por ello.
La preocupación de la mujer aumenta al día
siguiente cuando oye unos lamentos en la cocina que la despiertan. Cuando se
acerca a ver qué pasa encuentra a su marido arrodillado en el suelo,
suplicándole algo a la pared. Él se gira y la ve, y responde a su desconcierto
levantándose rápido, recomponiéndose, simulando normalidad ante la preocupación
de los ojos que le miran fijamente. No quiere hablar, pero ella no se conforma
con eso, porque también se está asustando. La asusta él, su estado de nervios
permanente, su semblante demacrado, su palpable pérdida de peso. Entonces se
abrazan, y no sabe si el abrazo, o su petición de que sea fuerte, de que lo
haga por ellos, parece que devuelve la entereza al hombre, la decisión.
Es sólo un niño, y a pesar del dolor y las
molestias de la escayola que le pusieron ayer, está contento. Hoy no va a ir al
colegio, y todo el tiempo que le ha ganado al reloj levantándose temprano
piensa pasarlo en grande jugando al último juego que le regalaron para la
consola. Está todo dispuesto, no ha
hecho ningún ruido para que piensen que aún sigue durmiendo, ha conectado los
cascos, y justo antes de colocárselos, un grito de su madre le provoca un
sobresalto que hace que se le caigan al suelo.
Cuando se asoma al cuarto de baño de sus
padres no puede evitar un chillido. Su madre está en el suelo, llorando, la
bañera está llena de agua roja, y de su padre, tumbado bajo el agua, apenas se
distingue la nariz y la frente sobre la superficie, y un brazo apoyado al borde
y que aún gotea sobre el charco rojo del suelo. Pero lo que le ha hecho gritar
no es esa imagen, sino la figura oscura, encorvada y retorcida sobre sí misma
que está junto a la bañera y parece mirarlo con dos ojos que son como dos
pedazos de nada.
Ahora vive con sus abuelos, al menos hasta
que su madre se recupere del todo y puedan rehacer sus vidas. Se ha vuelto un
niño triste, reservado y asustadizo, que sufre de terrores nocturnos y a veces
habla solo. Todos consideran que es algo normal, sobre todo sus abuelos. El
chico ha sufrido mucho, ha visto lo que ningún niño debería ver, y no es fácil
recuperarse de eso. Es sólo cuestión de tiempo, les dicen los médicos. Él
espera que así sea, que algún día sea capaz de ignorar el escalofrío que ahora
le recorre la espalda, el que parece emanar de la nada que hay en los ojos de
la figura que desde la fatídica noche siempre está a su alrededor.
2 comentarios:
Llaman mucho la atención varios detalles, aparte de la atmósfera de angustia extrema acompañada por la música de Michael Nyman, autor de la banda sonora de El Piano (música repetitiva)que aquí es tanbién muy acertada, el hecho de que el terror sea hereditario, intrageneracional, pase de padre a hijo y la mujer esté al margen. La línea directa paterna. Lo adornas con recursos emotivos muy bien logrados. Te felicito. Un abrazo, Manuel
Muchas gracias, Marisa. Me alegra que te halla llegado lo de la atmósfera, lo que lo hace relato Fosco. El terror, terror, no me sale por mucho que lo intente, no sé si es porque en formato escrito nunca he sentido el terror como en ciertas pelis.
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