Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

lunes, mayo 20, 2019

Salir de la calle



La insoportable angustia de una larga derrota…


Era una noche aparentemente normal. Como siempre, él había terminado muy rápido, y ella apenas se había enterado de nada. Una vez más él había tenido que pensar en otra mujer, una de las de la tele, una de esas esbeltas y guapas que lo excitaban como ya no lo excitaba su mujer, cuya discutible lozanía juvenil se había convertido en una madurez de pechos por el ombligo, contornos exagerados, e hinchado y demasiado envejecido rostro. ¿Quién había sido el culpable de tan terrible transformación? ¿Quizá los años? ¿Ella, que no se había cuidado? ¿Él, que no le dijo nada? ¿Los dos, por haber tenido cinco hijos? Desde luego él tampoco se podía quejar, ya que no se encontraba precisamente en su mejor momento.

—Voy al baño —dijo ella.

Él se echó a un lado para que ella se pudiera incorporar y se quedó mirando al techo. Había algo que llevaba mucho tiempo rondándole la cabeza, pero no habló de ello con su mujer cuando ésta regresó, sino que se limitó a aprovechar su turno de visita al baño. Una vez allí, estuvo un poco más de tiempo del acostumbrado, y después volvió al lecho matrimonial, casi como siempre.

—Julián, tengo que decirte una cosa.
—No, hoy no, mañana.
—De acuerdo. Buenas noches, cariño.
—Buenas noches.

Los tres se quedaron dormidos rápidamente.

A la mañana siguiente lo despertó el torrente de claridad más límpido que jamás hubiera visto colarse por su ventana. Notó que su esposa aún dormía y, cuando se incorporó, distinguió la difusa figura de un enorme perro blanco erguido sobre dos poderosas patas que se apoyaban en los pies de la cama.


—Saludos, viajero —dijo el perro sin abrir la boca y con una voz ronca y cavernosa.
—Buenos días. Supongo que es el momento de irse —contestó Julián con aire cansado.
—Lo sabes.
—Sí, lo sé.

Julián salió de la cama, tapó a su mujer con delicadeza y le dio un tierno beso en la sien. Después se dirigió hacia los cuartos de los niños, seguido por aquel visitante que no producía sonido alguno al desplazarse. Los fue tapando uno a uno y dándoles un beso de despedida.

—Tenemos que irnos —dijo el perro.
—Sí, vamos.

Terminó de besar y colocar bien la sábana de su quinto hijo y se dirigió hacia la puerta de su casa. Una vez allí, echó un último vistazo al que había sido su hogar, y después salió a la calle que había sido todo su mundo durante los últimos quince años. En todo ese tiempo nunca había salido de ella: pasaba todos los días menos los lunes en el bar en el que trabajaba, que estaba al principio de la calle; los lunes y algunas noches los pasaba en la peña, que estaba en el centro; y el resto del tiempo lo pasaba en su casa, que estaba al final de la misma calle. Conocía cada losa, cada desconchado, cada sumidero, cada alcantarilla, la conocía milímetro a milímetro porque la había recorrido de lado a lado demasiadas veces en su vida. Y la odiaba, tanto como la conocía.

—Siento que no es la primera vez que te hago compañía —dijo el perro.
—No lo es —contestó Julián volviendo en sí después de unos segundos absorto en la contemplación de aquella calle tan solitaria, tan silenciosa, tan iluminada…
—Yo no lo recuerdo.
—Sí, la primera vez que te vi fue justo ahí —dijo Julián señalando a los cristales de la cancela de su portal, que ahora los espejaban—. Tú estabas justo como ahora, a mi derecha, y mi mujer a mi izquierda. Yo llevaba una sonrisa falsa colgada de la cara, y con ella trataba de ocultar la depresión repentina que me había asaltado esa tarde en la consulta del ginecólogo, cuando se confirmó el segundo embarazo de mi esposa, el de los gemelos, con el que se esfumaba mi ilusión de montar un negocio propio muy lejos de aquí. Ella hacía lo mismo, supongo que intentando suavizar el momento. Fue la primera vez, lo recuerdo, pero apenas duró unos instantes, enseguida volvió a mi mente la ilusión de ese mañana mejor que nunca llega.

Tras un momento de silencio, Julián y el perro comenzaron su paseo a través de aquella mañana fresca, rodeados por esa claridad etérea que lo había despertado, y muy lejos de cualquier otra presencia. Caminaron durante un tiempo infinito recorriendo un corto espacio.

—Has dicho que aquélla fue la primera vez —comenzó el perro de nuevo—, ¿es que hubo alguna más?
—Sí, la segunda vez que te vi fue ahí —dijo Julián señalando a un local cerrado que estaba unos metros por delante de ellos—. En esa ocasión fue mucho más claro.

Los dos siguieron paseando hasta llegar a la altura de la peña, donde se detuvieron.

—Yo estaba ahí dentro —dijo Julián mirando a través de las cristaleras hacia el interior de aquel local, tan solitario como la calle por la que transitaban—. Estaba emborrachándome, tratando de encontrar en el alcohol las palabras con las que explicarle a mi esposa que todos nuestros ahorros, el ridículo resultado de tantos esfuerzos, se había ido por el sumidero de aquella gran estafa que fue la cooperativa inmobiliaria. Entonces sí que te vi, casi tan claramente como ahora. Pero una vez más me dejé engatusar por la esperanza, me aferré a la idea de que aún no era viejo, que podía volver a empezar, que aún era capaz de escapar de mi mísera vida, de salir de esta calle… Me engañé a mí mismo.

La pareja reanudó su caminar silencioso, asidos por aquel resplandor sin sombras que se posaba sobre todo lo visible. Los momentos habían dejado de seguirse unos a otros, aquellos dos seres viajaban en un instante eterno, un presente que nunca fue ni será y cuya única razón de ser era esa última transición. Y el viaje estaba a punto de terminar, estaban llegando al final de la calle.

—Aquí fue donde te vi por última vez —dijo Julián deteniéndose frente a la puerta del bar en el que trabajaba—, justo ayer. Tú estuviste en la última charla que tuve con don Eusebio, mientras cerrábamos el local. Fue cuando me dijo que no iba a poder ser lo de asociarnos, dejarme el bar a mí y que yo se lo fuera comprando con las ganancias, ser mi propio jefe. Por lo visto su hijo había abandonado los estudios después de diez años en la carrera, y al muy inútil le hacía ilusión heredar el negocio de su padre. Por supuesto, él me aseguraba que mi puesto no peligraba, que siempre tendría allí un trabajo con el que alimentar a mi familia, que siempre podría ser camarero… Y aquella vez no hubo esperanza ni juventud a las que aferrarme cuando sentí todo el peso de la vida posarse sobre mis hombros; el último tren se había ido sin mí. Entonces decidí marcharme contigo, no seguir arrastrándome de un lado a otro de esta calle hasta que ya no me quedaran fuerzas.
—Y al final lo hiciste.
—Sí, lo hice.

Aquellos dos seres quedaron un rato en silencio; uno de ellos meditando sobre cómo la balanza de su vida se había ido cargando de penas, mientras que las alegrías nunca habían sido suficientes para compensar; el otro dejándolo rememorar por última vez aquellos recuerdos que estaban a punto de perderse en la nada.

—Vamos pues —dijo el perro.
—Sí, vamos.

Y Julián abandonó la calle por fin, para ir, ya despojado de la memoria de su existencia, a ese lugar donde son todos los que fueron y todos los que serán. Por su parte, el guía marchó en busca de otro instante perdido en el tiempo en el que, seguro, habría alguien necesitado de compañía para su último viaje.


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