Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

lunes, julio 19, 2010

Pride Mountain IV


IV

Hay un rancho en Castle Rock donde no se cría ganado de ningún tipo ni se cultiva nada, con una amplísima casa enclavada en la alta colina que domina toda la propiedad. De fachada oscura y descuidada, la Mansión Raddock se asemeja a un enorme cuervo posado en medio de aquel erial. Un inmenso establo, tres silos, varios almacenes y otras tantas hileras de cabañas completan el paisaje. Hay hombres entrando y saliendo del gran caserón, preparando caballos, patrullando por los alrededores como si de un fuerte en tierras fronterizas se tratara. A la entrada de la propiedad, pintado en un arco de madera sostenido por dos recios postes se puede leer “Pride Mountain”, el nombre del lugar desde donde se rigen los destinos de todo Castle Rock.
Dentro de la mansión hay una gran sala dominada por una alta chimenea de piedra, con multitud de sillas a lo largo de las paredes, y en el centro de la estancia dos mesas capaces de dar cabida a más de cincuenta comensales entre ambas. Sentado frente a la chimenea ahora apagada, un hombre alto, corpulento, entrado en años hasta más allá de la cincuentena y con la cabellera rala y plateada significando su edad, se acaricia la barba tratando de encontrar la solución a su mayor, y quizá único, problema. Porque Abe Raddock, dueño absoluto de su vida y de la de otros muchos, autoridad suprema de Castle Rock, tiene un problema que no puede solucionar con sólo chasquear los dedos. Es un gran incordio con el que lleva mucho tiempo conviviendo, veinte años ya, y lo peor es que sabe que aún le quedan más. Abe Raddock no es un hombre religioso, ya tiene su cielo en la tierra, no ha de esperar a morirse. Pero a veces no puede evitar acordarse de un pasaje de La Biblia que le leía su madre, uno en el que el pobre Job se lamentaba de su suerte y clamaba al cielo por ello. ¿Por qué? ¿Por qué le tiene que pasar precisamente a él? ¿Qué ha hecho? Es un hombre justo, implacable pero justo. Ha basado su vida en el esfuerzo y en el valor, todo lo que tiene, todo lo que es, se lo ha ganado con su sudor y, en más de una ocasión, con su sangre. ¿Por qué? Si actúa como actúa es porque tiene que defender lo suyo, por medio de las armas si es necesario, y no acepta ningún código que impida al hombre hacerlo. Y si él reclama lo que no es de nadie antes que otro, también es suyo, y tendrá que defenderlo, porque es lo justo. Por eso, una vez más, ¿por qué? No lo entiende. Está obligado a mirarse todos los días en un espejo deformante que le devuelve la peor imagen que puede desear. Lo que en un lado es sobriedad se refracta en perversión, vicio. La valentía, la capacidad de sacrificio sólo obtiene como réplica un gusano cobarde y torpe que estropea todo lo que toca. Se permite un momento de consuelo, de ilusión: piensa en un Walter a secas, no un Walter Raddock, y se ve a sí mimo llamando a Bill, intercambiando con él apenas un par de frases, unas palabras, a Walt siendo acompañado fuera de la casa, después unos cuantos disparos, después silencio, alivio, tranquilidad. Pero es sólo eso, una ilusión. Además, cree que es mejor no pensar demasiado en lo que no se quiere hacer, por si acaso.
―Padre ―llaman desde otra parte de la casa, y una vez más se pregunta ¿por qué?―. ¡Padre!
―Sí ―se deja encontrar. En la estancia se presenta Walt, su pequeño tumor persistente y pulsátil, junto a él un tipo alto, lampiño, de ojos deslumbrados, otro algo más pequeño, con poncho y un sombreo mejicano que apenas deja ver nada de su rostro. Ambos armados, en una casa en la que no están permitidas las armas.
―Padre, mira lo que te traigo. Creo que ya te hablé de estos dos tipos, ¿no?
―No lo sé, Walt. ―Le repugna su voz chillona, débil, afeminada―. ¿Por qué llevan armas encima?
―Eso, bueno…
―¡Bill!
―Sí, jefe. ―Ahí está, donde tiene que estar, como siempre, el que debería ser su hijo, con un par de hombres más.
            ―¡Eh, tranquilos! ¡Yo respondo por ellos!
            ―¿Tú respondes por ellos, Walt? ¿Y quién responde por ti?
            ―¿Padre?
            ―Está bien, es igual. ¿Qué quieren estos dos?
            ―Unirse a nosotros, padre. Y son muy buenos. Tú ―le dice al del sombrero mejicano―, haz algo.
            ―¿Es necesario? ―se escucha bajo el sombrero.
            ―¡Claro que es necesario! ―insiste Walt. El tipo desenfunda, dispara y vuelve a enfundar, todo con un gesto tan fluido y rápido que cabe en un parpadeo. Bill y los que están con él se llevan las manos a las armas, y otros tres hombres más aparecen en la sala, alertados por la detonación.
            ―¡Tranquilos, tranquilos! No pasa nada ―ejerce Walt de improvisado maestro de cermonias. Mientras, Abe mira con una mezcla de sorpresa y fastidio las hebras de humo que ahora se elevan desde el agujero entre los ojos de la majestuosa cabeza de ciervo que adorna la estancia―. Y ahora tú.
            ―¿Seguro? ―apostilla el forastero alto.
            ―Por supuesto. ―Otro gesto, tan rápido como el anterior, y un disparo precede a la caída del asta derecha.
            Abe se queda mirando a su antes bello y ahora maltrecho adorno. Por un lado se siente satisfecho, los dos nuevos no parecen ser la misma canalla de gatillo fácil y corto futuro que le suele traer su hijo. Por otro, recuerda que le tenía cierta estima a aquella cabeza de ciervo disecada.
            ―Bueno, ya qué más da ―murmura. Otro disparo, cae el otro cuerno―. Está bien. Bill, llévatelos a todos, dale alojamiento y alguna ocupación a estos dos.
―De acuerdo, jefe.
―Ya me iréis pagando lo que acabáis de destrozar. Y tú quédate, tengo que hablar contigo.
―Sí, padre.
Todos se marchan, menos Walt. Su pequeño tumor, latiendo entre sus tripas. ¿Por qué? Él sólo quería un heredero, que no se perdiera el fruto de tanto esfuerzo. Lo hizo todo según las normas, incluso se casó… y vino Walt. Su primogénito, tan torcido desde un principio que no supo ni nacer y acabó con la madre durante el parto... ¿Por qué?
―¿Por qué?
―¿Qué, padre?
―¿Por qué has metido a dos hombres armados aquí dentro?
―Ah, eso.
―¿Te has parado a pensar sólo por un momento cuántos hay ahí fuera que quieren vernos muertos?
―Pero quería que lo vieras.
―Y tenía que ser precisamente aquí dentro.
―Oh, vamos, ¡tampoco es para tanto!
―Claro, nunca es para tanto, Walt, como cuando lo de la mujer de sheriff. ―Su hijo no se atreve a mirarlo a los ojos―. ¿Verdad, hijo? ―insiste.
―Déjalo ya, padre. Siempre estás con lo mismo. Al final no pasó nada, ¿no?
―No, claro, siempre estoy yo ahí para solucionar los problemas. ¿Pero qué pasará el día que falte?
―¿Acaso crees que no seré capaz de arreglármelas?
¿Por qué?
―Es igual, ¿por qué me preocupo?
―Padre.
―¿Qué?
―Tengo otra sorpresa para ti.
―¿Otra más? No sé qué decir ―se ríe sin ganas.
―Puedes reírte todo lo que te apetezca, pero esta vez tendrás que felicitarme, quieras o no quieras. Todo se ha hecho a tú manera, y sin que tenga que meter las narices tu querido Bill ―le espeta con desprecio.
El que debería ser su hijo.
―Estoy ansioso por escucharte.
―¿Conoces a esos dos piojosos que le compraron su mina al viejo Shift?
―Conozco el lugar. Allí no hay nada.
―Bueno, no lo había. Ahora sí lo hay. Esos dos bastardos han estado manteniéndolo en secreto hasta que los he descubierto. Los muy imbéciles han necesitado dinero y no se les ha ocurrido nada mejor que pedirle a cuenta a Saks dejándole en prenda una bolsa con al menos cincuenta onzas de oro. Yo los hubiera despachado a mi manera, pero todo se ha hecho a la tuya: les ofrecí diez mil, los aceptaron sin rechistar… y aquí están las escrituras ―le tiende unos papeles que llevaba guardados en el bolsillo interior de la chaquetilla.
―¡Imbécil! ―le quita los papeles de la mano, los parte y vuelve a gritar―: ¡imbécil!
―¿Qué pasa? ¿Qué he hecho mal ahora?
―¿Es que no me has escuchado? ¡Allí no hay nada, sólo rocas, estúpido! ¡Te han tomado el pelo!
―¿De qué me estás hablando? ―Aceptaron los diez mil…―. ¿No has escuchado lo de la bolsa de oro? La vi con mis propios ojos ―… sin rechistar.
―¿Sí? ―Se levanta―. Hay que avisar a los muchachos, mandarlos a la colina del viejo Shift, que busquen a Saks, verás como no encuentran nada. Y sobre todo que busquen a esos dos fulleros, no pueden andar muy lejos.
―¿Y la bolsa de oro, de dónde salió?
―Babe.
―¿Babe? ¿Babe Novar?
―¡Sí, imbécil, Bebe Novar! ¡Bill! ―grita una vez más.
¿Por qué?


Publicado originalmente en "Los zombis no saben leer (Primavera 2010)"
 

2 comentarios:

Nogales dijo...

Esto va para delante, ya cuando termine este trabajillo, comenzaré a leérmelo.

Manuel Mije dijo...

Jeje, lo suyo hubiera sido que te lo leyeras antes, pero es igual, con el trabajo que estás haciendo vale con que te lo leas cuando te dé la real gana. En fin, te debo una foto y más de una "convidá" por el currazo que te estás pegando y el lujo de que sea para uno de mis textillos.

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