Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

sábado, diciembre 15, 2018

Mariano, asesino en serie novato - Día 12



Duodécima entrega de las aventuras de "Mariano, asesino en serie novato". En palabras del propio Mariano: "Hoy voy a hablar del ser más poderoso y temible que conozco: la abuela Paca…"
Día 12

Me gustaría charlar algo más con usted, pero voy a cenar a un viejo amigo, le dijo mi maestro a Clarice refiriéndose a su némesis, el doctor Chilton. Yo también voy a cenar hoy con mi némesis, y no porque vaya a visitarla para ajustar cuentas, ni el Diablo se atrevería a eso, sino porque es ella quien ha venido a pasar unos días en casa. Hoy voy a hablar del ser más poderoso y temible que conozco: la abuela Paca…


Dicen que el nacimiento de muchos grandes personajes de la historia vino precedido por augurios. El nacimiento de mi abuela, sin embargo, fue un augurio en sí mismo, el augurio de la que nos esperaba a todos sus familiares y conocidos. Las cosas quedaron bien claras desde el principio: mi bisabuela había dado el último empujón, la matrona sostenía a aquella pequeña y frágil criatura cubierta del líquido amniótico, la tenía cogida por sus dos tiernas piernecitas y ya alzaba la mano para darle el cate y anunciar con su primer llanto que las cosas habían salido bien. Entonces, aquel ser en apariencia inocente abrió los ojos y la miró como sólo mi abuela sabe mirar. La matrona quedó petrificada, sin palabras y, con mucho cuidado y más miedo, la soltó en el regazo de mi bisabuela, se fue de allí y cambió de profesión. Según cuentan, con el tiempo confesó a sus allegados que después de haberse asomado a la oscuridad insondable de aquellos dos ojos, impropia de un ser humano y mucho menos de un bebé, no se atrevía a traer nada más a este mundo.

Sí, así ha sido siempre la mirada de mi abuela, temible. Lo único más temible que su mirada es su carácter, heredero por alguna carambola genealógica del que se gastaba Atila el huno. Ya con cuatro tiernos añitos mi abuela había dejado claro a sus dos hermanos mayores que en casa se jugaba a lo que ella quería y cuando ella quería, y nadie se atrevía a afrontar las consecuencias de no hacerlo. Poco tiempo después, mis bisabuelos también abdicaron en favor de la pequeña y le cedieron el cetro del hogar, no podía ser de otra manera.

Los años fueron pasando y entre su carácter leonino, su astucia zorruna y su voluntad metálica, mi abuela sacó adelante la que ya desde antes era su, pronombre posesivo absoluto, familia. Decidió que montarían una pollería en el pueblo, y el éxito fue inmediato. Pusiera los precios que pusiera, trajera el género que trajera, abriera a la hora que abriera y los cortara como los cortara, todo el mundo en el pueblo compraba su pollo puntualmente en la pollería de la Paca. Si no… Si no le ibas a tener que dar explicaciones a la Paca, y eso podía ser peor que una plaga bíblica, literalmente. Tal era la ascendencia de mi abuela sobre las gentes del pueblo, que las fuerzas vivas del lugar le propusieron en cierta ocasión ser la alcaldesa vitalicia y convertir su poder fáctico en legal. Mi abuela se negó, dijo que tenía demasiadas cosas que hacer, pero que no se olvidara el nuevo alcalde de seguir visitándola para consultarle las cosas, que se iba a enfadar si tenía que ir ella misma al ayuntamiento a buscarlo. Incluso cuentan que el Generalísimo, el mismísimo Caudillo, cierto día que pasó por aquellas tierras también presentó respetos a mi abuela, bajo palio y con obispo anejo, ojo.

En cuanto tuvieron la edad necesaria y encontraron un resquicio, los dos hermanos de la abuela Paca escaparon de su influencia. Uno se hizo marino mercante y se nacionalizó brasileño, el otro se fue a Alemania y consiguió trabajo como operario en una cadena de montaje industrial. Durante sus últimos años decía llamarse Hans y haber nacido en Berlín, y sólo hablaba en alemán. Esa emancipación ocurrió cuando mi abuela por fin se hizo mujer. Por aquella época, el fuego en su mirada era sólo un tenue reflejo del magma incandescente en su interior. Le había llegado la edad, y sin necesidad de asistencia por parte de Cupido, la Paca decidió con quién se iba a casar, sin importar la opinión de nadie más, ni siquiera la del interesado.

No conozco mucho acerca de mi abuelo Justo, el único hombre que vivió la intimidad de mi abuela Paca. Apenas sé que fue un joven muy apuesto y formal, alto, fornido, guapo como un adonis y de una simpatía y alegría que contagiaba a los demás; el soltero de oro de la zona, vaya. Pero todo aquello se fue olvidando poco a poco. Lo primero que el abuelo perdió al casarse fue su individualidad, dejó de ser “Justo el del molino”, o “Justo el guapo”, y se quedó en “el marido de la Paca”, ya sin nombre propio hasta que dejó este mundo. También perdió su vida social, sus amigos y casi su historia. Su existencia se redujo al mínimo estipulado por mi abuela: estar a su lado siempre, hacer lo que ella dijera y, sobre todo, hacer de bombero para ciertos fuegos internos que nunca se apagaban, pusiera el empeño que pusiera. Esto fue su perdición. Todos en el pueblo vieron como poco a poco, día a día, el marido de la Paca se fue consumiendo hasta morir apenas diez años después de casarse, dejando a mi abuela viuda con tres hijos y sus padres a su cargo.

La noche del fallecimiento un aterrador alarido recorrió al pueblo, el lamento de la Paca que acabada de perder a su marido y su promesa solemne de que algún día, fuera como fuese, costara lo que costase, Dios y la propia Muerte le iban a tener que dar explicaciones por lo que acababa de suceder. Aquello fue verdaderamente doloroso para mi abuela. Corre una leyenda por el pueblo de que en aquella época alguien la vio llorar, pero nadie se atrevió nunca a confirmarla. Lo que sí fue claro es que el carácter se le agrió aún más, los fuegos en su interior se apagaron para siempre, y el luto se convirtió en su vestimenta para el resto de sus días. Todos los vecinos, de corazón o por miedo, se solidarizaron con aquel dolor, el pueblo estuvo de luto oficial un año entero, y todas las gentes del lugar, por respeto o por temor, se aseguraron durante aquel año de hablar bajito siempre que la Paca pudiera andar cerca…

En fin, tengo que dejarlo por hoy. La abuela Paca acaba de anunciar que la cena está lista y la mesa puesta, y no seré yo quien se atreva a hacerla esperar. Ya mañana seguiré con esta historia. Por su parte, no se preocupen, estremecidos lectores, no pienso ir a visitarlos, el mundo es más interesante con ustedes dentro… Ah, y mi abuela tampoco va a ir a visitarlos porque no los conoce, de eso que se libran.

1 comentarios:

Morti dijo...

La abuela Paca da miedito. Si supieran de su existencia en las crónicas de lo despatarrante...

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