Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

viernes, marzo 15, 2019

La memoria de Musu



El conocimiento es poder, en este caso para la venganza…


El ambiente en La Jarra Siria era el habitual: en su penumbroso interior algunos artistas en febril estado de ebriedad trazaban sobre el piso dibujos, muchas veces copias de los que en aquellas mismas paredes dejaban ver desvaídos babuinos acariciando a difusas y estilizadas bailarinas, todos danzando al son entonado por borrosas cabras flautistas. En una esquina, dos hombres marcados por profundas y significativas cicatrices intercambiaban confidencias al tiempo que lanzaban torvas miradas en busca de víctimas propicias o peligrosos testigos. Más allá un anciano, náufrago en la marejada del alcohol, mascullaba sinsentidos a las sombras de la taberna, y por doquier, jarras de vino del puerto en continuo trasiego elevaban espíritus y cegaban entendimientos.

Tras unos instantes de búsqueda, Homeb distinguió entre la multitud a aquel al que había venido a buscar, una figura escuálida y cubierta de sucios ropajes cuya mirada, de ojos inyectados en sangre, parecía perdida en la contemplación de lo que pudo haber sido y no fue. Se acercó lentamente, dándole tiempo al otro a distinguirle tras la bruma etílica y estremecerse en recuerdo de su último encuentro.

—¿Has venido a matarme, Homeb? Aquí tienes —dijo rasgando sus ropajes y dejando al descubierto la sinuosa orografía ósea de su pecho.
Homeb, sin hacer caso a su interlocutor, tomó asiento y pidió al tabernero una jarra de especiado vino del puerto.
—Dime, Homeb, ¿vas a matarme? —prosiguió el otro—. Es lo único que te queda por hacerme.
—Cállate de una vez —le espetó Homeb sin dejar de mirarlo a los ojos—, no me lo pongas más difícil.
—¿Difícil? ¿Desde cuándo ha sido difícil para ti quitarle la vida a otro hombre? —argumentó Iktu, presa de una desangelada hilaridad.
—Si hubiera venido a matarte ya estarías muerto. Y no, no representaría ninguna dificultad, desgraciado.
—¿Entonces?
—He venido aquí para pedirte un favor, ahí está la dificultad.
Iktu no pudo evitar carcajearse ante la mismísima cara de Homeb, a pesar del peligro que sabía que entrañaba.
—¿Un favor, Homeb? —le interrumpió un último acceso de risa—. Y dime, oh gran Homeb, ¿qué es lo que quiere su magnificencia de este humilde y desgraciado borracho?
—Quiero que me escribas unas palabras para la muerte de mi padre, en la lengua de los reyes, ésa que sólo los escribas y los sacerdotes conocéis.
—¿Sí? ¿Y para qué la quieres? —preguntó el otro con un intenso brillo en la mirada.
—Quizá sepas que mi padre murió hace unas semanas, mientras yo estaba fuera. Los guardias de palacio lo atraparon mientras robaba unas bagatelas, y como ladrón convicto y confeso fue condenado a muerte, y a que su cuerpo fuera despedazado y entregado a las bestias salvajes. Le negaron la eternidad. Ya que no habrá un mañana para su cuerpo, al menos quiero que sí lo haya para su memoria, por eso he acudido a ti. Ya he hablado con uno que dejará su recuerdo grabado en el mismísimo templo de Amón.
—Comprendo —dijo Iktu, perdido en oscuras cavilaciones.
—¿Qué me pides a cambio de hacer lo que te pido?
—Nada.
—¿Nada? No lo comprendo.
—Hay cosas que jamás serás capaz de comprender —concluyó aquella conversación, tras la cual Iktu sacó un carboncillo y un arrugado y sucio papiro que guardaba entre los pliegues de su ropa y se puso a trazar un intrincado dibujo.

***

Sentado en su despacho, Anwar Zaghlul releía una y otra vez la traducción definitiva que su asistente le había pasado esa misma mañana. Confuso, enfadado, no quería dar crédito a lo que sus ojos veían. Él había descubierto aquella misteriosa inscripción semioculta en el capitel de una de las ciento treinta y cuatro columnas de la sala hipóstila del templo de Karnak, y se resistía a creer que lo que él había supuesto un interesante descubrimiento se revelara en su traducción como un chiste de mal gusto: “En memoria del cornudo e impotente Musu, hijo del borracho Hoitet y marido de la madre del bastardo de marinero sirio Homeb, que fue dado de comer a las fieras por estúpido y ladrón.”

Al final, conteniendo como pudo el acceso de ira que sufría, arrugó el papel y lo arrojó a la papelera, asumiendo que, al fin y al cabo, siempre habría cosas que jamás sería capaz de comprender.


2 comentarios:

Stiby dijo...

Vaya!! No esperaba ese final jaja me ha recordado a algunas personas cuando se tatúan algún canji o letra árabe sin saber lo que significa y al final resulta ser un mensaje ridículo o algo así.
Me ha gustado el relato, se lee rápido y deja buen sabor de boca!
Te propongo share en bloguers.

Manuel Mije dijo...

¡Muchas gracias por pasarte y comentar, Stiby! Me alegro de que te gustara el cuento. Al final el pobre Iktu tuvo su venganza, jejejej...

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