Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

martes, marzo 12, 2019

Lealtades enfrentadas



Yo tuve la suerte de tener dos madres, una doble fuente de recuerdos…


Yo nunca fui un niño malo, al menos eso me dicen ahora. Yo era un niño travieso, de esos que siempre encuentran la forma de ponerse en peligro y enervar a sus mayores. No lo hacía queriendo. Era un esclavo de la novedad, de la curiosidad. Deshojaba la vida como si de una flor sin abrir se tratase, como todos, pero con más energía e intensidad que muchos. También era obediente a mi manera, o más que obediente, leal, y mis lealtades podían entrar en conflicto porque yo tenía dos madres: mi abuela, que ejercía más en lo práctico, y mi progenitora, que se centraba más en lo afectivo.

No recuerdo mucho de aquel día, supongo que las novedades que trajo consigo no estuvieron a la altura de las del siguiente o el anterior, o que simplemente los recuerdos que más brillan en nuestra memoria eclipsan la luz de los que comparten fechas con ellos. Es igual, la mañana podría haber sido de cualquier forma, pero el mediodía, ese momento en que se acercaba la hora de comer y mi abuelo tomaba posesión de su trono en la salita, frente a la televisión de ese pequeño mundo con sólo dos canales en el que vivíamos, fue especial. Aquel mediodía, aquel almuerzo, fue como una ostra con perla, y esa perla la llevo guardada en un bolsillo que sólo abro para los que quiero.

Mi abuelo comía primero, a la una en punto, aunque la jubilación le hubiera liberado de la esclavitud del tiempo. Lo hacía mirando a la televisión pero atento a la comida, porque había conocido el hambre, fue el último de mis antepasados que la conoció. Después me tocaba a mí porque, aunque sólo un niño, era el único que se acercaba a sus hazañas sobre el mantel, un dignísimo aprendiz que sin haber conocido el hambre ya le tenía declarada la guerra sin cuartel. Y ese día había potaje, palabras mayores, comida de gentes que lo hacen para vivir, comida de verdad.

La mesa se puso para mí, ya luego comería mi hermana, y mi madre cuando llegara del trabajo. Al niño se le puso su cucharilla, porque era pequeño, y su servilleta infantil, por lo mismo. Al niño también se le puso un plato que daba para varios adultos, porque podía, porque daba gloria verlo comer. Y allí que me lancé a la comida como el que va a una batalla, por el hambre que pasó mi abuelo y otros tantos, y por mí también. Vi algunas manchitas negras, pero no les di importancia, probablemente se había quemado un poco, nada nuevo bajo la tutela de una mujer que alternaba sus dotes de buena cocinera con los despistes de ama de casa pendiente de mil cosas. Poco a poco, la vista de ratón que mi abuela me decía que tenía cuando le enhebraba los hilos para la costura, sumada a la inclinación entomológica propia de todo niño, me descubrieron que allí había algo más. En el caldo flotaban cadáveres de esos pequeños insectos negros que suelen acudir a la harina y los arroces de las despensas, estaba seguro. Cuando fui a decírselo a mi abuela ésta frunció el ceño y se acercó a mi plato para sacarme del error, pero hubo un punto de duda en su reprimenda. Yo, que era de los que chinchan por justicia y por chinchar también, me acerqué a la olla y volví a señalar la falta. Mi abuela iba perdiendo la paciencia al tiempo que porfiaba, y yo, que había aprendido la porfía de ella, me puse a su altura. Al final me dijo que si no quería no comiera, pero que ni se me ocurriera decirle nada de aquello a mi madre, que si no… El resto del mensaje me lo envió con una de esas miradas que a veces lanzaba y que yo tan bien conocía.

No sé por qué mi abuela hizo aquello. Quizá era una precursora de esos que dicen ahora que el futuro de la alimentación está en los insectos, o que no quería reconocer hasta qué punto había perdido la visión, o que lo había probado y yo le di la clave de qué era lo que hacía que aquel día el potaje estuviera tan bueno. Lo que yo creo es que fue sólo una cuestión de orgullo, que no podía reconocer que su potaje tenía bichos, que ya tenía suficiente con todas sus ocupaciones, y ojos que no ven y niño que no dice…

Mi madre llegó después, cansada y hambrienta, aunque no tanto como para no repartir un poco de cariño entre los que la esperábamos. Yo la recibí con su beso y el anuncio de que tenía que decirle una cosa, pero después, cuando hubiera terminado de comer. Ella notó algo, pero tenía demasiadas ganas de quitarse de encima los restos del trabajo como para tratar de buscar más allá de mis evasivas.

Ya cómoda con su ropa de andar por casa, sentada a la mesa frente a su plato de potaje, mi madre comenzó a comer conmigo a su lado para alegrarle el rato. Seguía con la mosca detrás de la oreja, pero debió pensar que se trataba de cualquier travesura sin importancia de la que me había arrepentido a destiempo. Yo la contemplaba, no veía el momento de decirle la verdad, pero aquella otra lealtad, más imperativa en ese momento, me lo impedía. Cuando vi que ya sólo quedaba un poco de potaje y de lo otro, pensando superada la prueba de mi abuela, confesé la verdad. Mi madre me miró con una cara que me dejó muy claro de quién era hija y que me hizo dudar sobre la orientación que le había dado a mi lealtad. Pero ya era tarde para lamentaciones o enfados. Se lo reprochó a mi abuela, claro está, más que a mí, al que le reconoció la lealtad a pesar de no ser con ella. La cosa no fue más allá. Mi madre sabía querer a la suya, sabía alegrarse de tenerla, y yo creo que ya en ese momento supo que aquel sería uno de tantos recuerdos que mi abuela nos ha dejado en herencia y que jamás podríamos pagarle aunque aún viviera. 


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