En
el mundo de las apariencias a veces hay que esconder hasta la felicidad…
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El señor Mushroom tenía duendes en su jardín,
duendes ruidosos, alborotadores, como solían ser los duendes por aquella época,
y eso no podía ser. Él era abogado, ministro y capitán del ejército de Su
Majestad, y una infestación tan impropia, tan innoble, no podía ser. Su señora
esposa se lamentaba por ello. El señor Mushroom la veía al otro lado de la mesa
del salón durante los desayunos, difusa en la lejanía, suspirando.
—Querida —le decía. Pero ella no le
contestaba, seguía suspirando, a veces sollozando, con la vista perdida en
algún punto incierto tras los ventanales.
Él le acompañaba la mirada, después volvía a
ella. Nada.
Cuando el señor Mushroom salía al jardín los
duendes se escondían, como ideas perdidas, buenas ideas de esas que se nos
escapan apenas alumbradas. Él se hacía el ausente, rozaba el espino de las
rosas de su señora hasta el límite del dolor, hasta que la punta de la aguja se
perdía en su piel. Luego miraba hacia atrás, como distraído. Nunca estaban ahí.
Sólo cuando volvía a entrar escuchaba sus vocecillas musicales, risas que
hacían de contrapunto a los suspiros y lamentos que su esposa iba dejando por
las estancias de la casa.
El señor Mushroom habló de estos temas con
sus amigos del club, con los más íntimos. Sir Edward, que tenía en su mansión
ni más ni menos que al fantasma del duque de Wellington, no se explicaba cómo
había podido ocurrir algo así en la casa de su amigo, una infestación tan
vulgar, tan plebeya, más digna de artesanos que de nobles. El señor Kessington,
naviero de gran fortuna, no lo veía con tan malos ojos, decía que al menos era
algo, que él se había tenido que gastar una fortuna en comprarse un castillo
encantado con el que sumarse a la moda. Pero el señor Kessington era de cuna
humilde, quizá por eso tenía esa opinión. Lord Carnaby, otro privilegiado con
fantasma de antepasado arrastrando cadenas por su hogar, también se lamentaba.
Le dijo que había conocido casos parecidos, y le dio referencias del que, según
le habían contado, era el mejor exterminador de tales infestaciones que
existía. Ante todo el señor Mushroom quería discreción, no era un asunto que se
pudiera airear. Lord Carnaby se la aseguró, y reiteró su recomendación: Fred
Adder era su hombre. Al parecer descendía de un antiguo linaje de cazadores de
brujas y verdugos, maestros de la tea y el hacha, tenaces y expeditivos en su
trabajo.
—¡Qué vergüenza, Dios mío! —creyó oír a su
mujer en la lejanía, perdida en la bruma de la distancia, al otro lado de
aquella mesa interminable que separaba sus desayunos de la mañana siguiente.
—Estoy en ello, querida —le decía, pero no
obtenía contestación, sólo la guía de una mirada, y al final de ésta, nada de
lo que quería ver.
El señor Mushroom pasaba cada vez más tiempo
en el jardín, tratando de poner sonrisa a esas risas que, aunque no pudiera
confesarlo, le alegraban. Su esposa le había comentado en alguna ocasión que,
en ciertos aspectos, era muy infantil, un soñador que a veces se negaba a aceptar la realidad, quizá de ahí esa sensación
grata cuando la melodía de risas agudas y saltarinas le acariciaba el alma. No
lo podía evitar. Él miraba atrás, como distraído, y no veía nada, pero cuando
volvía a entrar en su hogar su espíritu bailaba al son de esas risas que le
llegaban del jardín.
Fue con lord Carnaby a hablar con el
exterminador de duendes. Tuvieron que entrar en un barrio pobre, sucio,
deprimente. Tuvieron que ver lo que no tenía cabida en sus vidas fáciles y
refinadas, pero al final encontraron el lugar y al hombre. Era, como ya había
imaginado, un sujeto oscuro, de mirada torva y dialecto desagradable. La
herencia de tantas muertes pesaba sobre su alma, de eso no cabía duda, pero en
el negocio era claro y simple, no tardaron en llegar a un acuerdo. El señor
Mushroom expresó su curiosidad por el proceso, quería detalles. Fred Adder se
los dio, detalles escabrosos que recitaba con gusto, crueldades gratuitas que,
al parecer, resultaban importantes para su trabajo.
El señor Mushroom miraba a su lejana esposa,
lejana en cuerpo y alma. No se atrevía a decirle que había pospuesto sine die
su negocio con el exterminador. La veía suspirar y no podía hacer nada, ni
siquiera recibía contestación a sus llamamientos. Paseaba por la casa y se
cruzaba con los suspiros y los sollozos de su esposa, con sus reproches.
Entonces salía al jardín, vagabundeaba por entre los parterres de flores, por
entre los setos tallados. Al final, cumpliendo con su placentero ritual, se
giraba, no veía nada, y luego volvía a entrar en el hogar, a escuchar las risas
y las voces agudas, a sentirse feliz.
Fue lord Carnaby el que se lo contó en
primera instancia: al parecer la mismísima reina había confesado que tenía una
infestación de duendes en los jardines de palacio, y que estaba encantada con
ella. No tardaron otros nobles y personas importantes en confesar que también
tenían propiedades infestadas de duendes, y que llevaban tiempo encantados con
ellos, como la reina. Incluso su amigo, el señor Kessinton, lo abordó en el
club para hacerle una oferta por su casa, estaba dispuesto a pagar lo que el
señor Mushroom quisiera pedir por su propiedad, pero éste se negó.
El mediodía siguiente lo descubrió
vagabundeando por su jardín una vez más, caminado junto a los parterres de
flores y los setos tallados. Se detuvo junto a los rosales de su mujer, y
después de acariciar los espinos hasta el límite del dolor, tomó dos rosas, las
dos flores más hermosas de su jardín. Con ellas fue hasta el mausoleo familiar
y allí, bajo una placa en la que se podía leer “Elisabeth Mushroom”, las
depositó con cuidado. Entonces oyó una risita a su espalda, una vocecilla aguda
y musical que lo invitaba a mirar, y por el rabillo del ojo creyó ver una
pequeña figura. En esa ocasión no se volvió. Regresó a la casa, cerró la puerta
tras de sí y, mirando al suelo, sonrió mientras escuchaba las risas de sus
duendes.
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