Siempre
ha habido y habrá muchos buscones además de Pablo…
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Pepe mil duros era muy conocido en ciertos ambientes, y eso no le gustaba, él prefería la novedad, ser un desconocido, las nuevas compañías. Se había levantado temprano, tenía que caminar bastante si quería conseguir ese anonimato tan propicio y útil que necesitaba, si no quería cruzarse con inconvenientes conocidos por el camino. Se había preparado a conciencia, había gastado los últimos restos del Patrico que le quedaban en el baño, se había puesto su mejor camisa, sus mejores pantalones, sus mejores zapatos, su cordón de oro falso, su reloj y su sello del mismo metal. Se había mirado al espejo y había comprobado que, como siempre, su maqueado y ese brillo de oro auténtico de su colmillo, lo único auténtico que tenía, estaban perfectos.
Le dio tiempo de volver a mirar su reflejo en
el cristal de aquella tasca que no conocía, en la que no conocían a Pepe mil
duros; sí, perfecto. Abrió la puerta con decisión de conquistador,
embriagándose con aquel aroma a serrín, tabaco, altramuces pasados, cerveza
ida, concina tenebrosa y servicios nunca lo suficientemente lejos, nunca lo
suficientemente limpios. Era su ambiente. Se acercó a la barra y se situó casi
en la esquina, entre un jinete de tragaperras y una pareja de compadres que
filosofaban sobre fútbol al otro lado. Siseó al chaval que atendía, joven, con
cara de pan a medio cocer y una expresión de concentración en la nada que le
parecieron ideales. El aludido, tras secarse las manos en un mandil cubierto
con manchurrones de otros miles de secados y limpiados, se acercó a él,
solícito.
—Niño, un paquete de rubio americano, Winston
a poder ser.
—Sólo tengo nacional, Celta, Ducados, Fortuna
o Diana —le listó en orden de hombría descendente, con voz lenta, torpe.
—Vaya por Dios. Venga, dame el de Fortuna, no
creo que me mate en el tiempo que me queda por esperar aquí.
—Muy bien. —El muchacho fue a por lo suyo con
aquel andar ortopédico que se gastaba y volvió en seguida—. Son diez duros.
—Ponme también un coñac, Carlitos primero a
ser posible.
—Tengo Terry y Soberano.
—Pues anda que estamos bien, chaval. Venga,
ponme el Soberano —dijo con desgana—, que por algo será rey también. Anda que
si no fuera por lo que voy a sacar iba a estar yo aquí —volvió a mirar el
reloj. El camarero se fue y regresó con el coñac, cortito para los estándares—.
No se te va la mano, no —se lo hizo notar—. Venga, qué te debo, que cuanto
antes acabemos mejor. —Pepe primero abrió el paquete y se encendió uno,
siguiendo esa política de hechos consumados que tan bien le resultaba, después sacó
su cartera y de ella asomó su mítico billete de mil duros, grande, morado,
imperial. Le bastó con enseñar su cifra imponente y aquella regia mirada de
Carlos tercero para amedrentar a su interpelado.
—No tengo cambio de eso —se disculpó el
muchacho.
—Pues estamos listos —dijo tras beberse el
coñac de un trago—. ¿Y ahora qué hacemos? Yo no sé cuánto tiempo tendré que
esperar aquí, pero en cuanto venga el del negocio me marcho, que hay mucho
dinero en juego —sus ojos miraron ambiciosos—. Bueno, venga, dime qué tienes en
la cocina y así hacemos gasto hasta que llegue mi socio, y a ver si haces caja
para entonces. —Volvió a la sonrisa y a esconder el billete en la cartera con
un gesto de prestidigitador. Después la cartera se perdió en su bolsillo.
—Voy a preguntar.
Pepe decidió sumergirse más en el ambiente,
pensó en pegar hebra con los de al lado, los futboleros. Al parecer eran
forofos de equipos enfrentados, teóricos futbolísticos y fieles a sus colores
como un soldado del Gran Capitán. Era terreno conocido. No le resultó difícil
enlazar un comentario al tendido de uno de ellos con una réplica simpática,
después una presentación elegante. Ya pisando terreno firme se fue ganando su
sitio rindiéndose a las verdades de uno y de otro, achacando todo antagonismo a
terceros, los árbitros, la prensa, las directivas que no tenían verdadero
corazón de aficionado…
—La cocina se está encendiendo ahora —le
interrumpió el camarero—. Se le puede hacer un montadito de chorizo, jamón o
pringá. También hay tortilla de patata, y las tapas frías —dijo señalando a una
sucia vitrina tras la que amenazaban unas bandejas de aspecto desangelado,
siniestro. Alineadas en precaria formación había una ensaladilla, un salpicón
de mariscos, un aliño de huevas y unos boquerones en vinagre, todos de alguna
época incierta de la historia. Ante tal perspectiva, pensó que necesitaría un
maestresala, y sus dos nuevos amigos bien se podían repartir el privilegio.
—Señores, ¿me dejan que les invite a un
piscolabis? —dijo sabiendo que aquellos dos con pinta de caninos y el pico
calentito no le iban a rechazar la convidada. Y así fue—. Pues nos pones un
platito de cada uno de esos, otro de tortilla, y tres montaditos de jamón.
—Se agradece —dijo con efusividad el más
canino de sus nuevos amigos, confirmando sus sospechas.
Mientras le servían lo pedido pensó que
necesitaba más personajes para su representación, y al otro lado de sus nuevos
amigos futboleros y caninos había un señor apagado de esos que eternizan las
cervezas, como si las hubieran pedido para venerarlas. No le había terminado de
hacer su ofrecimiento cuando la copa había sido aceptada, y el nuevo
contertulio, activado por la magia ancestral de lo gratuito, se sumó a la
conversación como ferviente neutral. Los futboleros se animaron, porque el
piscolabis iba llegando al paso lento y torpe del chaval que les servía, porque
se pidió una nueva ronda y porque, agarrado a esta última de rondón, un nuevo
orador, ferviente defensor de toda tesis que tuviera el beneplácito de Pepe, se
sumó al debate. El de los mil duros se fijó en que aquella ensaladilla medio
licuada no había hecho migas con ninguno de sus invitados, lo que confirmó sus
sospechas, tampoco los acartonados boquerones, pero los aliños, por aquello de
que el vinagre y la sal desinfectan, sí que habían tenido más aceptación y de
eso probó. También luchó por los preciados trozos de tortilla, y en aquella
reunión de caninos tuvo que mostrar colmillo para dejar claro que uno de los
montaditos de jamón era suyo, íntegro.
La cosa se estaba animando y Pepe sabía que a
más ánimo más rápido corría el tiempo en su contra, y pasado cierto lapso ni
sus famosos mil duros serían obstáculo para que aquel camarero sospechoso de
tonto decidiera que era el momento de cobrar todo lo servido y se disipara la
magia. Pero aún escondía el as en la manga de su reunión de negocios, así que,
ya abierta cocina, pidió una ronda de serranitos, y otra de cerveza, y cuando
contaron ya eran ocho serranitos y diez cervezas, dando la impresión de que
toda fiesta que allí se celebrara se iba a apuntar en la cuenta del de los mil
duros. Estaba apelando a la ambición, a aquel axioma grabado en su mente según
el cual a mayor fuera la roncha, más paciencia se tenía con ella.
Tras varias rondas más y un par de paquetes de
tabaco cuyos cigarros desaparecieron antes de ser fumados, Pepe decidió que ya
se estaba asomando al precipicio, se lo avisaba ese instinto que había
entrenado a base de repetir una y otra vez el truco. Sólo esperaba una señal,
una de tantas cuya respuesta tenía ensayada, y la que apareció fue la del taxi
que pasa lentamente, como si su conductor o su pasajero no supieran bien dónde
había que pararse.
—¡Señores, atención! —alzó la voz el de los
mil duros—. Ése de ahí, el del taxi, es mi socio, y quiero que cuando entre
aquí con él se le aplauda, ¿estamos? —Todos los deudores de aquel duelo sin
finado vitorearon la ocurrencia—. Ya luego explico por qué. Niño, pon otra
ronda, y una más para mi compadre, que esté servida en cuanto entremos.
—Ahora mismo —comenzó el muchacho a tirar las
cervezas. Pepe salió de allí en la dirección que había tomado el taxi.
El camarero fue sirviendo las cervezas, una
por cada uno de los presentes, todos invitados de alguna manera, y dos más, una
para el de los mil duros y otra para su compadre, el del negocio en el que
había mucho dinero en juego.
A unas cuantas calles de allí, después de un
rato de carrera y de mirar hacia atrás, Pepe mil duros se paró a tomar un poco
de aire. La mañana había sido fructífera, tenía que estar agradecido. De su
bolsillo sacó la cartera, y de ésta aquel trozo de billete de mil duros que una
vez encontró y que le había servido mucho mejor que si estuviera entero. Le dio
un beso y después volvió a guardar el billete en la cartera, y ésta en el
bolsillo. Llegaba la noche, aún le quedaban alguna comida y unas cuantas copas
que conseguir, y para eso tenía que seguir caminando, alejarse, siempre
alejarse, buscar sitios en los que no conocieran a Pepe mil duros, cada vez más
remotos. En aquello iba pensando cuando, en un parpadeo, su silueta se fundió
con el negro de una noche recién caída y se perdió de vista, como una leyenda.
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