Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

domingo, marzo 03, 2019

María era diferente



Mientras miramos atrás no podemos ver hacia dónde nos dirigimos…



María no tenía a nadie. La suya con su marido había sido una relación sin hijos, sin amistades ni familiares conservados, una relación a dos posesiva, una larga y tediosa disputa sin ganador, otra pareja de perdedores que seguían juntos nada más que por las apariencias y porque no tenían más remedio. Ramón siempre había sido un hombre sin aspiraciones, sin ambiciones en la vida, por eso le resultó fácil perderse en la rutina de su trabajo, dejar que los días pasaran y conformarse con ser sólo un engranaje más de la gran maquinaria, prescindible, sustituible, con fecha de caducidad. Pero María era diferente, y se había dado cuanta tarde. Se dejó llevar por los demás, por la realidad social que la rodeaba. Se echó novio formal a muy temprana edad, se casó, aparcó sus ilusiones para convertirse en ama de casa, madre de unos niños que nunca llegaron. Al final, con un marido que repartía todo su tiempo entre el trabajo, las obligaciones y el sueño, no tuvo más remedio que buscarse un compañero de soledad cuando la lágrima le asaltaba los ojos y no quería vivir más. Al principio sólo le daba unos tragos al vino, lo imprescindible para comprobar que estaba bien antes de echárselo a la comida, lo suficiente como para darse un respiro de mediodía, una alegría al cuerpo. Con el tiempo no faltaba el vino en su casa, aunque no hubiera prevista ninguna comida que lo necesitara.

María no se sentía bien. A veces, en sus cada vez más frecuentes y largos ratos de ebriedad, le parecía soportable su existencia. No es que disfrutara de la vida, pero la dejaba pasar, como su marido, no sentía ese pellizco en las entrañas por lo que pudo ser y no fue. Luego, cuando los vapores etílicos se disipaban y la realidad se mostraba ante sus ojos en toda su miseria, volvía a sentir el pellizco en las entrañas, y entonces no tenía más remedio que volver a tomarse un trago, o unos cuantos, los que hicieran falta. Por eso siempre había vino en su casa.

María encontró otra diversión un día de mercado. Paró junto a un bar, vio colores y escuchó música, y descubrió cómo las manzanas y los bares significaban monedas que caían como del cielo; una señal, supuso. Fue aprendiendo, entre ganancias repentinas y perdidas a la larga, que las máquinas a veces estaban calientes, cargadas, que en muchas ocasiones era sólo cuestión de esperar, y en otras sólo cuestión de tiempo y monedas. Pero cada vez le cuadraban menos las cuentas, y un día de salida a comprar sin nada que llevar a casa se le acercó un hombre que, además de invitarla a la copa que tanto necesitaba, porque estaba nerviosa y sentía el pellizco, también la invitó a unos giros más de las ruedas, a otra posibilidad de que cayeran monedas del cielo acompañadas de música y luces de colores. Aquello tenía un precio, eso lo sabía, pero entre vapores de alcohol y manzanas y bares que giraban y giraban se fue convenciendo de que no era tan alto, de que era sólo una vez y, al fin y al cabo, tampoco significaba nada.

María volvió a ver a aquel hombre, entre copas y giros de ruedas que siempre la devolvían al punto de partida. Luego conoció a otros hombres dispuestos a que las ruedas siguieran girando y que las copas nunca faltaran, que no sintiera el pellizco. Llegó un momento en el que aquellos negocios ya tenían un precio fijado en pesetas, y se dio cuenta de que no tenía sentido seguir con la farsa que compartía con Ramón, que el precio que pagaba por cobrar sólo sirviera para cuadrar las cuentas de un hogar ya roto hacía muchos años. Y lo abandonó.

María seguía estando sola, aunque la ausencia de Ramón hubiera sido sustituida por otras presencias siempre a mano, seguía sintiendo el pellizco de vez en cuando. Entonces, las nuevas presencias que ahora poblaban su vida le enseñaron otras formas de evitar sentirse mal, de ignorar el pellizco, de desterrarlo por completo. Y maría se inició en un camino del que no conocía el destino, pero la travesía no le resultaba desagradable, así que no le importó. Las ruedas dejaron de girar para siempre, le resultaba más práctico gastarse el dinero en felicidad que en ilusión, y aunque a veces le resultara oscura y solitaria, no le fue difícil acostumbrarse a su nueva vida entre algodones.

María volvió a encontrarse con Ramón en una tarde de malestar y urgencias. Al parecer llevaba varios días buscándola. Se acordó de su ausencia el día que conoció a la mujer con la que llenar el vacío que había quedado en su casa, y para oficializar su nueva situación primero debía hacerse oficial que María salía de su vida. Y no le fue difícil convencerla, le bastó con aliviar sus urgencias y malestares del momento para poner fin a su mentira, para separarse por fin de aquella mujer a la que ya no conocía. Y María lo despidió diciendo que no le importaba, pero aquella misma noche, recordando el momento en que su ex marido le había dicho que esperaba ser padre en unos meses, volvió a sentir el pellizco en sus entrañas, mucho más fuerte de lo que nunca lo había sentido.

María no supo el destino del camino que recorría hasta que llegó a él. Su vida se había vuelto muy oscura, llena de urgencias, de malestares, de dolores y humillaciones. Muchas veces no se sentía persona, otras tantas no la trataban como tal. Ya no quería ser diferente, quería ser como los demás, como lo que una vez fue. Pero no podía. Sin ella saberlo, por cosas de su vida, se había apuntado a un grupo selecto de aspirantes a cadáver, se había convertido en una cuenta atrás a punto de llegar al cero. Al final se dejó ir, hasta que un día se encontró mirando fijamente el techo de una sala de terminales, y entonces, perdida en aquel blanco infinito, María sintió cómo el pellizco en sus entrañas se marchaba para siempre.


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