Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

sábado, marzo 30, 2019

Los pecados de Walter Rauser



A veces no sabemos a quién podemos estar haciendo daño, ni que ese daño se puede volver contra nosotros…


Cuatro personas, cuatro historias alrededor de una mesa rectangular, bajo la fría luz de dos lámparas que cuelgan a metro y medio de ellos. En uno de los extremos un hombre bien vestido fuma, tose y resuella, envuelto en la bruma del tabaco.
           
―Es irónico ―se ríe, alzando el pitillo frente a su rostro amarillento y ojeroso―. Justo ahora, cuando ya no me puede hacer más daño, parece como si no quisiera que me lo fumara.
―Quizá si lo dejara usted por un rato… ―apunta la mujer sentada a su derecha, una señora madura, elegantemente recatada.
―¿Dejarlo precisamente ahora? ¿Acaso habla usted en serio? ―el hombre le da una nueva calada a su cigarro, tose y se ríe, todo al mismo tiempo.
―No estamos aquí para esto ―interviene la figura sentada al otro extremo de la mesa. Es un muchacho joven, famélico, con el pelo revuelto y la ropa sucia, que aprieta entre sus manos una gorra tan raída como su camisa. En su mirada febril se adivina un dolor profundo, una herida abierta y sangrante.
―Tiene razón ―dice el hombre que está sentado frente al costado izquierdo de la mesa, de pelo casi blanco, buen físico a pesar de la edad, voz profunda.
―Cierto ―retoma el fumador―, no estamos aquí para esto.
―Yo ni siquiera sé para qué estoy aquí ―dice la mujer, sin demasiada convicción en sus palabras.
―Oh, sí que sabe para qué está aquí, no diga tonterías ―le increpa el fumador sarcásticamente―. Usted está aquí por él, igual que los demás. ―Ella calla y baja la mirada.
―Déjela tranquila ―interviene el hombre de pelo cano.
―Claro, cómo no ―sigue el otro―. A sus órdenes ―se ríe sin ganas.

Por un instante nadie habla. Apenas si se escucha la asmática tos del fumador mientras el humo de su cigarro va expandiéndose por la habitación, lentamente, sin prisas, sin pausas.

―¿Están seguros de lo que vamos a hacer? ―rompe el silencio el hombre del pelo cano.
―Por supuesto. ¿Qué insinúa? ―le responde el fumador.
―Ella no parece tenerlo tan claro ―señala a la mujer con la mirada.
―Los demás sí ―sentencian desde el fondo.
―Exacto ―apoya el fumador―. Y ella también, por mucho que diga.
―¡Deje de pensar por mí, haga el favor! ―le espeta la mujer, alzando la vista para mirarlo directamente a los ojos. El fumador calla, sin perder la sonrisa.
―Si no está segura puede dejarlo ahora ―dice el hombre de pelo cano―. No está obligada a nada.
―No, está bien. Tengo que estar allí. Me lo debo a mí misma.
―De acuerdo.
―¿Piensan seguir con esto por mucho tiempo? ―interviene el joven―. Ya estoy harto. He venido aquí para hacer algo. Y lo haré, con o sin ustedes.
―Lo haremos, no se preocupe ―vuelve a mediar el hombre sentado a la izquierda―. Pero antes deberemos concretar el cuándo y el cómo; al menos eso.
―Eso se lo puedo decir yo ―salta el fumador, con su sonrisa impertinente―: de la manera más dolorosa posible, y cuanto antes.
―Creo que no deberíamos precipitarnos con esto.
―¿Precipitarnos? ―finge indignarse―. Yo ya llevo mucho esperando, y mi tiempo se acaba, ¿comprende? Es algo sencillo, y cuanto antes lo hagamos mejor.
―¿Ha matado usted alguna vez? ―lo desafía con la mirada―. No es tan fácil, créame.
―Le aseguro que esta vez lo será ―le devuelve el gesto.
―Yo sí he matado ―interviene el joven, el pensamiento perdido en algún lugar de su memoria―, pero en esta ocasión pienso disfrutar de ello ―les dirige una torva mirada.
―¿Ve? Tenemos voluntad y motivación. ¿Qué más quiere? ―dice con su amplia sonrisa, difuminada por la bruma del tabaco. El otro le responde con un gesto de desprecio―. Quizá sea usted el que no lo tenga suficientemente claro ―continúa.
―¡Pero cómo se atreve! ―se levanta de un salto, los puños crispados.
―Tranquilícese, no gaste su agresividad conmigo, resérvela para él ―prosigue el fumador sin perder la calma en ningún momento, dándole al otro tiempo para serenarse y sentarse―. ¿Aún no se ha dado cuenta de que esto no es una de sus operaciones militares, coronel? Esto es una venganza, ni más ni menos.
―Tiene que ser esta tarde ―dice el joven como para sí.
―¿Qué?
―Que tiene que ser esta misma tarde ―alza la voz.
―Eso me parece estupendo. Sí, esta misma tarde. Estará sólo, desprevenido… Será perfecto ―concluye exultante.
―Lo que me gustaría saber ―comienza el coronel― es por qué nos hizo esto. Nunca he entendido la venganza ciega, y no querría que todo se redujera a eso.
―Vamos, vamos, déjese de detalles absurdos y de tratar de buscar explicaciones para lo que ni las tiene ni las necesita. Es mucho más sencillo: todo el mundo se aprovecha de todo el mundo, es ley natural. El problema es que ese bastardo eligió mal a quién jugársela, y lo va a pagar. No nos hacen falta más razones.
―No todos somos como usted… o como él ―interviene la mujer de manera desabrida.
―Claro, no todos somos tan rectos y puros como usted, señorita Robinson ―se mofa el fumador―. Algunos no tenemos más alternativa que plantarle cara a esta perra vida, sin mirar para otro lado cuando el panorama no es agradable, actuando. Pero ya ve, al final todos hemos acabado subidos al mismo barco. ¿No le gusta el resto del pasaje? ¿No está a su altura? ―Ella aparta la vista con desprecio―. Insisto ―se dirige de nuevo al coronel―, no me hace falta comprender por qué lo hizo, porque eso no me va a solucionar nada. Yo lo tenía todo, ¿sabe? Dinero, posición, familia… O eso me hizo creer él, porque cuando la maldita enfermedad me hizo mirar atrás ya no quedaba nada de aquello. Años de mentiras, de pensar que todo lo tenía bajo control cuando en realidad se estaba yendo por la jodida taza del váter. ¿Cree que lo que necesito son respuestas? No, lo que necesito es venganza.
―Yo sí necesito respuestas.
―¿Desde cuándo? ¿Dónde dejó su férrea y ciega disciplina militar?
―Cállese, ¿me oye? ¡Cállese! Usted no sabe nada. Me he pasado años obedeciendo, sin preguntar jamás, creyendo que en el fondo todo lo que hacía tenía una causa justificada, aunque yo no fuera capaz de vislumbrarla. Hasta que al final me di cuenta de que no era así. Y no pienso volver a cometer ese error.
―Yo tampoco necesito saber nada más ―murmura el joven―. Nos arruinó, destruyó a mi familia. No necesito saber más que eso.
―Él no tuvo la culpa de aquella situación. La sufrió todo el país ―trata de argumentar el coronel.
―¡Ya sé que no tuvo la culpa de la Gran Depresión, no soy estúpido! Pero sí fue él quien dejó que nos hundiéramos en la miseria, que mis padres se alcoholizaran, que mi hermana terminara haciendo la calle. Y todo por su propio provecho. Lo único que me queda en esta vida, lo único por lo que merece la pena seguir viviéndola, es devolverle la moneda.
―¿Y usted? ―se dirige a la mujer―. ¿Usted tampoco necesita respuestas?
―Él… ―comienza la mujer, sin apartar la vista de la mesa―. Él me quitó a mi hijo ―rompe en un mudo llanto, muy para sí, con la barbilla pegada al pecho―. Después de la… ―se seca la mejilla con el dorso de la mano―. Después de aquello, mis padres me presionaron para que abortara ―por un momento calla, tratando de serenarse―. Yo siempre quise tenerlo, ¿sabe? Pero no me dejaron. Creo que desde entonces no ha habido un solo segundo en mi vida en el que no me haya sentido sola. Después supe de él, de que había tenido la culpa de todo, y de lo que ustedes pensaban hacer.
―¿Y no le interesa saber el porqué, buscar un sentido a todo por lo que ha pasado?
―Yo… Creo que hace ya mucho tiempo que mi vida perdió su sentido. No sé…
―¿Está segura? ¿Está segura de que esto le servirá de algo?
―Parece que ahora es usted quien la presiona, coronel ―se levanta el fumador, pesadamente. Acto seguido enciende un nuevo cigarro y le da una profunda calada―. ¿Cuántas veces tendré que repetir que no hace falta buscarle un sentido a lo que no lo necesita y quizá ni lo tenga, como todo en esta vida de mierda? ―se pasea sin mirar a nadie―. Lo que pasó, pasó. Ya es inalterable, y duele, vaya si duele. Ahora lo único que nos queda hacer es cruzarnos de brazos, o actuar. Sin pensarlo, sin buscar motivos, de una maldita vez. ¿No está de acuerdo? ¿Es posible que algunos de los que estamos aquí pueda no estar de acuerdo con eso? En esto nadie nos ha engañado ni nos ha forzado, estamos aquí porque todos sentimos que es lo que tenemos que hacer, lo único que al menos en parte puede mitigar nuestro dolor. Si ahora lo dejáramos sabe qué es lo que pasaría, ¿lo sabe? Pues que el bastardo que salió ganando cuando nosotros perdimos quede impune. Simplemente eso.
―Quizá tenga razón.
―Claro que tengo razón. Y todos lo sabemos. Ahora ha llegado el momento de actuar.
―Adelante ―acepta el coronel.
―Entonces todos de acuerdo ―vuelve a sentarse, con su sonrisa perenne y un nuevo cigarrillo ocupando el puesto de la colilla que acaba de pisar―. Así me gusta. Y si no hay más objeciones ―mira al coronel―, creo que sólo queda ultimar el plan, ¿verdad? Todos conocemos dónde vive, y también sabemos que pasa todas las tardes sólo, ejercitando el noble arte de arruinarle la vida a los demás, así que por esa parte todo será sencillo. ¿Hasta ahí de acuerdo? ―el joven asiente enérgicamente.
―Cuanto antes.   
―Entraremos, haremos lo que tenemos que hacer, y después nos iremos. No creo que haya mayor problema.
―Yo me encargo de hacerlo ―dice el coronel.
―Ni lo piense ―le corta el joven desde su extremo de la mesa.
―Yo tengo más experiencia en estas cosas que tú, hijo.
―Escúcheme, me da igual su experiencia. Y no me llame hijo. Ustedes pueden ayudarme si quieren, pero ese tipo es mío, ¿entendido?
―Tranquilos, tranquilos los dos ―interviene el fumador―. Estamos juntos en esto y lo haremos todos juntos. Que cada uno actúe como crea más conveniente. Lo único que importa es hacerlo, estar allí. ¿De acuerdo?
―Muy bien ―asiente el coronel; el joven calla.
―Sí, está todo decidido, y creo que lo mejor sería que aprovecháramos el momento para hacerlo de una vez y acabar por fin con todo. Vayamos esta misma tarde. Tengo el coche aparcado en la puerta. Salgamos, subamos a él y saldemos nuestras cuentas por fin.

Todos asienten en silencio, cada uno perdido en su propio pasado, en su propia tragedia. El joven es el primero en levantarse y abandonar la sala, seguido por el coronel, y la mujer, y el fumador, que deja una estela de humo flotando tras de sí. La puerta se cierra, las luces se apagan.


Al día siguiente, en un diario local:

FAMOSO ESCRITOR ENCONTRADO MUERTO EN EXTRAÑAS CIRCUNSTANCIAS

En la noche de ayer fue encontrado en su casa, sita en las afueras de nuestra localidad, el cadáver del famoso escritor Walter Rauser. Aunque apenas nada se ha desvelado de la investigación policial iniciada tras el hallazgo, fuentes cercanas a la misma han informado a esta redacción de las extrañas circunstancias que rodean el caso, las cuales descartan totalmente tanto la muerte natural como el suicidio.

Walter Rauser (Londres, 1956), autor ampliamente consagrado y asiduo de las listas de bestsellers durante los últimos veinticinco años, residía en nuestra localidad desde hace cuatro, a raíz de su tercer divorcio. Licenciado en Historia y Literatura Inglesa por la Universidad de Oxford, inició su carrera como escritor mientras impartía clases de Literatura Contemporánea en la misma facultad de su licenciatura. Tras el éxito de sus dos primeras novelas decidió dedicarse íntegramente a su labor literaria, la cual le llevó a ganar por dos veces el “Booker Prize” (el premio más prestigioso de las letras inglesas) y otros tantos galardones.

Entre sus obras más importantes destacan Fragmentos del paraíso, novela que le valió su primer “Booker Prize” en 1983 y que narra la historia de un alto ejecutivo diagnosticado de cáncer en fase terminal, a raíz de lo cual descubre el estado de degradación de su familia. Los arcenes de la vida, “Prix du Meilleur Livre Etranger 1991”, obra en la que una solitaria mujer madura, de clase acomodada, reflexiona sobre lo que pudo ser de su vida de haber seguido adelante con el embarazo causado por una violación que sufrió en su juventud. En tinieblas, “Premio Whitbread de Novela 1994”, crudo retrato de época que sigue la historia de una familia de clase baja durante la depresión del 29 en Estados Unidos. Y Tras las medallas, “Booker Prize 1999”, la ficticia biografía de un coronel de las fuerzas especiales retirado tras la primera contienda del golfo que, en claro tono de denuncia antimilitarista, narra su ascenso en el escalafón castrense.

En espera de nueva información que confirme o desmienta lo anteriormente señalado, sólo nos queda lamentarnos por tan insigne pérdida.


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