Cuento metaliterario. ¿Qué sabes de los dramatis personae, esos entes que dan vida a las historias que tanto te hacen disfrutar? Este es el relato de una de esas existencias... |
Hay personas tan
afectas a la razón y atadas a la realidad que creen que nosotros, los dramatis personae, los arquetipos que
damos sustancia a las historias con nuestro paso por ellas, somos simplemente
eso, fantasías, elucubraciones sin un sustrato físico, quimeras. Otros, sin
embargo, dotados de una imaginación más fértil y capaces de soñar despiertos,
piensan que somos entidades vivas, aunque irreales, que pasamos nuestra
existencia saltando de historia en historia, viviendo multitud de vidas y
renaciendo en nosotros mismos a cada relato que protagonizamos; inmortales
ajenos a las penurias del ser, a sus miedos y su problemática. Ni unos ni otros
conocen la verdad y, aunque sea cierto que nuestra esencia es fantástica y no
física, aunque pasemos nuestras vidas saltando de historia en historia y
renaciendo con ello, aun así no dejamos de ser entes vivos que, como tales,
tenemos que luchar por nuestra existencia. Estamos tan atados a los caprichos
del destino como cualquier otro, y siempre temiendo la llegada del silencio,
ese que nos puede relegar al olvido y por ende a la muerte. No, no somos
inmortales; al menos la mayoría no lo es, si bien existen casos señeros en los
que se alcanza ese estado. No todos podemos ser un Quijote, un Raskolnikov, un
Billy Pilgrim o un Henry Wotton que, a fuerza de ser evocados una y otra vez,
se eternizan en la memoria de las personas a lo largo de los siglos, alcanzando
así la inmortalidad. La realidad suele ser otra muy distinta, una realidad dura
y secreta que, aquí y ahora, me veo en la necesidad de desvelar, no en busca de
piedad o lástima, sino simplemente de comprensión.
De la multitud
de casos que de primera mano conozco, es el de Wilbur Trimbek el que, por
circunstancias, más me afecta personalmente. Yo conocí a Wilbur a finales de
los setenta. Ambos comenzamos nuestra carrera en una obra titulada “El pueblo
del terror”, un texto primerizo escrito por un adolescente de Milwakee que,
entre su escasez de talento, su bisoñez y su obsesión por detallar
circunstancias escabrosas, apenas se había preocupado de perfilar a los seis
personajes que comenzamos nuestra carrera con él. Wilbur, si mi memoria no me
engaña, se limitaba a ser por aquella época un arquetipo de adolescente
intrépido y descerebrado con cierta tendencia al histrionismo que, como buen alter ego de escritor en plena vorágine
hormonal, poseía un sex appeal y un talento amatorio a la altura de los más
grandes donjuanes de la historia. Buenos tiempos, como él siempre recordaría.
Tras ese texto,
y un conato de historia frustrada por la cruda realidad de la crítica sincera,
Wilbur se trasladó a la imaginación de un aficionado a la literatura de
Chicago. El cambio, en principio al menos, pareció ser una buena oportunidad.
Se trataba de un proyecto más serio, la obra de una persona ya madura, con buenas
ideas y no exenta de talento: “Gritar al alba”, un relato social, un canto a la
rebeldía. Y Wilbur no defraudó en aquella ocasión, conteniendo su histrionismo,
adquiriendo un conflicto interno que le daba más profundidad, olvidándose de
locuras y maratones sexuales. El relato fue publicado en una revista para
aficionados, y la acogida entre los lectores fue buena, coincidiendo muchos de
ellos en lo logrado del personaje. Su primer éxito, a poco de comenzada su
carrera. Recuerdo al Wilbur de aquellos días, exultante, cargado de proyectos e
ilusiones, más vivo que nunca. Y reconozco que le tuve envidia, la envidia sana
del que ve a sus coetáneos triunfar prematuramente.
A lo largo de
sucesivos relatos, “Tras las paredes”, “Un barrio tranquilo”, “Yunque y
martillo”, autor y arquetipo fueron afinando su técnica, cosechando un cierto
reconocimiento, preparándose para lo que sería el salto a mayores proyectos. La
inevitable novela comenzó a redactarse a principios de mil novecientos ochenta
y tres, se llamaba “Entre la bruma”, y versaba sobre el oscuro mundo de la
adicción. En la obra no faltaron muchos de los errores que trae consigo la
inexperiencia, pero esto mismo le daba también un cierto matiz de cándida
sinceridad que la hacía diferente. Fue un trabajo duro y complicado; duro
porque en el transcurso de la misma y por exigencias de la trama sufrió una
espantosa adicción, penurias carcelarias, torturas por parte de unos mafiosos y
todo tipo de tribulaciones; y complicado por el desafío artístico de darle un
fondo atrayente a aquel personaje de la calle sin ningún tipo de particularidad
o atractivo especial.
Pero
desgraciadamente, apenas quedando ya un par de capítulos para concluir la
redacción del texto, el autor sufrió una crisis familiar y existencial que le
impulsó a abandonar la escritura y, en un arrebato de furia autodestructiva,
quemar el manuscrito inédito de su novela en ciernes.
No es fácil para
alguien que no pertenezca a nuestro gremio saber lo que aquella pérdida supuso
para Wilbur. Nosotros no trabajamos para vivir, ni vivimos para trabajar, en
nuestro caso trabajo y vida son la misma cosa, existimos mientras damos vida a
nuestros personajes, y más allá sólo está el silencio, nuestra muerte. Por eso
no es de extrañar que el Wilbur posterior a aquella tragedia ya no fuera el
mismo, y que en aquel punto su carrera entrara en una espiral descendente de la
que jamás saldría del todo. Hastiado, descorazonado y roto, perdida su
identidad y al borde mismo de caer en las garras del silencio, Wilbur estuvo un
tiempo olvidado antes de regresar, sin ilusión ni fuerza, a la escena
literaria. Apareció, como secundario o simple figurante, en algún relato
erótico de un joven de Baltimore: “El desatascador”, “Menuda es la vecinita” o
“Juegos nocturnos”, textos que jamás pasaron de ser meros divertimentos,
ejercicios de estilo sin mayores perspectivas y que para Wilbur supusieron poco
más que una vuelta a sus orígenes, un intento de comenzar de nuevo.
Después de aquel
periodo oscuro aún hubo algunos repuntes de esperanza en la carrera de mi
amigo, apariciones no exentas de calidad en un par de relatos de ciencia
ficción de un joven madrileño que, pese a devolver a Wilbur al olimpo de la
letra impresa, tampoco terminaron de cuajar en una obra seria y con verdaderas
perspectivas. El Wilbur de “Cita en Orión” y “Ocaso de una estrella” era un
personaje crepuscular, con más oficio del que jamás había tenido, pero
totalmente exento de la ilusión y el ansia de triunfar que dan a los arquetipos
verdadera entidad e impulsan su carrera.
Pasados los
años, habiendo yo sido ya protagonista de una novela editada y participado en otro
par de libros, mi reencuentro con Wilbur se produjo en la obra “Los senderos de
la magia”, un texto típico de fantasía épica pero con suficiente empaque y
personalidad como para trascender dentro del mundillo del fandom. Yo en aquel
momento no podía saberlo, pero con la perspectiva que da el tiempo puedo
comprender ahora que aquello fue el canto de cisne de la carrera de Wilbur,
antes de perderse ya de manera definitiva en las brumas del silencio. Pasamos
buenos momentos mientras interpretamos aquella obra, momentos de complicidad
preñados de recuerdos de lo que fue nuestro inicio conjunto y las divergentes
trayectorias que lo siguieron. Ambos lo dimos todo en aquel texto, y dejando a
un lado la falsa modestia creo poder afirmar que el resultado fue más que
satisfactorio. También es cierto que ya en aquel momento me supo mal, aun
siendo yo el protagonista del relato y Wilbur sólo mi acompañante, que la
crítica favorable se centrara en mi interpretación dejando de lado el trabajo
esforzado y de calidad de mi amigo. Pero él nunca le dio importancia a eso,
aceptando las circunstancias y compartiendo la alegría por el éxito que a mí se
me brindaba.
Después aún
existió una posibilidad de compartir otro relato del mismo autor, pero una
funesta conjunción de compromisos y falta de tiempo para satisfacerlos dio al traste
con aquel proyecto. Así fue como nuestras carreras se separaron una vez más.
Por fin, la
noticia de la desaparición de Wilbur del imaginario popular me llegó estando yo
embarcado en un nuevo proyecto de fantasía épica, que a la postre dio buenos
resultados. Me lo dijo un compañero que actuó conmigo en esa misma obra.
Aquello representó una pérdida sin duda inestimable, especialmente para mí y
para otros tantos que conocimos y compartimos bellos momentos con el viejo
Wilbur, para los que participamos al menos de algunos pasajes de su historia y,
sobre todo, para los que nos podemos sentir orgullosos de haber sido alguna vez
amigos suyos.
Fue por eso que
vi conveniente compartir con ustedes este relato, hacer lo que un amigo debe
hacer y recabar su inestimable ayuda para darle una segunda oportunidad a
alguien que fue víctima de las circunstancias, un peón del destino que jamás se
quejó de los amargos giros que la vida le reservaba.
Les agradezco su
colaboración… y pueden estar seguros de que Wilbur también.
2 comentarios:
Me ha gustado mucho.
Bastante borgiano, por cierto.
Borgiano, eso suena bien, jejeje. En fin, esto fue para un TDL y no quedó mal a pesar de que muchos no vieron los temas que se pedían.
Gracias por pasarte, socio.
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