Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

jueves, junio 27, 2019

Juan Astral - Habitación 127 2/2



Segunda y última entrega de la epopeya existencial de este pícaro moderno…







—Vamos, yo es que te veo rondando la residencia en la que está mi señora madre y te meto así… —Paco hace el gesto de dar un revés con la derecha.
—Ya les he dicho que eso sucedió hace mucho tiempo, ahora me dedico a otra cosa, tengo un oficio honrado.
—¿Honrado? Te dedicas a engañar a la gente por teléfono para sacarles los cuartos con el rollo del Tarot, que te he visto —salta Javi—. Sobre todo viejas, que son las que más llaman. Cómo se nota que la cabra tira al monte, Juan, cómo se nota…
—Pues que sepas que por esto se te va a caer el pelo —le señala Paco—, porque esto viene de arriba —señala también al techo—. Alguien ha movido hilos para que todo esto se acelere. —Doña María Leonor, lo tiene claro.
—¿Puedo aunque sea ver a mi abogado?
—Tranquilo que ya lo verás, no tengas tanta prisa. —Javi imita el gesto enfadado de su compañero.

Alguien entra en la sala de interrogatorios de improviso, otro agente. Cierra la puerta a su espalda y se acerca a Paco para decirle algo al oído.

—¿Cómo? —Al parecer no le ha hecho gracia lo que le acaban de decir—. Así no se puede trabajar, Julio, ¡así no se puede!
—¿Y yo qué quieres que te diga?
—Vámonos de aquí, Javi. —Paco tira el informe sobre la mesa y se levanta.
—Pero ¿qué pasa?
—Que han retirado la denuncia, eso pasa. Aquí no pintamos ya nada.
—Vaya tela. Ya te vale, Julio, ya te vale…
—Otro. ¿Pero yo qué leches tengo que ver en que le hayan retirado la denuncia?

Los otros se marchan sin contestar, con el gesto contrariado. Paco le lanza una última mirada asesina, Javi trata de imitarlo con escaso éxito. El tal Julio espera a que sus compañeros cierren la puerta para sentarse frente a él, sin quitarle la vista de encima.

—Bueno, pues ya lo sabe —se arranca—. La denuncia ha sido retirada, puede marcharse cuando quiera. Pero antes me han dicho que le entregue esta nota y que le conviene leerla. —Le pasa un sobre negro, perfumado con un aroma que recuerda, y con un membrete dorado en relieve: H.A.T. Juan lo coge, lo mira, entiende.
—Gracias. He de volver al plató. ¿Mi móvil?
—Sus pertenencias están en Ingresos, venga conmigo.

Mientras acompaña al policía, su mente vuelve a esa etapa de su pasado que hasta ahora creía cerrada.




Allí se encontraba él, desnudo junto a Doña María Leonor, delante de aquel gran espejo de cuerpo completo. Ella presionó algo oculto en el estampado del papel de la pared, sonó un chasquido, luego un largo crujido mientras el espejo cedía descubriendo un pasillo tras él.

—Por aquí no pasa mucho la limpiadora, ¿no, Mari? —dijo mirando una telaraña esquinera.
—Por razones obvias, no. Pero no te preocupes, que la sala de ceremonias sí está limpia y perfectamente acondicionada. Ven.

Doña María Leonor encendió la luz, cerró la entrada secreta, y le tomó de la mano para que la siguiera. La señora sólo llevaba algunas joyas encima y la venda en una mano. Él no llevaba nada, había querido quedarse con los calcetines para ocultar las incipientes garras de halcón que se había olvidado recortar, puso de excusa que se le enfriaban mucho los pies. Ella le obligó a quitárselos porque le resultaba poco elegante, decía que así tenía menos morbo. Llegaron al final de pasillo, a una puerta acolchada en cuero negro y con unas siglas bordadas en hilo dorado: HAT.

—¿Estás listo?
—Eso creo. —Tragó saliva.
—Tranquilo, siempre hay más mujeres que hombres, no creo que la tomen contigo.
—Esperemos…

Le puso la venda, se hizo la oscuridad. Escuchó cómo se abría la puerta delante de él, pasó y luego escuchó cómo se cerraba a su espalda. Conforme avanzaba, un ruido de multitud fue creciendo en sus oídos, luego fue notando el roce de otros cuerpos, rozó pechos femeninos, culos de todos los tamaños y otras cosas que le amedrentaron. Por fin se detuvieron.

—Yo tengo que presidir la ceremonia, aquí te dejo por el momento. No te preocupes y déjate llevar.
—A ver dónde me llevan, Mari…
—¿Ya estamos todos? —se elevó una voz grave.
—¡Un segundo! —dijo Doña María Leonor, le dio un  beso en los labios y se apartó.
—Hermanas, hermanos —continuó la voz grave—, aquí estamos una vez más para celebrar nuestra fiesta de la vejez voluptuosa, de la senectud ardiente, del sexo sin edad ni límites. Hoy la Hermandad de la Arruga Trémula vuelve a reunir a sus miembros y a este maravilloso grupo de iniciados para esta ceremonia de la lujuria y la pasión. Gocemos, hermanos, gocemos por nosotros y por esos otros muchos que, llegados a cierta edad, se olvidan del sexo, ciegos que no comprenden que es el mayor regalo que nos dio el creador.
—Amén —corearon muchas voces.
—Hoy demostraremos una vez más que el tiempo, al igual que pasa con el vino, madura el deseo hasta convertirlo en un caldo complejo, lleno de matices. Es la noche del pecado, pequemos todos. Y a vosotros, queridos iniciados que habéis accedido a estar aquí hoy para servirnos en nuestras pasiones, sólo deciros que os entreguéis. Si cumplís con vuestra parte, la Hermandad de la Arruga Trémula os hará dueños de vuestro futuro, no lo dudéis. Comencemos.
—Amén —volvieron a corear las voces, y luego se inició el movimiento.

A tientas, trató de arrimarse a lo más mullido que palpaba, siempre atento, girándose de vez en cuando para distraer el tiro de los que pudieran estar apuntando. Los primeros roces fueron tersos, luego fue notando otros roces más mustios. Creyó distinguir una cintura abotargada y un pecho caído hasta las simas del ombligo. Tenía que actuar, la agarró, fue a besarla… pero unas manos rudas lo apartaron. Una voz masculina le sopló el oído, y él sintió un escalofrío recorriéndole la espalda hasta la nuca, luego fue una mano la que hizo el camino inverso hasta terminar bien asida a su culo. El que fuera venía decidido y animado, y él trató de pensar en el premio que le habían prometido mientras pasaba el trago más amargo de su vida. Cuando terminó el castigo volvió a buscar lo mullido, pero cuando lo encontró y fue aceptado no terminó de animarse por lo recién pasado. En esas estaba cuando volvió a sentir un contacto dominante, alguien quería insistir con aquello que tan poco le había gustado. Esta vez no se pudo callar.

—Repetir ya es pasarse, hombre —protestó.
—¿Cómo que repetir? —la voz era diferente, protesta denegada.
—Vaya por Dios —murmuró entre dientes.

Ya había pasado los dos peores momentos de su vida, y aún quedaba noche por delante. Sentía una mezcla de humillación, temor e incertidumbre que le costaba soportar. Por lo que le había dicho Doña María Leonor y por lo que él mismo había palpado, estaba seguro de que la proporción entre mujeres y hombres en aquella orgía era muy favorable a las primeras, por eso no se explicaba por qué ya había recibido varias visitas indeseadas.

—A ver, un poco de orden, por favor —volvió a protestar.
—¿Orden? —preguntó una voz anónima.
—¡Ostias, que aquí hay muchas mujeres como para que ya me hayan dado dos veces a mí! Vamos a repartir la cosa, ¿no? —Una risa conocida se elevó sobre las demás, una risa que le sonaba de algo, pero no sabía de qué exactamente. Días después, viendo a cierto humorista en un programa de televisión, reconoció la voz, y no le gustó nada cuando contó un nuevo chiste suyo sobre un tipo que pedía orden en una orgía.

Al final, nunca supo si por la protesta o porque ya se habían cansado de él, no tuvo que apuntar un tercer peor momento de su vida en una misma noche. Siguió con el temor, por supuesto, pero ese temor no llegó a concretarse. La velada concluyó, Doña María Leonor lo sacó de allí de vuelta a la habitación, le dio su ropa, un beso de despedida, y lo emplazó dos días después en una notaría. Él se fue a su casa, a dormir para olvidar el trago pasado y no volver a despertarse hasta hacerlo en ese nuevo futuro que le habían prometido.




Juan respira hondo, sentado frente al espejo del camerino. “Show must go on, que decían los Queen”, piensa. Relee una vez más la nota: “Perdón por la demostración de fuerza, tigre, pero necesitaba hacerte saber lo importante que es esto. Ha pasado mucho tiempo, y me consta que las cosas te han ido muy bien. Te lo dije, siempre tuviste el potencial, sólo necesitabas una ayuda inicial. Por eso ahora vuelvo a reclamarte como en aquella ocasión. Mañana es jueves, y ya sabes qué va a pasar en cierto lugar que conoces. Tienes que venir, La Hermandad te reclama, yo te reclamo. Ya conoces la dirección, ven con tiempo, a media tarde. No faltes. Tu Mari.”

—¿Juan? —le interrumpe el director—. ¿Estás listo? —Le pone la mano en el hombro—. ¿Estás bien? —Juan lo mira con cara de circunstancias, con el espejo como mediador.
—Sí, Pablo, no te preocupes.
—No tienes por qué hacerlo si no quieres, creo que podemos mantener el tipo esta noche con Cirilo y Azalea la zíngara.
—No, tengo que hacerlo. —Frunce el ceño, pone morritos, el espejo le devuelve la imagen que busca—. Mañana es cuando no podré venir, ¿vale?
—Sí, lo que tú quieras. Como si necesitas una semana de descanso.
—No, sólo mañana. —Se sigue mirando al espejo, pero ahora lo que ve es la fachada del Hotel Caronte.

Ya sentado en el escenario, con la maquilladora dándole los últimos retoques, recuerda quién es, qué es, y respira hondo. Carraspea, sonido listo, luces listas, el regidor eleva su mano para marcar los últimos segundos de la publicidad.

—Tres… dos… uno… ¡Dentro! —Le señala.
—Buenas noches de nuevo, queridas, queridos… —Frunce el ceño, alza la ceja—. ¿Creíais que os iba a dejar así? Ni mucho menos. —Señala a la cámara, guiña un ojo—. Porque os quiero, porque necesito traeros la felicidad, es… como una droga para mí. —Agita las manos a la altura del pecho—. Después de este pequeño malentendido aquí vuelve vuestro Juan Astral, con más amor que nunca, con más magia que nunca. Ya siento el susurro de los astros. —Se frota las manos—. Vamos con esa primera llamada. ¿Hola?
—Hola. ¿Juan? —suena una voz de señora madura.
—Sí, Juan Astral, tu Juan. Bienvenida a la noche del Tarot y el futuro, tu futuro. —Va barajando las cartas—. ¿Cómo estás, preciosa?
—No muy bien, Juan.
—¿No muy bien? Eso no me gusta, cariño. —Va colocando naipes sobre la mesa—. ¿Cómo te llamas, dulzura?
—Eulogia.
—… Eulogia, singular nombre, sin duda, pero también bonito, a su manera. Eulogia, estas cartas me están hablando, y creo que te traen buenas noticias. Pero primero dime, bonita, qué te inquieta, qué te turba. —Entorna los ojos, pone morritos y se acaricia el cabello—. Cuéntame, cariño…
—Ay, Juan, yo es que… estoy muy sola.
—Vaya por Dios. —Pone cara de circunstancias.
—Desde que murió mi Pepe, pobrecito, que en paz descanse, estoy muy sola, Juan…
—Shhh, tranquila, Eulogia —la calla—, ve olvidándote de esa pena que ya te he dicho que estas cartas me están hablando y te traen buenas noticias.
—Dios te oiga, Juan. Es que la soledad es muy dura, Juan, muy dura. Y además, que una también tiene… sus necesidades…
—Claro que sí, amor. —Sonríe con picardía—. Todo el mundo las tiene, y no hay nada malo en ello, te lo aseguro.
—Eso digo yo.
—Ya estoy viendo aquí algo de eso, mira. —Enseña una carta a la cámara—. Los enamorados. Dime, seguro que hay alguien que te hace tilín…
—Sí, sí que lo hay —le interrumpe la señora.
—¿Ves cómo yo lo sabía? —Entorna los ojos, pone morritos—. Si es que está todo aquí escrito, en estas cartas que tengo sobre la mesa. Tu problema, Eulogia, y te lo voy a decir ya, es que no os decidís, ninguno de los dos. ¿Ves? —Enseña otra carta—. El loco. Está loco por ti, igual que tú por él. ¿Me equivoco?
—Bueno, yo sí que me siento atraída por él, pero no sé…
—Nada, nada —le corta—. Tú no tienes que saber nada, que ya te lo digo yo, está todo aquí. El problema es una cuestión de timidez, que no se atreve, lo dicen bien clarito estas cartas. —Señala la mesa con ambas manos—. Lo que tienes que hacer es lanzarte tú, ya que él no se atreve. Verás cómo no te rechaza.
—Pero, Juan…
—Eulogia —vuelve a interrumpirla, con tono imperativo—. Ya te he dicho que está todo aquí escrito. Las cartas han hablado y yo te he transmitido su mensaje.
—Juan, es que es el párroco del pueblo…
—El párroco… —Un momento de desconcierto, en seguida se recompone—. ¿Que es el cura? Bueno, no pasa nada. ¿Te acuerdas de “El pájaro espino”?
—Sí, claro.
—Pues eso mismo. Ya sabes qué tienes que hacer —dice mientras señala al técnico para que corte la llamada—. Suerte, bonita. Y ahora vamos con la siguiente llamada —se acaricia el pelo, se frota las manos—, que estas cartas están calentitas, que quieren traer el amor y la esperanza a vuestras vidas. Siguiente llamada, ¿hola?




Allí está de nuevo, frente a la fachada del Hotel Caronte. El entorno ha cambiado, pero el hotel sigue igual, como congelado en el tiempo. Se acerca al escaparate en el que se miró hace ya tantos años. El cristal sigue ahí, pero lo que hay detrás es ahora un sex shop. Entre dildos y cintas pornográficas contempla su reflejo. Ya no es Juan el Tigre, ahora es Juan Astral, y aunque el primero no fuera más que un chulo de viejas y el segundo sea el primus inter pares de la futurología televisiva nacional, las comparaciones entre lo que se fue y lo que se es siempre son odiosas, sobre todo cuando ha pasado tanto tiempo.

—¡Viejo verde! —interrumpen su discurrir unos chavales que pasan, acentuando su pesar por la juventud perdida. Se marchan riendo.

Doña María Leonor nunca le habló de una tercera prueba… o de una cuarta, se teme. Se le olvidaría a la señora. Pero da igual, todo lo que le dijo se cumplió. Ahora es Juan Astral, un maestro, el rey de un negocio millonario, y no piensa dejarlo escapar cueste lo que cueste. Esta vez, antes de acceder al hotel, no se da una palmada en el culo, se teme que más entrada la noche alguien se la dará, y que no será amistosa. Cruza en umbral con decisión aunque sin mucho entusiasmo. En esta ocasión es él el que sorprende al distraído recepcionista.

—Buenas tardes —saluda con una media sonrisa en la cara.
—Buenas tardes —responde el tuerto, cuyo ojo sano parece querer adivinar por qué le suena su cara. El hombre tampoco ha cambiado, parece formar parte íntegra del lugar, de su atemporalidad.
—Vengo a visitar a una amiga.
—¿Habitación?
—Ciento veintisiete.
—¿Doña María Leonor es su amiga?
—Sí, es mi amiga —dice con autoridad, y sonríe—, íntima y desde hace mucho tiempo, aunque parece que usted no se acuerda.
—Son tantos los que han preguntado por esa habitación… —se disculpa.
—No pasa nada, no se preocupe. Que tenga buena tarde. —Sigue caminando hacia el ascensor.
—Igualmente —escucha al recepcionista a su espalda.

Al llegar al ascensor sí nota un cambio, ya no está el enano, el traje de botones Sacarino lo viste ahora un chaval espigado, con el rostro tomado a sangre y pus por el acné.

—Buenas tardes —le saluda el muchacho.
—Buenas tardes. Habitación ciento veintisiete, Doña María Leonor —se adelanta a la respuesta. El otro lo mira sorprendido.
—Muy bien —responde, luego pulsa el número uno.

Las puertas se cierran. Por el rabillo del ojo nota cómo el otro lo observa con atención. El ascensor da un tirón y se arranca con un chirrido. Cuando llegan arriba y las puertas se abren, un gato negro pasa corriendo por delante.

—¿Todavía no han cogido al gato? —pregunta divertido.
—No, en el tiempo que llevo trabajando aquí no hemos podido.
—Bueno, ya debe estar viejo, cualquier día lo atraparán, o se lo encontrarán muerto. —Le da un par de palmadas en el hombro y camina pasillo adelante.
—Señor… —escucha a su espalda.
—Sí, la niña —sigue sin volverse y alzando la mano—. No se preocupe, también somos viejos amigos. Si la veo llamaré a Quique Jiménez, lo conozco de la televisión, seguro que a él le interesa.

Continúa avanzando, pero esta vez no se encuentra con la pequeña. Llega a la habitación ciento veintisiete, la puerta está cerrada. Llama con los nudillos.

—¿Se puede? —Nadie contesta. Luego suenan unos pasos apresurados, la puerta se abre, sólo un palmo, y un rostro que no conoce se asoma y lo mira.
—¿Sí?
—Buenas tardes. Vengo a ver a Doña María Leonor. Estoy citado con ella.
—Se ha retrasado usted un poco. —La puerta se abre completamente, ahora puede ver el atuendo de sanitario de la persona que le ha recibido.
—Lo siento. —Entra por fin. El otro cierra la puerta a su espalda.
—Sígame. —El sanitario lo adelanta, se acerca al gran espejo de cuerpo entero y pulsa en el mismo lugar en el que una vez lo hizo Doña María Leonor. El mecanismo se activa, la entrada secreta se abre—. Por aquí.
—Perdone —dice algo confundido—. ¿Me quito ya la ropa? ¿Ya es la hora?
—¿Cómo? —responde el otro abriendo mucho los ojos.
—No, nada, cosas mías. —Se rinde al cambio de costumbres. Ya le dirán cuando se tenga que quitar la ropa—. Le sigo.

Ambos acceden al pasillo secreto, su acompañante enciende la luz y cierra el acceso a la habitación. Luego se adelanta. Juan lo sigue, pensativo, recordando el pasillo, las telarañas que aún siguen ahí.

—Parece que la limpiadora sigue sin pasarse por aquí.
—¿Qué? —responde el sanitario, distraído.
—Nada, más cosas mías.
—Ah, muy bien. —El otro no le da más importancia.

Tras un rato zigzagueando por el pasillo llegan por fin frente a la puerta acolchada en cuero negro, con aquellas siglas bordadas en hilo de oro, todo igual que la vez anterior. Su acompañante le franquea el paso y cierra la puerta cuando los dos han pasado. Recorre un tramo más hasta acceder por fin a la sala de ceremonias. Esta vez sí puede contemplar lo que en otra ocasión estuvo velado por la venda. Es una estancia amplia. En el centro no hay nada, alrededor hay cojines, divanes, lechos mullidos, látigos y esposas forradas de terciopelo tiradas por el suelo. De las paredes cuelgan banderolas negras con las siglas de la hermandad bordadas en oro, y al fondo, sobre un estrado de madera labrada, hay varios sanitarios que reparten su agitación entre pantallas de seguimiento, dispositivos médicos, goteros, dos camas con pacientes y un señor que parece una figura de cera sentado en una especie de trono. Otras dos personas parecen esperar frente al escenario, y no da crédito a sus ojos cuando los reconoce. Uno es ni más ni menos que Alejandro Sánchez, el famoso cantante al que sigue desde su etapa inicial, cuando se apodaba Alejandro Magnus y grabó su mítico “Los chulos son pa´ quererlos”. El otro es el enano al que echó de menos cuando se montó en el ascensor. Se acerca.

—Llegas tarde, tigre —le sorprende la voz de Doña María Leonor. Cuando alzan el cabecero de una de las camas, distingue a su vieja amiga, es una de las pacientes.
—Lo siento, tigresa —responde.
—No pasa nada. Y perdona por la urgencia y la brusquedad. Como ves, ya me queda poco…
—Qué va, si estás estupenda.
—Ay, Juan, que acertada estuve cuando te elegí, serías capaz de adular a un cadáver si hiciera falta.
—No, lo digo en serio.
—Venga, déjate de zalamerías que no tenemos mucho tiempo. Queridos —esta vez se dirige a los tres frente al estrado—, supongo que os preguntaréis por qué os hemos llamado esta noche, qué queremos de vosotros si en su momento ya cumplisteis con lo que os pedimos. No temáis, esta vez no os vamos a pedir nada. Al contrario, os queremos hacer un regalo, daros el reconocimiento que os merecéis por lo bien que lo habéis hecho. —El que parece una figura de cera hace ademán de hablar.
—¡Las costuras! ¡Que se le van las costuras! —grita y corre hacia él un sanitario…
—Tranquilo, Karl, déjame a mí —continúa doña María Leonor. Ahora reconoce al otro, es Karl Lagerhoff, el famoso diseñador—. Queridos, hay una norma de la Hermandad de la Arruga Trémula que en su momento no se os comentó, no era necesario, pero ahora sí lo es. Como podéis ver, ya estamos más cerca de la tumba que otra cosa. Los años se fueron, la pasión se extinguió, y ya no podemos seguir asistiendo a las ceremonias. Como es costumbre de La Hermandad, cada miembro, cuando considera que ha llegado el momento de retirarse, elige a su favorito de entre los iniciados que trajo para que ocupe su lugar en La Hermandad como nuevo miembro. Vosotros sois los que hemos elegido. Habéis triunfado, lo habéis hecho a lo grande, y aunque en un principio fuera gracias a nuestra ayuda, todo lo demás es éxito vuestro, sólo vuestro. Aquí tenéis las llaves de las que a partir de ahora serán vuestras habitaciones, las que podréis usar cuando queráis —tres sanitarios se acercan a ellos, cada uno con una llave—. La tuya, Juan, será mi habitación, Karl cederá la suya a Alejandro y Mister Howell se la cederá a Peter. Ahora os llevarán a vuestras habitaciones, y allí esperaréis hasta la noche para asistir a la ceremonia. Ya mañana, cuando todo haya concluido y los iniciados sean despedidos, volveréis a esta misma sala para asistir a vuestra primera reunión de La Hermandad, en la que se os informará de los privilegios y las obligaciones que implican vuestra recién estrenada membresía.
—Gracias, muchas gracias —se arranca Peter, Alejandro y él se suman al agradecimiento.
—Gracias a vosotros. Aquí os dejamos, nosotros tenemos que marcharnos ya.
—Perdón. Puedo aunque sea darte un beso de despedida, tigresa. —Doña María Leonor lo mira y sonríe.
—Por supuesto, Juan.

Sube al estrado, se acerca a la cama y le estampa un beso de tornillo a la señora. Un beso largo, intenso. Un dispositivo comienza a pitar, las pantallas brillan en rojo, un sanitario lo aparta con brusquedad.

—¡Perdón, perdón! —se disculpa Juan.

Tras un momento de agitación, todo vuelve a la normalidad.

—Este recuerdo me lo llevaré a la tumba, tigre —dice Doña María Leonor mirándolo.
—Te quiero, Mari.
—Y yo a ti, Juan —responde la señora con una lágrima cayéndole por la mejilla—. Venga, vámonos ya —apremia a sus asistentes.

Los ancianos son sacados de la sala por otra entrada secreta que hay tras el estrado. Ellos quedan allí, los tres solos, cada uno con el juego de llaves que les ha sido entregado.

—Alejandro. —Se acerca a su compañero y lo abraza—. Te sigo desde que eras Alejandro Magnus. Que sepas que te admiro, mucho.
—Y yo a ti, Juan —responde el otro—. Yo también te he visto por televisión y eres un crack.
—Gracias. —Ahora se acerca al enano y lo abraza también—. Te recuerdo de cuando estuve aquí. Veo que al final tú también…
—Yo también, sí.
—Pero me suena de haberte visto también en otro lado…
—Sí, soy el enano de Juego de Reinos
—¡Joder, eso es! Pues sí que te ha ido bien la vida, ¿no?
—No me puedo quejar.
—Ninguno nos podemos quejar —les interrumpe Alejandro, que estrecha la mano de Peter—. En fin, nos vemos esta noche, ¿no?
—Por supuesto.
—No me lo perdería por nada del mundo.




La noche ha llegado, en el hall del hotel se celebra el aburrido baile de todos los jueves, entre el fingido entusiasmo de los que han cobrado por asistir y la patente desgana de los que querrían participar en la ceremonia que se celebra a escondidas pero no pueden por no haber cumplido con su parte. Harold, el recepcionista, los observa con su ojo sano mientras imagina lo que pueda estar pasando en otro lugar que él sabe.

Juan se encuentra en ese lugar. En el centro de la sala de ceremonias hay un nutrido grupo de novicios desnudos y con los ojos vendados, expectantes por lo que pueda pasar. Sobre el estrado, también desnudos pero sin vendas en los ojos, están los miembros de La Hermandad. Hay muchos rostros conocidos, Alejandro, Peter, Bertín Osorno, presentador del famoso En mi casa o en tu casa pero con mucha guasa, y su amigo Asdrúbalo, el humorista que una vez reconoció por la voz y que contó en primicia el chiste del que pedía orden en una orgía. Están todos esos y muchos más, gente famosa, gente con poder, algunos más conocidos que otros, pero todos importantes a su manera, maestros cada uno de lo suyo.

—Bueno —toma la palabra Bertín Osorno—. Hermanas, hermanos, hoy me toca a mí hacer de anfitrión de esta ceremonia. Los que me conocéis ya sabéis que no soy persona de formalidades ni discursos serios… —Le interrumpe la risa de Asdrúbalo—. Déjame terminar, golfo. —Le da un amistoso empujón—. En fin, para qué alargar esto, si ya todos sabemos que hemos venido por lo que hemos venido, ¿no? —Muchos asienten—. Señoras, señores, ¡a pecar como Dios manda! He dicho. —Los hermanos vitorean la ocurrencia y avanzan hacia el grupo de los jóvenes.
—¡Vamos, potro! —se dice a sí mismo, se da una palmada en el culo y se funde con la multitud de cuerpos desnudos.


0 comentarios:

Publicar un comentario

Exportar para leer en tu ebook

En BLOXP puedes exportar este blog, o parte del él, para leerlo desde tu ebook. Sólo necesitas esta dirección de RSS:

Contador de visitas

Copyright de los textos Manuel Mije © 2013. All Rights Reserved.
Twitter Facebook Favorites More

 
Design by Free WordPress Themes | Bloggerized by Lasantha - Premium Blogger Themes | Powerade Coupons