Nota:
a propuesta de don Alfredo, hemos decidido hacer este trío para conmemorar la
efeméride de la muerte de Beethoven. Alfredo
Gámez a los trazos, Manuel Mije
a la palabra, y Ludwig van Beethoven
en el recuerdo. Esperamos que les guste.
Ludwig miraba al horizonte, tras la ventana,
resguardado por el vidrio, atrapado entre vendajes y ropa, aislado por la
sordera y la enfermedad. Recordaba la imagen del verano desde aquella loma, el
sonido del paisaje, el amanecer andante, fundiéndose al mediodía en un allegro,
y luego la tarde, la vida, un scherzo de colores. Pero la enfermedad y el otoño
habían atenuado los sonidos, y el invierno se acercaba…
Todo estaba en su cabeza, como siempre, y ahí
debía seguir. No había querido escribir mucho, apenas unos apuntes para
ayudarse cuando llegara a Viena. Karl estaba siempre atento, sabía que lo
vigilaba, y quería darle una sorpresa. El muchacho se había mostrado extraño
desde que le comunicó que ya no era capaz de componer nada, parecía enfadado.
Supuso que su sobrino se lamentaba sabiendo lo importante que la música era
para él, su deseo de no morir hasta ver finalizada la décima. Sí, debía estar
sufriendo. Quizá estaba siendo cruel por ello, quizá su juego era sólo una de
sus malas ideas, de ese carácter que tan poco le había ayudado en la vida. Pero
quería darle la sorpresa, dejarle ese último regalo para su herencia.
Karl contemplaba a su tío desde el vano de la
puerta. Ahí estaba otra vez, absorto en el paisaje, probablemente borracho. El
olor de sus flatulencias emponzoñaba el ambiente, le asqueaba. Cada vez le
asqueaba más su tío, cada vez lo soportaba menos. Había llegado el momento de
deshacerse de su tutor y disfrutar por fin de la herencia por la que tanto
había tenido que aguantar, tantos años. Pero… ¿y si estaba componiendo? ¿Y si
aún era capaz de escribir la décima y añadir los beneficios a su herencia? Se
acercó a él, le puso la mano en el hombro, y el viejo, sin sobresaltarse, como
si lo esperara, se giró para mirarle a los ojos.
En la mesita estaba el cuaderno de las
conversaciones. Karl lo abrió y anotó en él. ¿Estás bien, tío? ¿Estás componiendo? Después sonrió como sonríen los
lobos. La de Ludwig, sin embargo, era una sonrisa tierna, amable, de
agradecimiento por la preocupación de su sobrino. Incluso dudó sobre desvelar
su secreto, pero lo dejó pasar. Sí, estoy
bien hijo. Pero no, ojalá pudiera componer. Después puso la mano de su
sobrino entre las suyas, con cariño, y luego volvió la vista a la ventana, al
paisaje. El recuerdo del verano seguía ahí, destilando notas que se amontonaban
en el pentagrama de su mente, haciendo realidad el inicio de la décima.
Karl se deshizo de la caricia tratando de no
mostrar el profundo asco que sentía, apartándose del olor de su respiración
etílica. Se fue, dejó a su tío mirando al paisaje y el vino en la mesita. Así
reventara. Iba a maldecirlo, a convertir en palabras todo el odio que sentía
por él, pero se contuvo. Allí, en el pasillo, estaba su otro tío, el estúpido
de Johann. Llevaba tiempo rondando a Ludwig, arrastrándose por un poco de
atención, tratando de comprender lo que nunca estaría al alcance de su pequeña
mente.
—Tío.
—Karl, ¿cómo está? ¿Puedo hablar con él?
—Me temo que no, tío Johann. Hoy tiene uno de
sus días malos. Está bien, pero no de humor.
—Por favor, Karl, tengo que hablar con él. Yo
le pediré perdón por lo que sea que haya hecho, consigue que me deje hablar con
él. Está demasiado enfermo, no se puede marchar ahora, ¡es una locura! Aquí le
cuidaremos, tú sabes que le quiero y que a mi lado no voy a dejar que nada le
pase.
—Sí, lo sé.
—Por eso, Karl. Habla con él, convéncelo. Yo
le pediré disculpas, y no volveré a molestarlo nunca, con nada, ni me dirigiré
a él si no quiere. Pero que se quede hasta la primavera. Si por entonces sigue
enfadado conmigo, yo mismo me encargaré de organizar el viaje para asegurarme
de que llegue a Viena sin sufrir percance alguno.
—Está bien, veré lo que puedo hacer.
—Sí, hazme ese favor. No sabes cuánto te lo
agradezco, Karl.
Johann siguió a su sobrino hasta la puerta,
pero no se atrevió a pasar de ahí. La presencia de su hermano le imponía, siempre
había sido así. Lo quería, y sabía que siempre había tenido razón, cuando lo
del nombre, cuando lo de los franceses, cuando lo de Therese. Siempre, siempre
había tenido razón, y ahora comprendía por qué tantas humillaciones, por qué
tanto desprecio. Había hecho daño a su hermano mayor, y éste sólo quería el
bien de su apellido, de su familia. Sólo había que ver cómo, muerto su otro
hermano, Ludwig había luchado por la custodia del muchacho y había dedicado
todo el esfuerzo del resto de su vida para dejar bien posicionado a Karl una
vez muriera. Su relación siempre fue difícil mucho más desde la sordera, menos
mal que su sobrino había estado ahí para mediar entre ellos, tenía tanto que
agradecerle…
El Muchacho volvió junto a su tío Ludwig, abrió
el cuaderno de notas y escribió Johann
nos apremia para que nos marchemos. Después se lo mostró a su tío y le
ofreció la pluma. Ludwig se giró hacia el umbral de la habitación, donde estaba
su hermano. Frunció el ceño, lo miró con todo el odio con que podía mirarle, tomó
la pluma de la mano de su sobrino y la arrojó contra la pared. Johann bajó la
vista y se marchó.
¿Por qué tanto odio? Se preguntaba el
maestro. Era su hermano menor, y lo quería. Estaba dispuesto a perdonar y a
pedir disculpas por sus desprecios, él sólo quería acabar su obra y morir
tranquilo, en paz con Dios y con los suyos. ¿Por qué esa soberbia? ¿De dónde
salía tanto odio? Él mismo le había invitado a venir a su casa, y ahora le
arrojaba de ella. Trató de serenarse. Ese estado de nervios no le permitía
extraer la música del paisaje, y su precipitada macha le apremiaba a recoger
cuanto pudiera de la décima. Una vez llegado a Viena, dejando que el tiempo y
la distancia cumplieran su función sanadora, escribiría a su hermano, lo
arreglaría, tenía que hacerlo. Él sólo quería morir en paz, en paz con Dios y
con los suyos. Menos mal que Karl siempre había estado y estaría ahí. Palmeó
con cariño el brazo del muchacho, y luego volvió su atención a la ventana, a
apurar sus últimos momentos en Gneixendorf.
Cuando su tío volvió la vista al paisaje tras
la ventana, Karl arrancó la página, se la guardó en el bolsillo, y se marchó de
allí con una sonrisa en el rostro.
Apenas cuatro meses después, tras agravarse
severamente todas sus dolencias debido a aquel precipitado viaje, Ludwig van Beethoven moría en Viena. Lo hizo rodeado de sus amigos, junto a Karl,
lamentándose porque la décima nunca vio la luz, por no haberle podido regalar
esa última sorpresa a su sobrino, y por estar en paz con Dios, pero no con su
hermano Johann.
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