Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

martes, marzo 26, 2019

La sorpresa de Ludwig



 
Cuando se pierde el interés por aquello a lo que sólo el interés nos une…


Nota: a propuesta de don Alfredo, hemos decidido hacer este trío para conmemorar la efeméride de la muerte de Beethoven. Alfredo Gámez a los trazos, Manuel Mije a la palabra, y Ludwig van Beethoven en el recuerdo. Esperamos que les guste.




Ludwig miraba al horizonte, tras la ventana, resguardado por el vidrio, atrapado entre vendajes y ropa, aislado por la sordera y la enfermedad. Recordaba la imagen del verano desde aquella loma, el sonido del paisaje, el amanecer andante, fundiéndose al mediodía en un allegro, y luego la tarde, la vida, un scherzo de colores. Pero la enfermedad y el otoño habían atenuado los sonidos, y el invierno se acercaba…

Todo estaba en su cabeza, como siempre, y ahí debía seguir. No había querido escribir mucho, apenas unos apuntes para ayudarse cuando llegara a Viena. Karl estaba siempre atento, sabía que lo vigilaba, y quería darle una sorpresa. El muchacho se había mostrado extraño desde que le comunicó que ya no era capaz de componer nada, parecía enfadado. Supuso que su sobrino se lamentaba sabiendo lo importante que la música era para él, su deseo de no morir hasta ver finalizada la décima. Sí, debía estar sufriendo. Quizá estaba siendo cruel por ello, quizá su juego era sólo una de sus malas ideas, de ese carácter que tan poco le había ayudado en la vida. Pero quería darle la sorpresa, dejarle ese último regalo para su herencia.

Karl contemplaba a su tío desde el vano de la puerta. Ahí estaba otra vez, absorto en el paisaje, probablemente borracho. El olor de sus flatulencias emponzoñaba el ambiente, le asqueaba. Cada vez le asqueaba más su tío, cada vez lo soportaba menos. Había llegado el momento de deshacerse de su tutor y disfrutar por fin de la herencia por la que tanto había tenido que aguantar, tantos años. Pero… ¿y si estaba componiendo? ¿Y si aún era capaz de escribir la décima y añadir los beneficios a su herencia? Se acercó a él, le puso la mano en el hombro, y el viejo, sin sobresaltarse, como si lo esperara, se giró para mirarle a los ojos.

En la mesita estaba el cuaderno de las conversaciones. Karl lo abrió y anotó en él. ¿Estás bien, tío? ¿Estás componiendo? Después sonrió como sonríen los lobos. La de Ludwig, sin embargo, era una sonrisa tierna, amable, de agradecimiento por la preocupación de su sobrino. Incluso dudó sobre desvelar su secreto, pero lo dejó pasar. Sí, estoy bien hijo. Pero no, ojalá pudiera componer. Después puso la mano de su sobrino entre las suyas, con cariño, y luego volvió la vista a la ventana, al paisaje. El recuerdo del verano seguía ahí, destilando notas que se amontonaban en el pentagrama de su mente, haciendo realidad el inicio de la décima.

Karl se deshizo de la caricia tratando de no mostrar el profundo asco que sentía, apartándose del olor de su respiración etílica. Se fue, dejó a su tío mirando al paisaje y el vino en la mesita. Así reventara. Iba a maldecirlo, a convertir en palabras todo el odio que sentía por él, pero se contuvo. Allí, en el pasillo, estaba su otro tío, el estúpido de Johann. Llevaba tiempo rondando a Ludwig, arrastrándose por un poco de atención, tratando de comprender lo que nunca estaría al alcance de su pequeña mente.

—Tío.
—Karl, ¿cómo está? ¿Puedo hablar con él?
—Me temo que no, tío Johann. Hoy tiene uno de sus días malos. Está bien, pero no de humor.
—Por favor, Karl, tengo que hablar con él. Yo le pediré perdón por lo que sea que haya hecho, consigue que me deje hablar con él. Está demasiado enfermo, no se puede marchar ahora, ¡es una locura! Aquí le cuidaremos, tú sabes que le quiero y que a mi lado no voy a dejar que nada le pase.
—Sí, lo sé.
—Por eso, Karl. Habla con él, convéncelo. Yo le pediré disculpas, y no volveré a molestarlo nunca, con nada, ni me dirigiré a él si no quiere. Pero que se quede hasta la primavera. Si por entonces sigue enfadado conmigo, yo mismo me encargaré de organizar el viaje para asegurarme de que llegue a Viena sin sufrir percance alguno.
—Está bien, veré lo que puedo hacer.
—Sí, hazme ese favor. No sabes cuánto te lo agradezco, Karl.

Johann siguió a su sobrino hasta la puerta, pero no se atrevió a pasar de ahí. La presencia de su hermano le imponía, siempre había sido así. Lo quería, y sabía que siempre había tenido razón, cuando lo del nombre, cuando lo de los franceses, cuando lo de Therese. Siempre, siempre había tenido razón, y ahora comprendía por qué tantas humillaciones, por qué tanto desprecio. Había hecho daño a su hermano mayor, y éste sólo quería el bien de su apellido, de su familia. Sólo había que ver cómo, muerto su otro hermano, Ludwig había luchado por la custodia del muchacho y había dedicado todo el esfuerzo del resto de su vida para dejar bien posicionado a Karl una vez muriera. Su relación siempre fue difícil mucho más desde la sordera, menos mal que su sobrino había estado ahí para mediar entre ellos, tenía tanto que agradecerle…

El Muchacho volvió junto a su tío Ludwig, abrió el cuaderno de notas y escribió Johann nos apremia para que nos marchemos. Después se lo mostró a su tío y le ofreció la pluma. Ludwig se giró hacia el umbral de la habitación, donde estaba su hermano. Frunció el ceño, lo miró con todo el odio con que podía mirarle, tomó la pluma de la mano de su sobrino y la arrojó contra la pared. Johann bajó la vista y se marchó.

¿Por qué tanto odio? Se preguntaba el maestro. Era su hermano menor, y lo quería. Estaba dispuesto a perdonar y a pedir disculpas por sus desprecios, él sólo quería acabar su obra y morir tranquilo, en paz con Dios y con los suyos. ¿Por qué esa soberbia? ¿De dónde salía tanto odio? Él mismo le había invitado a venir a su casa, y ahora le arrojaba de ella. Trató de serenarse. Ese estado de nervios no le permitía extraer la música del paisaje, y su precipitada macha le apremiaba a recoger cuanto pudiera de la décima. Una vez llegado a Viena, dejando que el tiempo y la distancia cumplieran su función sanadora, escribiría a su hermano, lo arreglaría, tenía que hacerlo. Él sólo quería morir en paz, en paz con Dios y con los suyos. Menos mal que Karl siempre había estado y estaría ahí. Palmeó con cariño el brazo del muchacho, y luego volvió su atención a la ventana, a apurar sus últimos momentos en Gneixendorf.

Cuando su tío volvió la vista al paisaje tras la ventana, Karl arrancó la página, se la guardó en el bolsillo, y se marchó de allí con una sonrisa en el rostro.


Apenas cuatro meses después, tras agravarse severamente todas sus dolencias debido a aquel precipitado viaje, Ludwig van Beethoven moría en Viena. Lo hizo rodeado de sus amigos, junto a Karl, lamentándose porque la décima nunca vio la luz, por no haberle podido regalar esa última sorpresa a su sobrino, y por estar en paz con Dios, pero no con su hermano Johann.




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