Primera entrega de la epopeya existencial de este pícaro moderno… |
Juan no siempre fue Astral, antes fue Gómez, pero ese apellido no pegaba con nada, ni con la fama, ni con el dinero, ni con su melena, su bigote fino o su sonrisa conquistadora. Por eso se lo cambió, y ahora es Astral, sidéreo, único, irrepetible. Las maquilladoras se afanan para evitar brillos indeseables, porque su cara de galán latino en horas bajas es brillante, su frente amplia, y las ojeras de la madrugada pasada se suman a las de la anterior, y la otra, y la otra…
—¡Colirio aquí! —grita alguien, y un ayudante
viene con el líquido milagroso que elimina el enrojecimiento acusador.
Juan se mira al espejo, frunce el ceño, pone
morritos, se señala. Luego cambia al perfil, dejando que su melena baile, y se
vuelve a señalar, se guiña un ojo y se lanza un beso. Quizá si se desabrocha
otro botón… mejor, que se vea la cadena.
—¡La cadena! —grita otro, y la cadena pasa de
mano en mano hasta llegar a Juan, que se la coloca, su cadena de oro con el ojo
de Horus.
—¡Cinco minutos! —avisa alguien, y todo se
acelera.
—¡Vamos, vamos, vamos! —anima el director que
pasa dando palmas.
El escenario está preparado, el teleprompter listo, las cámaras, las
luces, los fondos. Juan se sitúa delante de todo. Le gusta empezar de pie, que
se le vea bien con su estilo Raphael y su melena suelta, ya luego se sentará.
Le gusta el directo, y sabe que él le gusta a la cámara, y que al público le
gusta todo, porque el programa tiene gancho, porque él tiene gancho.
—¡Un minuto! —avisa el regidor. El escenario
se despeja, Juan carraspea y prueba el micro. Todo perfecto.
Es su momento. Hace tiempo que es su momento,
y no piensa perder ni un segundo de disfrute. Ahora mismo, desde la cima,
recuerda sus orígenes, todo por lo que ha tenido que pasar, todo lo que ha
tenido que hacer, y le dan escalofríos. Pero ha merecido la pena.
—Tres… dos… uno… ¡Dentro!
—Queridas, queridos, ésta es vuestra noche. —Señala
a la cámara, pone morritos, se aparta de la cara un mechón rebelde—. Es la
noche de las estrellas y el Tarot, la noche del futuro y la esperanza… la noche
de la magia. Y con todos ustedes, un humilde servidor, Juan Astral… Empezamos.
—Lanza un beso a la cámara, suena la música, el “Sexy motherfucker” de Prince.
Juan se da una palmada en el culo y se dirige bailando hacia su puesto tras la
mesa, imitando el quiebro de Georgie Dan justo antes de sentarse. Se siente
sexy, se siente poderoso, se siente más Astral que nunca.
Tres hombres irrumpen en el plató, uno
vestido de paisano, los otros con el uniforme de la policía. Pasan por delante
de las cámaras, se dirigen al escenario.
—¡Corten, corten! —grita el director—.
¡Publicidad!
—A ver, a ver. —El veterano policía se
repantinga en su silla, acunando su gran buche. El tipo lee, frunce el ceño, lo
mira y vuelve a leer—. Usted consta aquí como Juan Gómez, ¿correcto?
—Bueno sí, es que…
—¿Cómo que “bueno sí”? —alza la voz, se le
nota la veteranía.
—Déjeme que le explique…
—A mí es que la cara de este tío me suena
mucho, pero mucho —responde el policía joven a la pregunta que nadie ha hecho.
—A ver, Javi, ¿por qué no bajas a la
cafetería y nos traes tres cafés?
—¿Ya me estás echando? Pues no me da la gana,
ve tú con los huevos.
—Pues si te vas a quedar no me los toques,
¿vale? —alza la voz el aludido.
—Venga, sigue con las preguntas, anda. —El
joven se repantinga igual que su compañero.
—Explíquese. —El policía veterano vuelve a
mirarlo, con el ceño más fruncido tras la disputa con el tal Javi.
—Me cambié el apellido. Antes me llamaba Juan
Gómez, pero me lo cambié por Juan Astral.
—¿Y eso?
—Soy vidente televisivo.
—¡Eso es, ostias! —Le señala—. Yo a ti te
conozco de la tele de madrugada, la parienta y yo te vemos siempre que sales.
—Gracias. Yo sólo intento traer un poco de
esperanza y amor a mis televidentes, pero con estilo.
—Nos descojonamos contigo. Eres un personaje,
mi mujer es que se mea cuando pones morritos y guiñas el ojo, dice que no ha
visto nada más ridículo en su vida.
—Quizá yo tenga otro mercado —Juan acepta la
puya con elegancia.
—Sí, el mercado de antigüedades, no te jode.
Venga, sigue, Paco.
—Eso mismo. —El otro mira con indignación a
su compañero, después vuelve la vista a Juan—. A ver si nos centramos. Usted ya
sabe por lo que está aquí… ¿correcto?
—Sí, por una denuncia de algo…
—¡Por una denuncia de estafa interpuesta por
doña María Leonor Ortiz de Guzmán Sánchez de Toca! ¿Correcto? —pone el acento
en la última pregunta.
—Sí, exactamente eso.
—¿Todos esos nombres? A ver si te has
equivocado y son varias. Déjame que mire… ¡ay! —Paco le da un cate en la mano a
su compañero antes de que alcance el informe.
—¿Te quieres estar quieto y callado de una
puñetera vez? —Le mira con furia.
—Vale, Paco, tranquilo. Sigue.
—¿Es correcto esto que le he dicho? —se
dirige a él con el mismo tono alto.
—Sí, correcto. —Ahora ha pillado el truco.
—Muy bien. Los hechos aquí denunciados
tuvieron lugar cuando usted se llamaba Juan Gómez, ¿correcto?
—Correcto.
—Aquí tenemos también sus antecedentes, todos
de la época en la que se llamaba Juan Gómez, y no son pocos.
—Correcto.
—Correcto ¿qué?
—No, nada, perdone. Le sigo.
—A ver, aquí hay antecedentes por hurto, por
timo o estafa, ¿ves? —Le enseña la hoja a su compañero—. También hay un
atestado… —Lee, frunce el ceño, se come un limón a bocados, o eso parece—…
esto…
—Déjame leer a mí también, Paco, que si no
estoy aquí de adorno.
—Sí, ten. Mejor lee tú, que a mí se me ha
revuelto el estómago. —Mira a Juan con aprensión.
—A ver qué tenemos… hurto en tiendas de ropa…
hurto en supermercados… hurto en tiendas de música… gancho y aguador de trileros… estafa… hurto… ¡Joder! …
¿Chuleabas viejas? … Eso es lo que pone aquí, ¿no? —Le mira divertido.
—Bueno, a ver… yo fui —no sabe cómo decirlo
para que no suene demasiado mal—… gigoló de geriátrico... —El policía joven
estalla en una carcajada, el veterano enrojece de cólera mirándolos.
—Con que ése es tu mercado, ¿no, Juan Astral?
—sigue riendo.
—Eso fue hace mucho tiempo. —Siente una humillación
que no sentía desde la noche que pasó con Doña María Leonor, su última noche de
vino y arrugas…
Miró su reflejo en el escaparate antes de
llegar al hotel, estaba perfecto, elegante a la par que seductor, salvaje, con
su melena recogida en una ancha cola, su chaqueta con chorreras y sus
pantalones ajustados, marcando no precisamente las distancias. Era un figura,
un maestro en lo suyo, y a pesar de todo tenía más que decidido que aquél sería
el último de esos trabajos. Tenía que cambiar, la edad se le estaba echando
encima y en su negocio la juventud era requisito indispensable.
Tampoco se podía quejar, aún recordaba los
tiempos en que estaba más tieso que la mojama vieja y no veía más futuro que lo
que le marcaba el reloj de manecillas que había heredado. No tenía ni para un
Casio de esos guapos con todos sus botones y su chino dentro que hacían
virguerías. Mangaba por encargo en tiendas del centro, a veces iba con la
cuadrilla de su tío el trilero,
sisaba lo que podía aquí y allá e intentaba echarle cara a todo, siempre atento
a lo que pudiera sacar. Por entonces no tenía ni la melena, esa inspiración le
llegó cuando vio por primera vez la portada de un disco de Camelo y se fijó en
el del órgano, después fue cuando vio la portada de “Los chulos son pa´
quererlos”, de Alejandro Magnus, y entre eso y el del órgano se creó una guía
de estilo.
Lo del chuleo le llegó por su primo, que
había ejercido mucho tiempo y que siempre le había dicho que tenía planta y
parla, aunque no sabía si estómago. Al parecer el nicho de mercado de los
asilos de postín no estaba demasiado explotado, y era un sector emergente. Su
primer día fue premio de bingo, y aunque la parte que le tocó del negocio no
parecía compensar el trago pasado, su instinto le gritaba que aquello era lo
suyo. Pronto tuvo público para visitas privadas a domicilio, luego en hoteles.
Juan el Tigre había triunfado en la difícil época pre-Viagra, cuando todo estaba
en la mente, en el poder de la imaginación.
Pero esta vez iba ser especial, definitiva, o
eso esperaba él. Frente a la vetusta fachada de aquel hotel, tan vetusta o más
que la dama con la que se había citado, tuvo un momento de duda. No conocía mucho
a Doña María Leonor, de hecho aquél iba a ser su primer encuentro íntimo, pero
le había prometido mucho, se lo había prometido todo, sacarlo de aquel mundo y
darle un futuro brillante… si se portaba bien. Respiró hondo y se dio una
palmada en el culo.
—¡Vamos, potro! —se dijo a sí mismo. Franqueó
aquella entrada con aires de coloso, henchido de autoestima y esperanzas, con
la cabeza alta, mirando al frente.
—¿Perdone? —escuchó a su derecha una voz
cascada de acento británico. Cuando miró, vio que le interpelaba el tipo de la
recepción, un hombre estirado tanto en sentido figurado como literal, como si
fuera un personaje escapado de una cuadro de El Greco, igual de pálido y con
una nube blanca velándole el ojo derecho.
—Ah… Buenas tardes, vengo a ver a una amiga.
—¿Habitación?
—Ciento veintisiete.
—¿Doña María Leonor es su amiga?
—¿He dicho amiga? Ha sido un lapsus, es mi
tía.
—Ya decía yo, Doña María Leonor es más de
sobrinos que de amigos, y tiene muchos.
—Ah, pues entonces subo ya. —Sonrió con
picardía y siguió su paso triunfal hacia los ascensores.
—Le está esperando.
—Me lo imagino —contestó sin volverse y
recolocándose la carga. En el ascensor le esperaba un enano de ojos grises con
el uniforme del botones Sacarino.
—¿Caballero? —Su acento también era
británico, pero no era estirado, en ningún sentido, tenía una mirada demasiado
burlona.
—Habitación ciento veintisiete.
—Doña María Leonor —dijo el enano pulsando el
número uno, con una sonrisa en la cara.
—Eso mismo —respondió a las palabras y a la
sonrisa con otra. Las puertas se cerraron, el ascensor se puso en marcha con un
tirón y ruido de engranaje decimonónico. A llegar arriba las puertas volvieron
a abrirse justo en el momento en el que un gato negro pasaba corriendo por delante.
—… Le llamamos Sombra —respondió el
ascensorista a la pregunta muda de sus ojos.
—¿Tienen gato en el hotel?
—Es de un inquilino al que aún no hemos
identificado.
—Ah.
—No es peligroso, pero le gusta colarse en
las habitaciones para marcarlas con su orina y luego se masturba con los
cojines. La gente suele descubrirlo cuando berrea en pleno éxtasis, pero
siempre escapa antes de que lleguemos.
—Pues muy bien. —Le dio un par de palmaditas
en el hombro y se marchó sin mirarlo.
—Perdone. —Se giró. Las puertas del ascensor
se estaban cerrando, pero aún le dio tiempo a ver cómo los labios de enano se
movían—. Si ve una niña por los pasillos no le haga caso, probablemente sean
imaginaciones suyas.
Aquello ya estaba resultando más surrealista
de la cuenta. En nada se parecía al lujo que había imaginado para Doña María
Leonor, mujer de alcurnia, recursos e influencia, la que le iba a cambiar la
vida. Quizá fuera una manía de la señora, tener sus encuentros privados en
hoteles raros y cutres. Nada nuevo bajo el sol, el mundo de las parafilias daba
para muchos documentales de National Geographic, y él había visto unos cuantos.
Cuando volvió a mirar hacia el final del
pasillo, donde estaba la habitación de Doña María Leonor, vio una niña parada
delante de él, a escasos diez metros, lo que le sobresaltó.
—¡Coño, niña, qué susto me has dado! —La cría
vestía sólo con un camisón y estaba toda empapada, con los pelos rubios pegados
al rostro—. Anda que mira cómo te has puesto, a saber lo que has estado
haciendo. Te vas a enterar cuando te vea tu madre —la reprendió con la mano—. ¿Y
esta era la niña de las imaginaciones? —Se volvió hacia el ascensor—.
Imaginaciones, ¡y un huevo! Seguro que lo ha hecho a posta para que me dé el
susto.
Siguió andando pasillo adelante. La niña no
se inmutó, tampoco parecía tener intención de apartarse. Receló. Nunca le
habían gustado los niños, no le hacían gracia sus manías, en especial esa que
parecía gustarles tanto de pringar al que pasara con lo que fuera que tuvieran
en las manos. Se pegó a la pared cuando llegó junto a ella, sin perder sus
manos de vista.
—Niña, no vayas a querer hacer la gracia que
me cago en tu puñetero padre, ¿eh? Que le tengo mucho aprecio a esta ropa y
tengo que estar presentable. Tú estate quietecita, ¿eh? —Cuando la rebasó
siguió mirándola, no se fiaba—. ¡Señora —alzó la voz pensando que la madre
estaría cerca y le escucharía—, recoja a la niña, que está aquí dando por culo!
Por fin llegó a la habitación ciento
veintisiete. La puerta no estaba cerrada, pero de todas formas llamó con los
nudillos.
—¿Se puede?
—Adelante, tigre. —Era Doña María Leonor, no
cabía duda.
—Allá voy, tigresa. —Entró y cerró la puerta
a su espalda.
Era un profesional, todo estaba ensayado. Se
fue acercando a la alcoba lentamente, sacando los brazos de las mangas de la
chaqueta, pisando fuerte para anunciar su presencia. Llegó al umbral. Su
Afrodita le esperaba, un mar de arrugas, algunos destellos de oro y una cara al
fondo, pintada con ese estilo Jocker que tan familiar le resultaba. Él encogió
los hombros, una mirada al suelo, un gesto de timidez, y la chaqueta cayó.
Volvió a fijar la mirada en aquellos ojos vidriosos, se desabrochó el cinturón
y se lo sacó lentamente, dejando que contorneara su talle al tiempo que mecía
sus caderas. Los pantalones cayeron después, y la camiseta aterrizó en algún
lugar del baño. Nunca había ido a un gimnasio, pero tenía entrenado lo de
encoger la tripa y sacar pecho, y la pose, sobre todo la pose de galán
setentero. Frunció el ceño, puso morritos, sopesó el envite, sopesó las armas,
ostentosamente. Los calzoncillos cayeron finalmente, y se lanzó a la carga. Si
hubiera sido un soldado del Gran Capitán hubiera gritado aquello de ”¡Santiago
y cierra España!”, pero no era el lugar ni el momento.
La faena fue importante, de dos orejas y
rabo. Él ya sabía que, igual que hay personas a las que se les apaga el fuego
con la edad, a otras se les enciende, y se les enciende, y se les enciende… y
hacer de bombero en esas circunstancias no era tarea baladí. Pero pasó la
prueba con nota, o al menos eso pensaba mientras se fumaba el cigarrito
postcoital.
—¿Has oído algo de lo de la niña que vaga por
los pasillos? —le preguntó Doña María Leonor al tiempo que con el índice
trazaba espirales en su pecho.
—Qué coño, la he visto. Por ahí está, dando
por culo. A mí es que esto me pone de los nervios. Vamos a ver, si tienes un
niño, pues lo educas, ¡ostias! A ésa la coge mi madre y te digo yo que la pone
firme en media hora. Lo que pasa es que hoy en día con la tontería esa de que
no se puede pegar a los niños, que se traumatizan y se vuelven locos… ¿Estoy yo
loco? No, ¿verdad? Pues no te digo la de ostias que me han dado en mi casa
cuando he hecho el gamberro. En fin, que mejor no pensar en ello porque me
cabreo.
—… No es lo que suele contar la gente de sus
encuentros. —Parecía sorprendida.
—La gente es que tiene muchas tonterías. Lo
que yo te diga, tigresa. —Gruñó e hizo la garra con la mano. Un achuchón, un
besito, un mordisquito en el lóbulo.
—¡Ay, déjame, tonto! —mentía, se dejó querer
un poco más—. ¿No me preguntas por tu premio?
—Yo soy un caballero, Mari.
—¿Mari?
—Hija, no querrás que esté todo el tiempo
diciendo ese nombre tan largo, que me voy a atragantar.
—Bueno, vale, pero sólo en privado.
—Sólo en privado, tigresa. —Un último
achuchón. Ella estaba en lo cierto, era el momento del negocio—. ¿Qué decías de
premio, Mari?
—Te dije que te iba a cambiar la vida, que te
iba a dar un nuevo futuro de éxito si te portabas bien.
—¿Y? —Se recostó de lado, mirándola con
seriedad.
—Ya lo sabes, golfo… —Le puso el dedo en los
labios para callarla.
—No, no lo sé, dímelo tú. También me gusta el
halago…
—Venga, déjate ya de historias, que todavía
te queda por hacer, sólo has pasado la primera prueba. —Aquello sonaba mal.
—¿Primera prueba? Esto qué es, ¿el Un, Dos,
Tres?
—No te hagas el gracioso. Yo soy quien dice
si vales, y vales. Ahora tienes que hacer tu servicio a La Hermandad, que es la
que va a transformar tu vida.
—¿La Hermandad? De esto no habíamos hablado,
Mari.
—La Hermandad de la Arruga Trémula la
formamos un grupo de personas como yo, gente rica, influyente, destacada,
poderosa. Somos gente que hemos triunfado en la vida, que queremos disfrutar
nuestra edad, y que estamos dispuestos a elevar a personas como tú, gente con
potencial para llegar alto, muy alto, pero que necesita un empujón. Vosotros
nos servís en una de nuestras ceremonias y nosotros conseguimos que triunféis
en la vida. ¿Qué te parece?
—No sé, Mari, eso me recuerda a muchos timos
que he hecho, y que me la peguen a mí… —A Doña María Leonor se le agrió el
rictus.
—Si quieres te extiendo ahora mismo un cheque
por el doble de los que suelas cobrar y hasta nunca. —Abrió un cajón de la
mesita de noche y sacó una chequera y un bolígrafo—. Sí, va a ser lo mejor.
Creo que me he equivocado contigo.
—No, tranquila, Mari. —La detuvo cuando
comenzaba a escribir, le robó un pico—. Yo confío en ti. Pero es que todo esto
es muy raro, empezando por el Hotel. El tuerto, el enano, el gato, la niña… ¡Es
que parece un circo! —Doña María Leonor suavizó el gesto.
—… Es sólo una tapadera —dijo por fin.
—¿Una tapadera?
—¿Tú crees que un hotel así se puede
mantener? Nadie viene aquí por casualidad, y menos con la historia que tiene.
—¿Qué historia? ¿Más cosas?
—Sí, hijo mío, este hotel encierra mucha
historia entre sus paredes. Para empezar, fue diseñado por un miembro de La
Hermandad y construido por un promotor y un financiero que también lo eran.
Realmente siempre fue una tapadera, pero al principio tuvo clientela externa, y
no fue de la más recomendable. Ha habido varios asesinatos a lo largo de los
años, también desapariciones, la gente habla de fantasmas…
—Uy uy uy no, a mí rollo de fantasmas no, que
en mi casa se han muerto muchos abuelos y lo único que dejaron fueron trampas,
muy a gusto que se quedaron. Y lo de los asesinatos y las desapariciones, si no
es que han matado a uno hace un rato, qué quieres que te diga, Mari, pues que
mi más sentido pésame a los familiares. Pero esta historia, lo del hotel raro y
la tapadera, ¿en qué me toca a mí? ¿Cómo va lo de las pruebas?
—La prueba, sólo es una.
—Bueno, pues dime.
—Como ya te conté, este hotel lo diseñó un
miembro de La Hermandad, y tras la parte visible hay una serie de pasadizos que
convergen en una sala de ceremonias en la que se realiza el ritual. Los novicios,
en este caso tú, sois llevados allí con los ojos vendados y haréis y se os hará
lo que cualquier iniciado presente quiera haceros o que hagáis. Estaréis
sometidos a nuestros deseos hasta que termine la noche, y cuando ésta concluya,
se os dará esa nueva vida de la que te he hablado.
—Qué os gusta enredar a los que tenéis
dinero, Mari, qué os gusta enredar… —Pellizquito en el pezón.
—¡Ay!
—Pero eso de hacer y dejarse hacer por los
miembros ¿significa que me vas a compartir con tus amigas?
—Y amigos, lo que quiera el que quiera.
—¿Amigos? —Tragó saliva—. ¿Lo que quiera el
que quiera? Mari, que yo no soy de esos que les da lo mismo pelo que pluma.
—Estaba claramente preocupado.
—Ya te lo dije, si no te parece bien puedo
extenderte un cheque y te vas, no pasa nada. Pero estoy segura de que tú eres
ambicioso, que crees en ti mismo y quieres subir. Si te quedas y te tragas el
orgullo, si aceptas asistir a la ceremonia y haces y te dejas hacer lo que te
toque, el premio merecerá la pena, eso te lo aseguro. —Él la miraba serio,
pensativo.
—¿Y de qué futuro estamos hablando?
—¿Qué te parece ganar un dineral sólo por
engañar a la gente con tu palabrería?
—¿Pero de qué estamos hablando, Mari? No me
marees más la perdiz.
—Futurólogo, adivino.
—¿Cómo? —Se le salían los ojos de las
cuencas, al final iba a resultar verdad lo de que le querían timar.
—No me mires así que no es ninguna tontería o
locura. Habrás visto en la televisión a alguno de los famosos, de los que
suenan, ¿no?
—… Sí.
—Simplemente le dicen a la gente lo que
quiere oír, o lo que han sabido por algún contacto. El único secreto es conocer
a las personas adecuadas y que se corra la voz. Si cumples con tu parte mañana
mismo tendrás tu consultorio y tus contactos, mejores que ninguno de los otros.
Lo demás está en ti, en tu talento y tu ambición. Se te enseñará lo necesario
de horóscopo y Tarot, se te dará la información necesaria para que sepas qué
decir a tus primeros clientes. Luego… consultorio telefónico, quizá televisión…
Es sólo cuestión de imagen y de saber engatusar, y tú vales para eso. Tú
marcarás tus propios límites, nosotros te daremos la posibilidad de hacerlo.
—No sé, Mari… —El negocio no sonaba bien,
pero tenía una corazonada, la misma que tuvo la primera vez que fue premio de
bingo en un geriátrico—. ¿A quién se le ha ocurrido esto?
—A mí. Llevo tiempo estudiándote, Juan. Cada
miembro busca un novicio y lo estudia durante un tiempo. Si al final considera
que tiene verdadero potencial lo invita a pasar la primera prueba. Te conozco
mucho más de lo que te imaginas, y te aseguro que no he decidido esto porque
sí, sino porque de verdad creo que puedes llegar a ser el futurólogo más famoso
de este país, y eso significa mucho dinero, créeme. —Le tomó la mano.
—Está bien. —Ella tenía razón, era ambicioso,
muy ambicioso. También recordaba alguna ocasión en la que, viendo a un
tarotista en algún programa, había pensado que él mismo podía hacerlo mejor,
que tenía más pico—. Pero esto es una ceremonia privada, entiendo. Vamos, que
lo que pase esta noche se queda aquí, en el hotel.
—Tienes mi palabra.
—Bien, ¿y cuándo se celebra esa ceremonia,
tigresa? —Volvió a relajarse.
—Esta misma noche. ¿Hoy es jueves, no?
—Eso creo.
—Todos los jueves se celebra un baile en el
hall, a él asisten los inquilinos que quieran, gente a la que invita La
Hermandad, y los miembros que no hayan conseguido un candidato válido o que éste
haya rechazado la invitación. La ceremonia se celebra al mismo tiempo y así el
ajetreo y el ruido del baile nos sirve de cobertura.
—¿Y cuánto queda para eso?
—Unas horas.
—Bueno, pues tendré pasar primero por mi casa
para prepararme y cambiarme de ropa.
—¿Ropa? En nuestras ceremonias nadie lleva
ropa, y la venda para taparte los ojos te la proporcionamos nosotros.
—Cómo os lo montáis, Mari, cómo os lo
montáis… —Nuevo achuchón, nuevo beso, nuevo mordisquito en el lóbulo…
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