Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

miércoles, septiembre 10, 2014

Asuntos de familia



Relato basado en una leyenda urbana de hace algunos años: cronodesplazamientos, amor, investigación... y asuntos de familia...


−A mí siempre me pareció un tipo sospechoso, desde que lo vi por primera vez. −Se llama Anton Fermick y tiene treinta y ocho años. Es casero, gracias a la generosa herencia que su solterona tía le dejó en forma de edificio de apartamentos. Animal sucio y repugnante, intelectualmente idiota−. Yo es que tengo un sexto sentido para estas cosas, ¿sabe? −se limpia las boqueras con los dedos, sin ningún pudor, regodeándose incluso−. Es lo que trae el tratar con multitud de personas diferentes a lo largo de los años. −La sucia camiseta apenas le da para taparse hasta el ombligo, tiene marcas de sudor en axilas e ingles, y tanto su cara como su calva brillan grasientas bajo la luz de los fluorescentes−. Dígame, ¿es un asesino de esos múltiples? ¿Quizá un terrorista? No, supongo que no me lo puede contar, ¿verdad? No se preocupe, no hace falta. −Aún es peor cuando se mueve y airea ese tufo como a pringue macerada con orina que lo rodea−.Aquí se presentó como Carlssin, Andrew Carlssin, aunque yo diría, y esto lo sabrá usted mejor que yo, que tanto la identidad como el documento son falsos −trata de buscar complicidad con la mirada, pero lo único que consigue es parecer aún más repulsivo al mostrar su podrida dentadura y añadir la nota de su aliento a la malsana sinfonía de sus olores corporales−. Dijo que era vendedor, aunque no especificó de qué, y la verdad es que tampoco tenía cara de vendedor; usted sabe, la carretera se marca en el rostro, y yo he visto a demasiados vendedores en mi vida como para no notar que éste no había viajado por negocios jamás −intenta hacerse el interesante−. Más bien parecía un turista, un turista desorientado. Pero ya sabe usted, mientras no den problemas y paguen al día aquí no podemos rechazar a nadie, es la norma al uso −vuelve a sonreír, qué horror−. Al principio hacía algunas cosas estúpidas, como pararse ante la puerta de la habitación y pedirle por favor que le dejara pasar, o buscar no sé qué punteros de orientación en el aire, pero pasada una semana, que yo sepa, se olvidó de estas manías. Aunque tampoco pude yo vigilarle como a mí me hubiera gustado. Ya sabe, uno tiene muchas cosas que hacer y poco tiempo –miente–. Después, supongo que cuando ya se reunió con su contacto o lo que fuera, empecé a verlo cada vez menos. Debía estar muy ocupado con sus fechorías el muy zorro. Y manejaba dinero, eso se lo puedo asegurar. Siempre pagaba por adelantado y con billetes grandes, y no le faltaba de nada –sonríe sospechosamente–. Por fin un día desapareció sin dejar rastro, con unas cuantas semanas pagadas por adelantado y sin llevarse apenas nada de lo que tenía en el apartamento. Si quiere aquí tengo la llave para que eche un vistazo, como los otros agentes.






Yo sabía que alguien estaba mirándome. Sí, y no cualquier persona. No sé, a lo mejor fue que sentí al destino acercándose. Allí estaba él, donde el instinto me había indicado. No diré que fuera un amor a primera vista, ni siquiera me llamó la atención su físico, por otra parte de lo más normal. Pero había un brillo especial en su mirada, de eso estoy segura, como si fuera un viejo conocido de esos que te encuentras a lo largo de los años donde menos te los esperas. Me dejé llevar, he de confesarlo. No había segundas intenciones, realmente no esperaba nada, pero necesitaba saber algo más de aquella mirada amiga. Además, tenía todo el tiempo del mundo y poco con lo que llenarlo aquella tarde.

–¿Nos conocemos? –pregunté con la naturalidad a la que invitaban aquellos ojos.

–¿Eso mismo estaba pensando yo? −sonrió, y nunca olvidaré aquella primera sonrisa.

–Gwen –le tendí la mano.

–Yil.

–¿Yil? Nunca había oído ese nombre.

–Sí, no es muy común –su voz era muy agradable, el timbre suave, un poco apagado, y su acento muy peculiar.

–Pues no, no creo conocer a ningún Yil, la verdad. Y seguro que ese nombre no se me habría olvidado. Además, no reconozco tu acento.

–Pues yo sí que conozco a una Gwen que se parece mucho a ti.

–Perdón –sentí algo de esa culpabilidad de verse reconocida y no acordarse de la otra persona–. Te aseguro que no caigo ahora mismo.

–No, no me malinterpretes. Realmente me refería a otra persona.

            –Vaya, menos mal –empezaba a sentirme bien a su lado–. Siempre me ha resultado muy embarazoso ese tipo de situaciones.

            –A mí también, es cierto.

            –Bueno, de todas formas me siento como en deuda contigo. Dime, ¿qué puedo hacer por ti? –quizá fui demasiado atrevida.

            –¿De veras?

            –Sí, adelante.

            –Pues es muy sencillo: no soy de aquí, como supongo habrás notado, y me gustaría llevarme un buen recuerdo de la ciudad antes de marcharme. Tampoco conozco a nadie en la zona, y siempre he pensado que lo verdaderamente interesante de cada sitio no es aquello que se puede encontrar siguiendo las guías turísticas, sino esos lugares especiales que sólo un autóctono conoce y te puede mostrar, no sé si me entiendes.

            –Perfectamente. Sí, creo que se qué es lo que buscas. Yo tampoco soy de aquí, ¿sabes? Pero llevo cierto tiempo en la ciudad y conozco algunas personas. ¿Te gusta el Jazz?

            –Me encanta.

            –Hay a un par de chicos en cuyo loft suelen reunirse músicos amigos para tocar durante toda la tarde. Una cosa privada, entre amigos, ya sabes. Dentro de un momento tenía pensado ir para allá.

            –Suena fantástico.



            –¿Otra vez Carlssin? Creo que llevo toda la vida contestando a la misma pregunta, y aunque no tengo absolutamente nada que ocultar, absolutamente nada, estoy ya más que harto de ver siempre la misma fotografía y escuchar lo mismo acerca de ese tipo. –Se llama Ernesto Herrera y tiene veinticinco años. Es una especie de freelance de las inversiones: juega en bolsa con el dinero de otras personas y reparte los beneficios. Al menos eso es a lo que dedica la mayor parte de esa hiperactividad suya sublimada con cocaína, el resto lo dedica a sentirse víctima del sistema y protestar por ello. Físicamente insignificante, escuálido, gastado hasta parecer mucho mayor, con una mirada en la que se avecinan desórdenes mentales–. Yo apenas lo conocí, y jamás, repito, jamás –se exalta por momentos–, participé en sus negocios sucios. Eso ha quedado ya muy clarito, señor-como-se-llame. Tampoco sé a través de quién se puso en contacto conmigo, supongo que otro cliente, pero eso no es relevante para mí ni tengo por qué dar más explicaciones al respecto, ¿de acuerdo? Y sí, hice un par de inversiones con su dinero, qué quiere que le diga. Es mi trabajo, perfectamente legal y reconocido, como ya he dicho cientos de veces –parece súbitamente acalorado, y su pulso comienza a ceder al tiempo que toquetea todo lo que encuentra a su alrededor–. Ahora, lo que no estoy dispuesto a aguantar es que me acusen de haberle enseñado a cometer ningún delito. Después de aquel par de inversiones el tipo me pidió que le mostrara el software que utilizo y algunos trucos y detalles del negocio, lo básico, y todo muy legal. ¿Acaso me debí negar? Además, Carlssin también me pagó por eso. Que me digan a mí dónde pone que en este supuesto país de las libertades y la democracia el que enseña algo perfectamente legal es responsable del mal uso que se le dé a los conocimiento que imparte, ¡que me lo digan a mí! –se puntea el pecho con el dedo, la cara hecha una mueca–. Y luego que si no me di cuenta de nada raro. Pues sí, el tipo comenzó a ganar mucho dinero. Y a mí qué. Es problema suyo detectar si las cosas se están haciendo de manera legal o no. Yo soy un ciudadano que cumple estrictamente con la legalidad y sus obligaciones –se masajea ostentosamente la nariz tras una aspiración especialmente fuerte–, ¿y qué recibo a cambio?, ¿lo sabe? Lo único que he recibido a cambio es que ustedes me estén molestando insistentemente y haciéndome perder mucho dinero. Hagan su trabajo como es debido y no vengan a molestar a los ciudadanos honrados como yo si son tan inútiles que sus propios asuntos se les van de las manos. Y dígale a quien quiera que sea su jefe que conozco a varios de los mejores abogados defensores de los derechos de este país, y que no pienso quedarme de brazos cruzados si se siguen pisoteando mis derechos de esta manera. ¡Que no se equivoque!



            Me sorprendió, no lo puedo negar, y tampoco puedo negar que si ya me había empezado a sentir atraída por él a lo largo de nuestras primeras citas, después de aquella noche ya estaba completamente enamorada. Jamás sabré cómo adivinó mi gusto por la comida gallega, por la que siento auténtica devoción desde aquel viaje a España que realicé siendo aún muy joven. Durante varias semanas había sido su guía por los rincones para mí más especiales de esta mi ciudad, y de la noche a la mañana se vuelven las tornas y es él el que me descubre aquel pequeño restaurante gallego, Casa Isidro, recién inaugurado en una pequeña calle de Manhattan Sur.

            –No me lo puedo creer.

            –¿Te gusta? –sonrió adorablemente.

            –Me encanta. ¿Cómo supiste que sentía debilidad por la comida gallega? Jamás te he hablado de eso que yo recuerde.

            –Bueno, ya te dije que conozco a una Gwen que se parece mucho a ti.

            –Empiezo a creerte, sí señor.

            –¿Y antes no?

            –Tenía mis dudas.

            –¿Ah, sí? –se hizo el sorprendido.

            –Sí. Apenas te conozco, no puedo confiar en ti aún. Siempre que nos vemos me dejas hablar y hablar sin contar tú nada. Empiezo a sospechar que escondes algo.

            –No, simplemente tus historias son mejores que las mías.

            –Seguro, pero a mí también me gusta que me cuenten cosas.

            –Bueno, ya te digo que no tengo nada interesante que contar, pero haría lo que fuera por romper tú desconfianza. ¿Qué quieres saber?

            –No funciona así, no es un interrogatorio, Yil. No quiero que respondas a mis preguntas, sino que me cuentes algo, lo que te salga.

            –No sé… es que no tengo nada interesante que contar.

            –Venga, no estropees este momento.

            –A ver… ¿Sabes que tengo un pariente vivo con ciento sesenta y dos años?

            –¿Qué?

            –Como lo oyes. Es un tío abuelo por parte no sé de quién que aún sigue vivo y sin intenciones aparentes de morirse a pesar de su edad.

            –Yil, ¿me estás tomando por tonta?

            –No, te lo aseguro. Te juro que es verdad.

            –Estás a punto de estropear el momento, chico.

            –No, ¿por qué? –parecía realmente preocupado por lo que había dicho yo, y eso hizo que me gustara aún más–. Me dijiste que te contara algo de mí, y me pareció que ésa era una buena anécdota. A la gente le suele gustar cuando se la cuento.

            –Sí, ya. Te dije que me contaras algo de ti, no la primera fantasía que se te pasara por la cabeza. Parece que al final voy a tener que preguntarte yo, mal vamos.

            –Lo siento, no sé…

            –A ver, ¿a qué te dedicas, que nunca me lo has dicho?

            –Soy asesor de una multinacional de la minería y otros negocios derivados –respondió con la mano en el pecho.

            –Bueno, eso puede ser. ¿Y qué te ha traído a esta ciudad, por qué has venido?

            –¿Sinceramente?

            –Eso por descontado.

            –He venido por ti.

            Pasaron unos segundos sin que ninguno de los dos añadiera nada más. Fue un simple requiebro, la verdad, pero hubo algo en su gesto, en la forma de decirlo, que hasta hizo que me creyera aquellas palabras.

            –No te miento, te lo juro –añadió por fin. Después se incorporó ligeramente y acercó sus labios a los míos para robarme aquel primer beso.

            –Aún no te he dicho que confíe en ti hasta ese punto.

            –Perdón –dijo con una sonrisa de oreja a oreja.

            –Estás perdonado.

           

            –Mire, amigo, no sé quién es usted ni qué es lo que puede estar buscando al preguntar por ese asunto y, ni tengo por qué, ni debería decirle nada al respecto. Pero está de suerte, ¿sabe?, me ha cogido en un buen día. –Se llama Mark Heller, y tiene cuarenta y seis años. Trabaja como agente para el SCM (Comisión de Seguridad y Cambio de Moneda de los EEUU) desde hace ya mucho tiempo. Ha llegado a un punto en la vida en el que el éxito tanto profesional como personal que ha conseguido le hacen contemplar la existencia con esa perspectiva que sólo las personas verdaderamente felices y tranquilas tienen–. Tampoco es nada interesante, por otra parte. El típico caso de uso de información privilegiada: un desconocido, quizá el hombre de paja de algún pez gordo, se dedica a ganar dinero fácil jugando con cartas marcadas en este juego de la bolsa. El problema es que resultó ser demasiado ambicioso, rayano en la estupidez diría yo. ¿A quién se le ocurre que semejante ganancia podía pasar desapercibida? Es absurdo –sonríe, mientras apura con delicadeza y verdadera habilidad en el uso de los palillos los restos de sushi de su comida–. No me eche mucha cuenta, pero desde el primer momento pensé que todo era una pantalla de humo para ocultar algo que podría ir mucho más allá, quizá porque me resultaba incomprensible tanta ingenuidad y falta del planificación. Hubiese sido sencillo ocultar la evidencia, al menos en parte. Simplemente con que hubiera hecho algunas malas inversiones para despistar le hubiera bastado, y no creo que hubiese dejado de ganar tanto como para que el negocio no fuera totalmente redondo. De esta manera lo único que ha conseguido es que lo atrapemos y perderlo todo –retira su plato y pide un té, al tiempo que mira por enésima vez su reloj–. Discúlpeme –dice refiriéndose a su último gesto–, es que esta tarde creo que mi hija y mi yerno van a darme una gran noticia; han ido a visitar al tocólogo de Mary –me guiña un ojo–. Como le iba diciendo, Carlssin al final lo perdió todo por su gran ambición, o quizá ganó algo que se nos escapa a los demás, quién sabe. El caso es que dejó tantas pistas tras de sí que en apenas unas semanas de investigación y con muy poco trabajo se consiguieron reunir las suficientes pruebas como para ir a por él y atraparle. Hasta se puede decir que parecía estar convencido de que lo atraparíamos, y nos esperaba. Fue curioso. Y después hubo más sorpresas, como lo de que no exista ninguna información ni registros sobre él anteriores al 2002. Se lo aseguro, no consta en ningún lado, como si hubiese aparecido de la nada súbitamente. A partir de ahí el caso pasó a otras manos y apenas conozco algún rumor de las otras sorpresas que me consta se revelaron después. Así que nada más le puedo decir yo, tendrá que recurrir a otro si quiere seguir investigando. Disculpe –se excusa para contestar a la llamada que desde hace nos segundos está haciendo sonar su teléfono móvil. La plenitud de la sonrisa que ahora se desborda en su rostro hace completamente innecesarias más explicaciones para saber qué noticia le llega con la llamada–. Lo siento, tengo que irme –se levanta se pone los zapatos y recoge la chaqueta–. Y no se preocupe por la comida, está todo pagado. Suerte con lo suyo –se despide a medio camino de la puerta.    




            Qué rápida pasa la vida cuando una está enamorada. Quizá sea que el tiempo vuela cuando somos felices, o que las brumas del amor nublan todo atisbo de esa realidad cotidiana que hace de la vida un monótono e interminable pasar de página. Extrañamente en mí, una persona siempre consciente de sus obligaciones y sus prioridades, había perdido el norte por aquel hombre del que seguía sin saber casi nada después de dos semanas de conocimiento y otras dos de intimidad. Tonta de mí, incluso empecé a soñar con un futuro a su lado, lejos de la realidad, de lo que hasta entonces había sido mi vida.

            –¿En qué piensas? –me preguntó una mañana. Los primeros rayos del Sol nos habían sorprendido abrazados en un lado de mi cama, más que juntos. 

            –¿Tú qué crees?

            –No sé, creo que estás tratando de imaginar qué te voy a proponer hacer hoy, o pensando en sorprenderme tú.

            –No, hoy no quiero sorpresas. Me conformo con pasar el día aquí junto a ti, los dos solos –me volví hacia él.

            –¿De veras?

            –Sí. ¿A ti no te apetece?

            –Claro que me apetece –se dejó besar–. Pero podemos aprovechar la tarde para salir por la ciudad, ver cosas.

            –¿Por qué, por qué tanta urgencia? Siempre estamos como si tuvieras que marcharte pronto. ¿Es así? –me asaltó la preocupación.

            –No lo sé, quizá. ¿Pero qué importa el mañana si aún tenemos el hoy para vivirlo? Vivamos.

            –Sí, supongo que tienes razón, pero cuesta no pensar en el futuro cuando amanezco así a tu lado –esta vez fue él quién me besó a mí.

            –Yo también siento lo mismo por ti.

            –No, no quiero que me malinterpretes, no te estoy presionando ni pretendiendo que esto sea más de lo que es.

            –No hacen falta explicaciones.

            –Pero yo sí quiero dártelas, y que hablemos de ello, aunque sea por una vez. Ya sé que apenas nos conocemos, sobre todo yo a ti, pero siento que esto que hay entre nosotros es algo verdaderamente especial. Llámame cría si quieres. Supongo que eso es lo que parezco, una cría enamoradiza, pero estoy segura que tú eres distinto al resto de hombres que he conocido a lo largo de mi vida. Siento una sintonía especial entre nosotros, como una predestinación, y me gustaría pensar que tú sientes lo mismo.

            –Sí, yo también.

            –Si es así sé sincero conmigo y dime si te tienes que marchar pronto.

            –Sí −me acercó a su pecho cuando se me saltaron las lágrimas.

            –¿Podría ir contigo?

            –Lo siento, por mucho que ambos queramos es imposible –dijo tras la larga pausa que medió entre un latido de mi corazón y otro–. No te puedo dar más explicaciones, pero tienes que creerme.

            –No hace falta que me las des, ya te dije que no pretendo nada. Pero dime que siempre habrá una posibilidad de volver a verte cuando te hayas ido, aunque sea una entre un millón –esperé su respuesta más de lo que mi alma podía soportar–. Miénteme aunque sea, por favor –musité por fin, y después lloré largamente su silencio.

           

            –Escuche amigo, sé que ya ha estado husmeando por ahí acerca de este asunto, no quiera jugar conmigo, no me gusta que nadie lo haga. ¿Quiere saber algo del tal Carlssin? Muy bien, yo soy su hombre. Estoy dispuesto a hablar y a no hacer preguntas, pero nada es gratis en el mundo, y menos teniendo en cuenta que me juego el puesto de trabajo. –Se llama Edward Lorriman, y tiene cuarenta años. Trabaja para la oficina de delitos monetarios de FBI, y suele estar dispuesto a ganarse un sobresueldo facilitando información reservada a la que por su cargo tiene acceso. No siempre fue así, pero su traumático segundo divorcio y su creciente adicción tanto al alcohol como a otros vicios menos confesables le están haciendo caer cada vez más bajo–. Bien, parece que nos entendemos –coge el sobre que deposito sobre la mesa y se pide su tercera ronda cuando mi vaso aún está casi lleno de la primera–. Como le he dicho, soy su hombre. Yo participé tanto en los interrogatorios como en la redacción del informe final del tal Carlssin. Menudo pájaro –apura su Whisky y se pide otro más–. El caso nos lo pasaron del SCM ya prácticamente hecho, sólo había que ir a detenerlo y terminar con el interrogatorio y el informe final que pasar al fiscal del caso. Hasta ahí todo normal, pero a partir del interrogatorio aquello fue una feria. Ni siquiera habíamos empezado a presionarle, aunque con la abrumadora ristra de pruebas que teníamos contra él bien se podía sentir acojonado, cuando el tipo empezó a soltarse con lo del viaje en el tiempo. Que venía del futuro, decía, por no sé qué de que según los registros de su época ésta nuestra constaba como una de las más propicias en cuanto a desastres bursátiles. Se imagina –se ríe excesivamente; también resulta excesiva la nueva copa que se pide–. Qué hijo de puta. Allí ni nos creíamos la cantidad de gilipolleces que el tío estaba soltando por esa boca. Que se había equivocado, que no quería hacer mal a nadie, que si nos iba a dar la cura para el SIDA o a decirnos donde está el cabrón de Bin Laden –de nuevo es presa de un ataque de hilaridad–. Lo siento. Por dónde iba… Sí –prosigue entre risas mal contenidas–, Carlssin estaba dispuesto a decirnos lo que fuera con la condición de que le dejásemos ir al lugar donde estaba su máquina del tiempo y largarse a su época. Incluso recuerdo cómo Quinelli le siguió la mentira y le dijo que si nos enseñaba el cacharro y comprobábamos que era auténtico la mayoría de los cargos presentados no tendrían validez –vuelve a reírse, mientras aprovecha para pedirse una nueva ronda–. Y sabe lo mejor, le juro por mi madre que si aquel tipo no se creía la imbecilidad que nos estaba contando es que era el mejor actor del mundo que yo haya visto en acción, se lo aseguro. Aparte de eso, cuando empezamos a investigar sobre su persona nos topamos con que no hay nada relacionado con Andrew Carlssin con fecha anterior al 2002. En la ciudad sólo el imbécil de su casero y un chalado que le enseñó a invertir por internet lo conocían. Un misterio. Y si quiere saber qué pasó con el dinero, igual. No estamos seguros si ganó –su habla se vuelve confusa por momentos, pero no se priva de pedirse un nuevo Whisky–… Yo qué sé, millones de pavos. El caso es que los estuvo moviendo alrededor del mundo hasta hacerlos casi imposibles de encontrar para al final devolverlos a su primera cuenta, todos juntitos como buenos hermanos –tiene un nuevo acceso de risa que esta vez casi le hace perder el equilibrio y caerse de la silla–. El muy imbécil. Lo mandamos a Rikers a ver si ahí se le aclaraban las ideas… y no supimos más de él. ¿Qué le parece? Pasado el tiempo desaparecieron los informes, las grabaciones, y el maldito Carlssin. Supongo que volvió al mismo agujero del que salió en el 2002. Eso es todo. ¿Ya se va? –añade al ver cómo me levanto–. Vamos, no sea aburrido, ¿no ve que estoy comenzando a animarme? Yo le invito, tengo dinero –dice riéndose y palpando el costado izquierdo de su americana. No logro entender qué más me dice mientras me marcho del local.

           

            Había estado intentado prepararme para ese momento desde hacía mucho tiempo, pero no sirvió de nada. Y menos aún al no poderme despedir de él en persona. Había pasado una larga semana de malestar físico y tristeza desde la última vez que lo vi, una semana de evasivas cada vez que hablábamos por teléfono y de preocupación por su tono y sus palabras intranquilas. Sabía que le pasaba algo, y se negaba a decirme qué. Por fin, todo se precipitó con aquella llamada.

            –¿Gwen, cariño?  

            –Sí.

            –…

            –¿Sí?

            –… No sé por donde empezar –parecía tener un nudo en la garganta, yo también.

            –Por donde quieras, ya te dije hace tiempo que no había compromisos ni me tenías que dar explicaciones que no quisieras darme –esperé haberme precipitado.

            –Sí, lo sé. Pero a mí me gustaría poder dártelas –confirmó mis mayores temores.

            –No hace falta. Te marchas, supongo.

            –Sí, se acabó mi tiempo. Y he llegado a quererte tanto que no sé qué voy a hacer sin ti en adelante.

            −No tendría por qué ser así, estoy dispuesta a lo que sea.

            –Tiene que ser así, te lo aseguro. Por mucho que nos duela a ambos.

            –De acuerdo.

            –Siento no poder explicártelo todo para que me creas de verdad y no pienses que te abandono, pero te juro que así es.

            –Una vez te pedí por favor que me mintieras, ahora te pido que no lo hagas.

            –Te juro que no te miento, y que te quiero, y que nunca te olvidaré. Te amo.

            –Yo también a ti –colgué, porque no podía soportarlo más.

            Horas más tarde fui yo quien lo llamó por teléfono pero no pude dar con él. El número que marcaba, el que siempre había marcado, dejó de existir, y cuando consulté con mi operadora acerca de mi listado de llamadas, no había ninguna recibida desde o efectuada hacia él. Perdí los nervios, e insulté a la teleoperadora. Tampoco pude dar con él por ningún otro medio, ni ese día ni más adelante. Y lo cierto es que tardé mucho tiempo en asumir que Yil había desaparecido de mi vida tal como había aparecido, de la nada.




            Informe del caso Redmond.

            Hechos:

            Detectadas trazas de un cronodesplazamiento no autorizado el 27 de septiembre de 2211 en la ciudad de Nueva Chicago, procedimos a rastrear la señal hasta localizar la fuente de emisión en los laboratorios privados de la Mars Mining Corp, sitos en dicha ciudad y pertenecientes al Emporio Redmond de Inversión Privada. Una vez conseguida la orden de investigación pertinente y ya personados en las mencionadas instalaciones, fuimos informados por un portavoz de la compañía de que, efectivamente, un cronodesplazamiento no autorizado había sido efectuado por la persona de Yil Redmond, hijo del actual presidente del emporio, desde dichos laboratorios.

            Siguiendo el protocolo de actuación fui desplazado a la fracción temporal contaminada para realizar una valoración del nivel de ingerencia y establecer un plan de descontaminación.

            Análisis:

            Una vez recopilada toda la información pertinente y cotejada con el Registro Cronológico Maestro, no ha sido detectada ninguna alteración sustancial de la Continuidad Temporal, siendo las trazas del hecho no perdurables más allá de cinco o diez años.

            Actuación:

            Se ha procedido al borrado de toda la información de los registros de la época, no siendo necesario ningún tipo de intervención respecto a los sujetos contactados por el infractor, ya que en ninguno de los casos se estima que la relación pueda devenir en condicionamientos de actuación posteriores. Más allá de esto, el incidente apenas ha trascendido a la opinión pública de la época y, como se ha mencionado, no es de esperar que persista más allá de los cinco o diez años en el imaginario popular. Tampoco es de esperar una influencia decisiva de los hechos en cualquier otro ámbito de la fracción temporal violada ni en las inmediatamente posteriores.

            Conclusión:

            Por la totalidad de pruebas recopiladas y tras la intervención previamente reseñada, estimo que sólo se puede acusar al infractor Yil Redmond de un delito de tentativa de violación de la Continuidad Temporal en tercer grado, y demandar a la compañía por negligencia en la custodia de tecnología de desplazamiento espaciotemporal.  

            Notas:

            A pesar de la falta de pruebas adicionales y sin contradecir las conclusiones finales del informe, me veo en la obligación de señalar mis dudas respecto a las lagunas que a mi entender ha dejado el caso tras de sí. No parece existir un móvil lógico para la actuación de Yil Redmond, habiendo encontrado indicios durante mi investigación, especialmente a través del testimonio de las personas contactadas, de una planificación a grandes rasgos quizá tendente a evidenciar las conclusiones ya expuestas; e incluso me atrevería a decir que basada en información reservada de nuestro Registro Cronológico Maestro, a pesar de lo que ello implica. Siendo esto así, creo que debería tomarse en consideración una moratoria en la redacción del informe final que debe ser entregado al fiscal del caso para desarrollar una investigación más en profundidad que pueda arrojar luz sobre estas incongruencias y sospechas señaladas.    

            Gney Drash

            Agente de la Comisión Reguladora de la Continuidad Temporal



            Querida Gwen,

            si mis cálculos son correctos, y por circunstancias estoy seguro de que lo son, esta carta llegará a tu poder doce días después de la última conversación telefónica que acabamos de tener. Como hace un momento, te reitero mi pesar por no poder revelarte toda la verdad que se esconde tras esta nuestra historia en común, y por el poso de desconfianza que ello dejará en ti y que sin duda empañará el recuerdo que de mí te quede. Lo único que puedo decirte ahora es que sí ha sido fruto de la predestinación el cruce de nuestras vidas, como tú bien sentiste, y que lo único que lamento del papel que me ha tocado representar en esta historia ya escrita sea esa escena final en la que tenemos que separarnos.

            Tampoco creo que abunde en una mayor confianza tuya en mis palabras el hecho de que esta carta, en lugar de por los conductos normales, te haya sido entregada en mano y a través de un total desconocido, pero era imperioso que nada pudiese relacionar el nombre de Gwen Redmond con mi persona.

            Aunque te parezca una locura, es para mí un orgullo el ser el primero en anunciarte que estás embarazada, cosa que pronto te confirmarán. Sí, no te miento, y tampoco te miento al decirte que el fruto de nuestra unión que ahora llevas en tu seno será la personalidad más importante y decisiva en la historia de nuestra familia.

            Ahora, ya definitivamente, tengo que despedirme de ti. Creo que tu futuro será tan maravilloso como tú te mereces, y para facilitarte las cosas la primera nota adjunta son número, clave y demás datos, de una cuenta cifrada en la que podrás hallar un depósito a tu disposición con el que espero no te falte de nada. La segunda nota son los datos de otra cuenta y la llave de una caja de seguridad, que deberás entregar a nuestro hijo cuando llegue a la mayoría de edad. Eso es para que él también pueda cumplir con su destino.

            Tuyo siempre,

            Yil.

Segundo accésit del II Premio Internacional de las Editoriales Electrónicas

1 comentarios:

L. G. Morgan dijo...

Interesante relato, sobre todo por la forma elegida. Me ha gustado ese intercalar escenas dejando hablar al testigo de turno. Y las acotaciones que sirven para describirles.
Cuando habla el del FBI borracho me ha parecido que faltan algunas interrogaciones, ya que el tono parece ser ese.
La distinción de lenguaje y expresión cuando es Gwen la que habla también me parece logrado. Y me encanta esta frase: "No sé, a lo mejor fue que sentí al destino acercándose".

Publicar un comentario

Exportar para leer en tu ebook

En BLOXP puedes exportar este blog, o parte del él, para leerlo desde tu ebook. Sólo necesitas esta dirección de RSS:

Contador de visitas

Copyright de los textos Manuel Mije © 2013. All Rights Reserved.
Twitter Facebook Favorites More

 
Design by Free WordPress Themes | Bloggerized by Lasantha - Premium Blogger Themes | Powerade Coupons