Relato basado en una leyenda urbana de hace algunos años: cronodesplazamientos, amor, investigación... y asuntos de familia... |
−A mí siempre me pareció un
tipo sospechoso, desde que lo vi por primera vez. −Se llama Anton Fermick y
tiene treinta y ocho años. Es casero, gracias a la generosa herencia que su
solterona tía le dejó en forma de edificio de apartamentos. Animal sucio y
repugnante, intelectualmente idiota−. Yo es que tengo un sexto sentido para
estas cosas, ¿sabe? −se limpia las boqueras con los dedos, sin ningún pudor,
regodeándose incluso−. Es lo que trae el tratar con multitud de personas
diferentes a lo largo de los años. −La sucia camiseta apenas le da para taparse
hasta el ombligo, tiene marcas de sudor en axilas e ingles, y tanto su cara
como su calva brillan grasientas bajo la luz de los fluorescentes−. Dígame, ¿es
un asesino de esos múltiples? ¿Quizá un terrorista? No, supongo que no me lo
puede contar, ¿verdad? No se preocupe, no hace falta. −Aún es peor cuando se
mueve y airea ese tufo como a pringue macerada con orina que lo rodea−.Aquí se
presentó como Carlssin, Andrew Carlssin, aunque yo diría, y esto lo sabrá usted
mejor que yo, que tanto la identidad como el documento son falsos −trata de
buscar complicidad con la mirada, pero lo único que consigue es parecer aún más
repulsivo al mostrar su podrida dentadura y añadir la nota de su aliento a la
malsana sinfonía de sus olores corporales−. Dijo que era vendedor, aunque no
especificó de qué, y la verdad es que tampoco tenía cara de vendedor; usted
sabe, la carretera se marca en el rostro, y yo he visto a demasiados vendedores
en mi vida como para no notar que éste no había viajado por negocios jamás
−intenta hacerse el interesante−. Más bien parecía un turista, un turista
desorientado. Pero ya sabe usted, mientras no den problemas y paguen al día
aquí no podemos rechazar a nadie, es la norma al uso −vuelve a sonreír, qué
horror−. Al principio hacía algunas cosas estúpidas, como pararse ante la
puerta de la habitación y pedirle por favor que le dejara pasar, o buscar no sé
qué punteros de orientación en el aire, pero pasada una semana, que yo sepa, se
olvidó de estas manías. Aunque tampoco pude yo vigilarle como a mí me hubiera
gustado. Ya sabe, uno tiene muchas cosas que hacer y poco tiempo –miente–. Después,
supongo que cuando ya se reunió con su contacto o lo que fuera, empecé a verlo
cada vez menos. Debía estar muy ocupado con sus fechorías el muy zorro. Y
manejaba dinero, eso se lo puedo asegurar. Siempre pagaba por adelantado y con
billetes grandes, y no le faltaba de nada –sonríe sospechosamente–. Por fin un
día desapareció sin dejar rastro, con unas cuantas semanas pagadas por
adelantado y sin llevarse apenas nada de lo que tenía en el apartamento. Si
quiere aquí tengo la llave para que eche un vistazo, como los otros agentes.
Yo sabía que alguien estaba
mirándome. Sí, y no cualquier persona. No sé, a lo mejor fue que sentí al
destino acercándose. Allí estaba él, donde el instinto me había indicado. No
diré que fuera un amor a primera vista, ni siquiera me llamó la atención su
físico, por otra parte de lo más normal. Pero había un brillo especial en su
mirada, de eso estoy segura, como si fuera un viejo conocido de esos que te
encuentras a lo largo de los años donde menos te los esperas. Me dejé llevar,
he de confesarlo. No había segundas intenciones, realmente no esperaba nada,
pero necesitaba saber algo más de aquella mirada amiga. Además, tenía todo el
tiempo del mundo y poco con lo que llenarlo aquella tarde.
–¿Nos conocemos? –pregunté con
la naturalidad a la que invitaban aquellos ojos.
–¿Eso mismo estaba pensando
yo? −sonrió, y nunca olvidaré aquella primera sonrisa.
–Gwen –le tendí la mano.
–Yil.
–¿Yil? Nunca había oído ese
nombre.
–Sí, no es muy común –su voz
era muy agradable, el timbre suave, un poco apagado, y su acento muy peculiar.
–Pues no, no creo conocer a
ningún Yil, la verdad. Y seguro que ese nombre no se me habría olvidado.
Además, no reconozco tu acento.
–Pues yo sí que conozco a una
Gwen que se parece mucho a ti.
–Perdón –sentí algo de esa
culpabilidad de verse reconocida y no acordarse de la otra persona–. Te aseguro
que no caigo ahora mismo.
–No, no me malinterpretes.
Realmente me refería a otra persona.
–Vaya,
menos mal –empezaba a sentirme bien a su lado–. Siempre me ha resultado muy
embarazoso ese tipo de situaciones.
–A mí
también, es cierto.
–Bueno,
de todas formas me siento como en deuda contigo. Dime, ¿qué puedo hacer por ti?
–quizá fui demasiado atrevida.
–¿De
veras?
–Sí,
adelante.
–Pues
es muy sencillo: no soy de aquí, como supongo habrás notado, y me gustaría
llevarme un buen recuerdo de la ciudad antes de marcharme. Tampoco conozco a
nadie en la zona, y siempre he pensado que lo verdaderamente interesante de
cada sitio no es aquello que se puede encontrar siguiendo las guías turísticas,
sino esos lugares especiales que sólo un autóctono conoce y te puede mostrar,
no sé si me entiendes.
–Perfectamente.
Sí, creo que se qué es lo que buscas. Yo tampoco soy de aquí, ¿sabes? Pero
llevo cierto tiempo en la ciudad y conozco algunas personas. ¿Te gusta el Jazz?
–Me
encanta.
–Hay
a un par de chicos en cuyo loft suelen reunirse músicos amigos para tocar
durante toda la tarde. Una cosa privada, entre amigos, ya sabes. Dentro de un
momento tenía pensado ir para allá.
–Suena
fantástico.
–¿Otra
vez Carlssin? Creo que llevo toda la vida contestando a la misma pregunta, y
aunque no tengo absolutamente nada que ocultar, absolutamente nada, estoy ya
más que harto de ver siempre la misma fotografía y escuchar lo mismo acerca de
ese tipo. –Se llama Ernesto Herrera y tiene veinticinco años. Es una especie de
freelance de las inversiones: juega en bolsa con el dinero de otras personas y
reparte los beneficios. Al menos eso es a lo que dedica la mayor parte de esa
hiperactividad suya sublimada con cocaína, el resto lo dedica a sentirse
víctima del sistema y protestar por ello. Físicamente insignificante,
escuálido, gastado hasta parecer mucho mayor, con una mirada en la que se
avecinan desórdenes mentales–. Yo apenas lo conocí, y jamás, repito, jamás –se
exalta por momentos–, participé en sus negocios sucios. Eso ha quedado ya muy
clarito, señor-como-se-llame. Tampoco sé a través de quién se puso en contacto
conmigo, supongo que otro cliente, pero eso no es relevante para mí ni tengo
por qué dar más explicaciones al respecto, ¿de acuerdo? Y sí, hice un par de
inversiones con su dinero, qué quiere que le diga. Es mi trabajo, perfectamente
legal y reconocido, como ya he dicho cientos de veces –parece súbitamente
acalorado, y su pulso comienza a ceder al tiempo que toquetea todo lo que
encuentra a su alrededor–. Ahora, lo que no estoy dispuesto a aguantar es que
me acusen de haberle enseñado a cometer ningún delito. Después de aquel par de
inversiones el tipo me pidió que le mostrara el software que utilizo y algunos
trucos y detalles del negocio, lo básico, y todo muy legal. ¿Acaso me debí
negar? Además, Carlssin también me pagó por eso. Que me digan a mí dónde pone
que en este supuesto país de las libertades y la democracia el que enseña algo
perfectamente legal es responsable del mal uso que se le dé a los conocimiento
que imparte, ¡que me lo digan a mí! –se puntea el pecho con el dedo, la cara
hecha una mueca–. Y luego que si no me di cuenta de nada raro. Pues sí, el tipo
comenzó a ganar mucho dinero. Y a mí qué. Es problema suyo detectar si las
cosas se están haciendo de manera legal o no. Yo soy un ciudadano que cumple
estrictamente con la legalidad y sus obligaciones –se masajea ostentosamente la
nariz tras una aspiración especialmente fuerte–, ¿y qué recibo a cambio?, ¿lo
sabe? Lo único que he recibido a cambio es que ustedes me estén molestando
insistentemente y haciéndome perder mucho dinero. Hagan su trabajo como es
debido y no vengan a molestar a los ciudadanos honrados como yo si son tan
inútiles que sus propios asuntos se les van de las manos. Y dígale a quien
quiera que sea su jefe que conozco a varios de los mejores abogados defensores
de los derechos de este país, y que no pienso quedarme de brazos cruzados si se
siguen pisoteando mis derechos de esta manera. ¡Que no se equivoque!
Me
sorprendió, no lo puedo negar, y tampoco puedo negar que si ya me había
empezado a sentir atraída por él a lo largo de nuestras primeras citas, después
de aquella noche ya estaba completamente enamorada. Jamás sabré cómo adivinó mi
gusto por la comida gallega, por la que siento auténtica devoción desde aquel
viaje a España que realicé siendo aún muy joven. Durante varias semanas había
sido su guía por los rincones para mí más especiales de esta mi ciudad, y de la
noche a la mañana se vuelven las tornas y es él el que me descubre aquel
pequeño restaurante gallego, Casa Isidro, recién inaugurado en una pequeña
calle de Manhattan Sur.
–No
me lo puedo creer.
–¿Te
gusta? –sonrió adorablemente.
–Me
encanta. ¿Cómo supiste que sentía debilidad por la comida gallega? Jamás te he
hablado de eso que yo recuerde.
–Bueno,
ya te dije que conozco a una Gwen que se parece mucho a ti.
–Empiezo
a creerte, sí señor.
–¿Y
antes no?
–Tenía
mis dudas.
–¿Ah,
sí? –se hizo el sorprendido.
–Sí. Apenas
te conozco, no puedo confiar en ti aún. Siempre que nos vemos me dejas hablar y
hablar sin contar tú nada. Empiezo a sospechar que escondes algo.
–No,
simplemente tus historias son mejores que las mías.
–Seguro,
pero a mí también me gusta que me cuenten cosas.
–Bueno,
ya te digo que no tengo nada interesante que contar, pero haría lo que fuera
por romper tú desconfianza. ¿Qué quieres saber?
–No
funciona así, no es un interrogatorio, Yil. No quiero que respondas a mis
preguntas, sino que me cuentes algo, lo que te salga.
–No
sé… es que no tengo nada interesante que contar.
–Venga,
no estropees este momento.
–A
ver… ¿Sabes que tengo un pariente vivo con ciento sesenta y dos años?
–¿Qué?
–Como
lo oyes. Es un tío abuelo por parte no sé de quién que aún sigue vivo y sin
intenciones aparentes de morirse a pesar de su edad.
–Yil,
¿me estás tomando por tonta?
–No,
te lo aseguro. Te juro que es verdad.
–Estás
a punto de estropear el momento, chico.
–No,
¿por qué? –parecía realmente preocupado por lo que había dicho yo, y eso hizo
que me gustara aún más–. Me dijiste que te contara algo de mí, y me pareció que
ésa era una buena anécdota. A la gente le suele gustar cuando se la cuento.
–Sí,
ya. Te dije que me contaras algo de ti, no la primera fantasía que se te pasara
por la cabeza. Parece que al final voy a tener que preguntarte yo, mal vamos.
–Lo
siento, no sé…
–A
ver, ¿a qué te dedicas, que nunca me lo has dicho?
–Soy
asesor de una multinacional de la minería y otros negocios derivados –respondió
con la mano en el pecho.
–Bueno,
eso puede ser. ¿Y qué te ha traído a esta ciudad, por qué has venido?
–¿Sinceramente?
–Eso
por descontado.
–He
venido por ti.
Pasaron
unos segundos sin que ninguno de los dos añadiera nada más. Fue un simple
requiebro, la verdad, pero hubo algo en su gesto, en la forma de decirlo, que
hasta hizo que me creyera aquellas palabras.
–No
te miento, te lo juro –añadió por fin. Después se incorporó ligeramente y
acercó sus labios a los míos para robarme aquel primer beso.
–Aún
no te he dicho que confíe en ti hasta ese punto.
–Perdón
–dijo con una sonrisa de oreja a oreja.
–Estás
perdonado.
–Mire,
amigo, no sé quién es usted ni qué es lo que puede estar buscando al preguntar
por ese asunto y, ni tengo por qué, ni debería decirle nada al respecto. Pero
está de suerte, ¿sabe?, me ha cogido en un buen día. –Se llama Mark Heller, y
tiene cuarenta y seis años. Trabaja como agente para el SCM (Comisión de
Seguridad y Cambio de Moneda de los EEUU) desde hace ya mucho tiempo. Ha llegado
a un punto en la vida en el que el éxito tanto profesional como personal que ha
conseguido le hacen contemplar la existencia con esa perspectiva que sólo las
personas verdaderamente felices y tranquilas tienen–. Tampoco es nada
interesante, por otra parte. El típico caso de uso de información privilegiada:
un desconocido, quizá el hombre de paja de algún pez gordo, se dedica a ganar
dinero fácil jugando con cartas marcadas en este juego de la bolsa. El problema
es que resultó ser demasiado ambicioso, rayano en la estupidez diría yo. ¿A
quién se le ocurre que semejante ganancia podía pasar desapercibida? Es absurdo
–sonríe, mientras apura con delicadeza y verdadera habilidad en el uso de los
palillos los restos de sushi de su comida–. No me eche mucha cuenta, pero desde
el primer momento pensé que todo era una pantalla de humo para ocultar algo que
podría ir mucho más allá, quizá porque me resultaba incomprensible tanta
ingenuidad y falta del planificación. Hubiese sido sencillo ocultar la
evidencia, al menos en parte. Simplemente con que hubiera hecho algunas malas
inversiones para despistar le hubiera bastado, y no creo que hubiese dejado de
ganar tanto como para que el negocio no fuera totalmente redondo. De esta
manera lo único que ha conseguido es que lo atrapemos y perderlo todo –retira su
plato y pide un té, al tiempo que mira por enésima vez su reloj–. Discúlpeme –dice
refiriéndose a su último gesto–, es que esta tarde creo que mi hija y mi yerno
van a darme una gran noticia; han ido a visitar al tocólogo de Mary –me guiña
un ojo–. Como le iba diciendo, Carlssin al final lo perdió todo por su gran
ambición, o quizá ganó algo que se nos escapa a los demás, quién sabe. El caso
es que dejó tantas pistas tras de sí que en apenas unas semanas de
investigación y con muy poco trabajo se consiguieron reunir las suficientes
pruebas como para ir a por él y atraparle. Hasta se puede decir que parecía
estar convencido de que lo atraparíamos, y nos esperaba. Fue curioso. Y después
hubo más sorpresas, como lo de que no exista ninguna información ni registros
sobre él anteriores al 2002. Se lo aseguro, no consta en ningún lado, como si
hubiese aparecido de la nada súbitamente. A partir de ahí el caso pasó a otras
manos y apenas conozco algún rumor de las otras sorpresas que me consta se
revelaron después. Así que nada más le puedo decir yo, tendrá que recurrir a
otro si quiere seguir investigando. Disculpe –se excusa para contestar a la
llamada que desde hace nos segundos está haciendo sonar su teléfono móvil. La
plenitud de la sonrisa que ahora se desborda en su rostro hace completamente
innecesarias más explicaciones para saber qué noticia le llega con la llamada–.
Lo siento, tengo que irme –se levanta se pone los zapatos y recoge la chaqueta–.
Y no se preocupe por la comida, está todo pagado. Suerte con lo suyo –se
despide a medio camino de la puerta.
Qué
rápida pasa la vida cuando una está enamorada. Quizá sea que el tiempo vuela
cuando somos felices, o que las brumas del amor nublan todo atisbo de esa
realidad cotidiana que hace de la vida un monótono e interminable pasar de
página. Extrañamente en mí, una persona siempre consciente de sus obligaciones
y sus prioridades, había perdido el norte por aquel hombre del que seguía sin
saber casi nada después de dos semanas de conocimiento y otras dos de intimidad.
Tonta de mí, incluso empecé a soñar con un futuro a su lado, lejos de la
realidad, de lo que hasta entonces había sido mi vida.
–¿En
qué piensas? –me preguntó una mañana. Los primeros rayos del Sol nos habían
sorprendido abrazados en un lado de mi cama, más que juntos.
–¿Tú
qué crees?
–No
sé, creo que estás tratando de imaginar qué te voy a proponer hacer hoy, o
pensando en sorprenderme tú.
–No,
hoy no quiero sorpresas. Me conformo con pasar el día aquí junto a ti, los dos
solos –me volví hacia él.
–¿De
veras?
–Sí.
¿A ti no te apetece?
–Claro
que me apetece –se dejó besar–. Pero podemos aprovechar la tarde para salir por
la ciudad, ver cosas.
–¿Por
qué, por qué tanta urgencia? Siempre estamos como si tuvieras que marcharte
pronto. ¿Es así? –me asaltó la preocupación.
–No
lo sé, quizá. ¿Pero qué importa el mañana si aún tenemos el hoy para vivirlo?
Vivamos.
–Sí,
supongo que tienes razón, pero cuesta no pensar en el futuro cuando amanezco
así a tu lado –esta vez fue él quién me besó a mí.
–Yo
también siento lo mismo por ti.
–No,
no quiero que me malinterpretes, no te estoy presionando ni pretendiendo que
esto sea más de lo que es.
–No
hacen falta explicaciones.
–Pero
yo sí quiero dártelas, y que hablemos de ello, aunque sea por una vez. Ya sé
que apenas nos conocemos, sobre todo yo a ti, pero siento que esto que hay
entre nosotros es algo verdaderamente especial. Llámame cría si quieres.
Supongo que eso es lo que parezco, una cría enamoradiza, pero estoy segura que
tú eres distinto al resto de hombres que he conocido a lo largo de mi vida.
Siento una sintonía especial entre nosotros, como una predestinación, y me
gustaría pensar que tú sientes lo mismo.
–Sí,
yo también.
–Si
es así sé sincero conmigo y dime si te tienes que marchar pronto.
–Sí
−me acercó a su pecho cuando se me saltaron las lágrimas.
–¿Podría
ir contigo?
–Lo
siento, por mucho que ambos queramos es imposible –dijo tras la larga pausa que
medió entre un latido de mi corazón y otro–. No te puedo dar más explicaciones,
pero tienes que creerme.
–No
hace falta que me las des, ya te dije que no pretendo nada. Pero dime que
siempre habrá una posibilidad de volver a verte cuando te hayas ido, aunque sea
una entre un millón –esperé su respuesta más de lo que mi alma podía soportar–.
Miénteme aunque sea, por favor –musité por fin, y después lloré largamente su
silencio.
–Escuche
amigo, sé que ya ha estado husmeando por ahí acerca de este asunto, no quiera
jugar conmigo, no me gusta que nadie lo haga. ¿Quiere saber algo del tal
Carlssin? Muy bien, yo soy su hombre. Estoy dispuesto a hablar y a no hacer
preguntas, pero nada es gratis en el mundo, y menos teniendo en cuenta que me
juego el puesto de trabajo. –Se llama Edward Lorriman, y tiene cuarenta años.
Trabaja para la oficina de delitos monetarios de FBI, y suele estar dispuesto a
ganarse un sobresueldo facilitando información reservada a la que por su cargo
tiene acceso. No siempre fue así, pero su traumático segundo divorcio y su
creciente adicción tanto al alcohol como a otros vicios menos confesables le
están haciendo caer cada vez más bajo–. Bien, parece que nos entendemos –coge
el sobre que deposito sobre la mesa y se pide su tercera ronda cuando mi vaso
aún está casi lleno de la primera–. Como le he dicho, soy su hombre. Yo participé
tanto en los interrogatorios como en la redacción del informe final del tal
Carlssin. Menudo pájaro –apura su Whisky y se pide otro más–. El caso nos lo
pasaron del SCM ya prácticamente hecho, sólo había que ir a detenerlo y
terminar con el interrogatorio y el informe final que pasar al fiscal del caso.
Hasta ahí todo normal, pero a partir del interrogatorio aquello fue una feria. Ni
siquiera habíamos empezado a presionarle, aunque con la abrumadora ristra de
pruebas que teníamos contra él bien se podía sentir acojonado, cuando el tipo
empezó a soltarse con lo del viaje en el tiempo. Que venía del futuro, decía,
por no sé qué de que según los registros de su época ésta nuestra constaba como
una de las más propicias en cuanto a desastres bursátiles. Se imagina –se ríe
excesivamente; también resulta excesiva la nueva copa que se pide–. Qué hijo de
puta. Allí ni nos creíamos la cantidad de gilipolleces que el tío estaba
soltando por esa boca. Que se había equivocado, que no quería hacer mal a
nadie, que si nos iba a dar la cura para el SIDA o a decirnos donde está el
cabrón de Bin Laden –de nuevo es presa de un ataque de hilaridad–. Lo siento.
Por dónde iba… Sí –prosigue entre risas mal contenidas–, Carlssin estaba
dispuesto a decirnos lo que fuera con la condición de que le dejásemos ir al
lugar donde estaba su máquina del tiempo y largarse a su época. Incluso
recuerdo cómo Quinelli le siguió la mentira y le dijo que si nos enseñaba el
cacharro y comprobábamos que era auténtico la mayoría de los cargos presentados
no tendrían validez –vuelve a reírse, mientras aprovecha para pedirse una nueva
ronda–. Y sabe lo mejor, le juro por mi madre que si aquel tipo no se creía la
imbecilidad que nos estaba contando es que era el mejor actor del mundo que yo
haya visto en acción, se lo aseguro. Aparte de eso, cuando empezamos a
investigar sobre su persona nos topamos con que no hay nada relacionado con
Andrew Carlssin con fecha anterior al 2002. En la ciudad sólo el imbécil de su
casero y un chalado que le enseñó a invertir por internet lo conocían. Un
misterio. Y si quiere saber qué pasó con el dinero, igual. No estamos seguros
si ganó –su habla se vuelve confusa por momentos, pero no se priva de pedirse
un nuevo Whisky–… Yo qué sé, millones de pavos. El caso es que los estuvo
moviendo alrededor del mundo hasta hacerlos casi imposibles de encontrar para
al final devolverlos a su primera cuenta, todos juntitos como buenos hermanos –tiene
un nuevo acceso de risa que esta vez casi le hace perder el equilibrio y caerse
de la silla–. El muy imbécil. Lo mandamos a Rikers a ver si ahí se le aclaraban
las ideas… y no supimos más de él. ¿Qué le parece? Pasado el tiempo
desaparecieron los informes, las grabaciones, y el maldito Carlssin. Supongo
que volvió al mismo agujero del que salió en el 2002. Eso es todo. ¿Ya se va? –añade
al ver cómo me levanto–. Vamos, no sea aburrido, ¿no ve que estoy comenzando a
animarme? Yo le invito, tengo dinero –dice riéndose y palpando el costado
izquierdo de su americana. No logro entender qué más me dice mientras me marcho
del local.
Había
estado intentado prepararme para ese momento desde hacía mucho tiempo, pero no
sirvió de nada. Y menos aún al no poderme despedir de él en persona. Había
pasado una larga semana de malestar físico y tristeza desde la última vez que
lo vi, una semana de evasivas cada vez que hablábamos por teléfono y de
preocupación por su tono y sus palabras intranquilas. Sabía que le pasaba algo,
y se negaba a decirme qué. Por fin, todo se precipitó con aquella llamada.
–¿Gwen,
cariño?
–Sí.
–…
–¿Sí?
–… No
sé por donde empezar –parecía tener un nudo en la garganta, yo también.
–Por
donde quieras, ya te dije hace tiempo que no había compromisos ni me tenías que
dar explicaciones que no quisieras darme –esperé haberme precipitado.
–Sí,
lo sé. Pero a mí me gustaría poder dártelas –confirmó mis mayores temores.
–No
hace falta. Te marchas, supongo.
–Sí,
se acabó mi tiempo. Y he llegado a quererte tanto que no sé qué voy a hacer sin
ti en adelante.
−No
tendría por qué ser así, estoy dispuesta a lo que sea.
–Tiene
que ser así, te lo aseguro. Por mucho que nos duela a ambos.
–De
acuerdo.
–Siento
no poder explicártelo todo para que me creas de verdad y no pienses que te
abandono, pero te juro que así es.
–Una
vez te pedí por favor que me mintieras, ahora te pido que no lo hagas.
–Te
juro que no te miento, y que te quiero, y que nunca te olvidaré. Te amo.
–Yo
también a ti –colgué, porque no podía soportarlo más.
Horas
más tarde fui yo quien lo llamó por teléfono pero no pude dar con él. El número
que marcaba, el que siempre había marcado, dejó de existir, y cuando consulté
con mi operadora acerca de mi listado de llamadas, no había ninguna recibida
desde o efectuada hacia él. Perdí los nervios, e insulté a la teleoperadora. Tampoco
pude dar con él por ningún otro medio, ni ese día ni más adelante. Y lo cierto
es que tardé mucho tiempo en asumir que Yil había desaparecido de mi vida tal
como había aparecido, de la nada.
Informe
del caso Redmond.
Hechos:
Detectadas
trazas de un cronodesplazamiento no autorizado el 27 de septiembre de 2211 en
la ciudad de Nueva Chicago, procedimos a rastrear la señal hasta localizar la
fuente de emisión en los laboratorios privados de la Mars Mining Corp, sitos en
dicha ciudad y pertenecientes al Emporio Redmond de Inversión Privada. Una vez
conseguida la orden de investigación pertinente y ya personados en las
mencionadas instalaciones, fuimos informados por un portavoz de la compañía de
que, efectivamente, un cronodesplazamiento no autorizado había sido efectuado
por la persona de Yil Redmond, hijo del actual presidente del emporio, desde
dichos laboratorios.
Siguiendo
el protocolo de actuación fui desplazado a la fracción temporal contaminada
para realizar una valoración del nivel de ingerencia y establecer un plan de
descontaminación.
Análisis:
Una
vez recopilada toda la información pertinente y cotejada con el Registro
Cronológico Maestro, no ha sido detectada ninguna alteración sustancial de la
Continuidad Temporal, siendo las trazas del hecho no perdurables más allá de
cinco o diez años.
Actuación:
Se ha
procedido al borrado de toda la información de los registros de la época, no
siendo necesario ningún tipo de intervención respecto a los sujetos contactados
por el infractor, ya que en ninguno de los casos se estima que la relación pueda
devenir en condicionamientos de actuación posteriores. Más allá de esto, el
incidente apenas ha trascendido a la opinión pública de la época y, como se ha
mencionado, no es de esperar que persista más allá de los cinco o diez años en
el imaginario popular. Tampoco es de esperar una influencia decisiva de los
hechos en cualquier otro ámbito de la fracción temporal violada ni en las
inmediatamente posteriores.
Conclusión:
Por
la totalidad de pruebas recopiladas y tras la intervención previamente
reseñada, estimo que sólo se puede acusar al infractor Yil Redmond de un delito
de tentativa de violación de la Continuidad Temporal en tercer grado, y
demandar a la compañía por negligencia en la custodia de tecnología de
desplazamiento espaciotemporal.
Notas:
A
pesar de la falta de pruebas adicionales y sin contradecir las conclusiones
finales del informe, me veo en la obligación de señalar mis dudas respecto a
las lagunas que a mi entender ha dejado el caso tras de sí. No parece existir
un móvil lógico para la actuación de Yil Redmond, habiendo encontrado indicios
durante mi investigación, especialmente a través del testimonio de las personas
contactadas, de una planificación a grandes rasgos quizá tendente a evidenciar
las conclusiones ya expuestas; e incluso me atrevería a decir que basada en
información reservada de nuestro Registro Cronológico Maestro, a pesar de lo
que ello implica. Siendo esto así, creo que debería tomarse en consideración
una moratoria en la redacción del informe final que debe ser entregado al
fiscal del caso para desarrollar una investigación más en profundidad que pueda
arrojar luz sobre estas incongruencias y sospechas señaladas.
Gney
Drash
Agente
de la Comisión Reguladora de la Continuidad Temporal
Querida
Gwen,
si
mis cálculos son correctos, y por circunstancias estoy seguro de que lo son,
esta carta llegará a tu poder doce días después de la última conversación
telefónica que acabamos de tener. Como hace un momento, te reitero mi pesar por
no poder revelarte toda la verdad que se esconde tras esta nuestra historia en
común, y por el poso de desconfianza que ello dejará en ti y que sin duda
empañará el recuerdo que de mí te quede. Lo único que puedo decirte ahora es
que sí ha sido fruto de la predestinación el cruce de nuestras vidas, como tú
bien sentiste, y que lo único que lamento del papel que me ha tocado
representar en esta historia ya escrita sea esa escena final en la que tenemos
que separarnos.
Tampoco
creo que abunde en una mayor confianza tuya en mis palabras el hecho de que
esta carta, en lugar de por los conductos normales, te haya sido entregada en
mano y a través de un total desconocido, pero era imperioso que nada pudiese
relacionar el nombre de Gwen Redmond con mi persona.
Aunque
te parezca una locura, es para mí un orgullo el ser el primero en anunciarte
que estás embarazada, cosa que pronto te confirmarán. Sí, no te miento, y
tampoco te miento al decirte que el fruto de nuestra unión que ahora llevas en
tu seno será la personalidad más importante y decisiva en la historia de
nuestra familia.
Ahora,
ya definitivamente, tengo que despedirme de ti. Creo que tu futuro será tan
maravilloso como tú te mereces, y para facilitarte las cosas la primera nota
adjunta son número, clave y demás datos, de una cuenta cifrada en la que podrás
hallar un depósito a tu disposición con el que espero no te falte de nada. La
segunda nota son los datos de otra cuenta y la llave de una caja de seguridad,
que deberás entregar a nuestro hijo cuando llegue a la mayoría de edad. Eso es
para que él también pueda cumplir con su destino.
Tuyo
siempre,
Yil.
Segundo accésit del II Premio Internacional de las Editoriales Electrónicas
1 comentarios:
Interesante relato, sobre todo por la forma elegida. Me ha gustado ese intercalar escenas dejando hablar al testigo de turno. Y las acotaciones que sirven para describirles.
Cuando habla el del FBI borracho me ha parecido que faltan algunas interrogaciones, ya que el tono parece ser ese.
La distinción de lenguaje y expresión cuando es Gwen la que habla también me parece logrado. Y me encanta esta frase: "No sé, a lo mejor fue que sentí al destino acercándose".
Publicar un comentario