Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

viernes, noviembre 30, 2018

Antonio López Tirado, una momia moderna (Entrevistas Imposibles)




Eata es la primera de las Entrevistas Imposibles, la historia de Antonio López Tirado, una momia moderna...




Hay un vecino del populoso barrio de la Macarena, en Sevilla, al que casi todo el mundo conoce. Su nombre es Antonio López Tirado, pero por aquí todos le llaman Antonio el Momias, o simplemente el Momia. Antonio, pasados ya los setenta años, aún conserva un buen aspecto y un vigor físico realmente envidiables para alguien de su edad. Hombre fornido y alto, de cejas y barba tupidas, a juego con el laurel de canas que puebla sus sienes, este ex alférez de la Legión, ex marino mercante, ex camarero, ex cocinero, ex dueño de multitud de negocios y otros tantos oficios más, pasa la jubilación y el, según sus propias palabras, “poco tiempo que le queda de vida”, tratando de organizar lo que serán sus últimas exequias y enterramiento. Esto de por sí no resultaría nada singular, siendo muy común entre personas mayores o cercanas a la muerte el volcar la atención en este tipo de asuntos, si no fuera por la peculiar forma en que pretende se efectúe la ceremonia.


Visitamos la casa de Antonio, previa cita, un martes de enero, por la mañana temprano. La dirección que tenemos corresponde a un viejo edificio cercano a la plaza del Pumarejo, cuya adusta y estropeada fachada contrasta con el lustre y el aseo de las dos casas anejas, recientemente rehabilitadas. Don Antonio nos recibe en mangas de camisa a pesar de la estación, concretamente vestido con el uniforme completo de legionario y mostrando sus medallas, sus tatuados antebrazos y la frondosidad de su pecho. Tras un afectado “Buenos días. Antonio López, caballero legionario.”, el propietario nos franquea la entrada a lo que sin duda es, más que un hogar, un auténtico santuario. Desde el vestíbulo, extendiéndose por todas las estancias que contemplamos en nuestro camino hacia el despacho del fondo, una abigarrada ornamentación, mezcla de motivos egipcios, hindúes, grecorromanos y otras tantas influencias, satura cada rincón de la vivienda y casi produce lo que podría ser una variante chabacana del Síndrome de Stendahl. Aquí y allá, como repartidas a modo de guindas entre el exuberante collage artístico, destacan unas vitrinas rústicamente iluminadas en las que se conservan restos momificados de animales y en algunos casos incluso de personas. También hay multitud de fotos colgadas de las paredes, varias de ellas de aspecto muy antiguo y sin duda cargadas de recuerdos. Sin embargo, no es hasta llegados al despacho cuando tenemos la oportunidad de contemplar lo que son las verdaderas joyas de esta curiosa colección. Repartidas por las cuatro esquinas de la sala, tan profusa y heterogéneamente decorada como el resto de la casa, hay tres momias humanas de cuerpo completo y un busto momificado. Otro importante elemento de la estancia, además de la mesa de despacho completamente equipada y con sus archivadores correspondientes, son unas estanterías copadas con una más que respetable colección bibliográfica dedicada a todo lo referente a momias y civilizaciones practicantes de este tipo de rituales funerarios.

Una vez acomodados y dispuestos, sin más preámbulos, atendiendo a la expresa petición de don Antonio, entramos de lleno en la proyectada entrevista.

Para empezar, don Antonio, nos gustaría que hiciera una presentación personal de usted mismo.

Bueno, yo me llamo Antonio López Tirado, tengo setenta y seis años y soy pensionista hace más de diez. Vivo desde que me jubilé en esta casa que ustedes ven, en compañía de mis pequeñas (dice con una tierna sonrisa en la cara y mirando a las cuatro momias de las esquinas) y… bueno, de mis recuerdos. Soy una persona sencilla, aunque tenga una vida interior, unas inquietudes y unos intereses, que supongo no resultan del todo normales para la gente en general pero que a mí, personalmente, me hacen feliz. Además, me gusta pensar que soy visto como alguien que no se mete con nadie, que respeta a los demás y que se da a cualquiera que lo necesite; en fin, que soy lo que se dice buena gente.

Aparte de a los quehaceres diarios de toda persona normal de mi edad y el mantenimiento de esto (abre los brazos señalando a lo que nos rodea), dedico mi tiempo a preparar lo que será mi ritual funerario, algo que por cierto está costando lo suyo debido a que la gente es muy cerrada para todo lo que se sale de sus esquemas comunes, amén de una burocracia que parece establecida simplemente para cerrar puertas en lugar de ordenar las cosas. También me gusta alternar, en la medida de lo posible, con los viejos amigos que aún siguen con vida, y mantener el contacto con las muchas personas de todas partes del mundo a las que conozco.
           
Sabemos, don Antonio, que es usted una persona que ha vivido la vida intensamente: ha viajado mucho, ha tenido infinidad de ocupaciones en diversas partes del mundo, ha conocido a una gran cantidad personas de todas las nacionalidades, y en general ha pasado por multitud de experiencias. ¿Qué podría contarnos usted de su pasado?

Mi pasado, dice usted. Muchos libros se podrían escribir con todo lo que yo he hecho y pasado en esta vida (se arrellana en su sillón, complacido por la pregunta), pero trataré de resumirlo todo lo que pueda. Yo nací en el seno de una familia pobre, muy pobre. Le digo, y esto sin exagerar, que yo he vivido debajo de un puente; como lo oye. Éramos cinco personas: mi madre, mis dos hermanos mayores, mi hermana pequeña y yo. Mi padre había muerto siendo yo muy pequeño, y la situación en la que quedó mi madre, embarazada por entonces y con tres hijos a su cargo, no se la deseo yo a nadie en este mundo. Teníamos tanta hambre que los perros vagabundos, en lugar de acercarse a nosotros en busca de comida, nos rehuían como a la peste, no fuera a ser que nos los comiéramos a ellos (se ríe). Por suerte, eso que dicen de que el hambre agudiza el ingenio debe ser cierto, porque en cuanto tuvimos uso de razón, tanto mis hermanos como yo, nos convertimos en auténticos maestros en lo que a buscarse las habichuelas se refiere. Repartíamos hielo, cargábamos carbón, limpiábamos zapatos, vendíamos papeletas de lotería, almohadillas en la Maestanza o viseras en los campos de fútbol, recogíamos chatarra, cazábamos todo bicho viviente en muchas partes de la ciudad que antes eran campo, y un largo etcétera. Y sobre todo éramos una piña, porque allí si comía uno comíamos todos, y si uno no comía, no comía nadie.

Después, cuando ya por fin conseguimos establecer a mi madre y a mi hermana de una manera más o menos digna, cada uno de los tres hermanos intentó tomar su camino en la vida. Yo, que quizá era, por así decirlo, el más inquieto, el más curioso de los tres, decidí que lo que por aquí había por ver ya lo tenía visto y que necesitaba nuevos aires. Me planteé en un principio llegar a Francia, a París. Me hacía ilusión, no sé por qué y, aunque no tuviera medios para hacerlo, voluntad sí que tenía, y como yo siempre he pensado que con voluntad se consigue lo que uno quiera en esta vida, así me eché al camino. Eché muchas peonadas en los campos de Extremadura, hice de todo en Madrid, incluso de palmero en un tablao flamenco. También trabajé en los altos hornos de Bilbao, donde conocí a un francés que me enseñó a chapurrear un poco el idioma y me dio muchos consejos para cuando por fin pudiera llegar a su país. Ya entrar en Francia costó un poco más, por las circunstancias políticas, ya se sabe, pero como allí hacía falta gente que supiera fajarse en los campos al fin pude pasar la frontera con motivo de la vendimia. Trabajé también de albañil, de jardinero en una mansión de una gente de posibles, de guarda de un cementerio, incluso, y al final llegué a París para hacer moldes de escayola en el taller de un compatriota que había conocido por casualidad.

Allí pasé algo menos de un año, empapándome de lo que es París y trabajando mucho, como siempre a lo largo de toda mi vida. Lo que pasa es que yo soy, como se dice, culo de mal asiento, y en cuanto me surgió la oportunidad me lié la manta a la cabeza y me marché a Bélgica, para entrar en una empresa de importación y exportación de quesos, vinos y otros productos. También me gustó Bélgica, precioso país, sobre todo por sus gentes. Aún conservo, a pesar del largo tiempo pasado, muy buenas amistades en aquel lugar.

De Bélgica pasé a Alemania, para trabajar en una cadena de montaje de automóviles, y después de maquinaria industrial. Toda una experiencia mi vida en Alemania, donde disfruté mucho. De allí lo que más me gustaron (sonríe con picardía) son las mujeres, esas mujerazas altas y rubias, de cuerpos rotundos y grandes pechos. Vaya, incluso estuve a punto de casarme con una alemana, aunque al final no lo hice porque yo sabía que, como en todas partes, tampoco allí duraría demasiado, y no quería cortarme las alas por una mujer, fuera ésta lo hermosa que fuese.


Pasado el tiempo di con mis huesos en Holanda, un sitio muy bonito, y de allí, por circunstancias, pasé a Inglaterra. De Inglaterra conocí Londres, Manchester y Liverpool, lo que me brindó la oportunidad de ser uno de los pocos españoles que vio a los jóvenes Beatles tocando en La Caverna. Allí también hice de todo, desde trabajar en una destilería, pasando por ser camarero y, por último, conocer a un armador español gracias al cual pude enrolarme como cocinero al principio, y como simple marino después, en un navío que hacía la ruta de oriente. Gracias a eso conocí, entre muchos otros lugares, China, Japón, Corea, la parte oriental de la antigua U.R.S.S., y sobre todo la India y Egipto, lugares y gentes que me marcaron profundamente. Por desgracia por aquella época murió mi madre, que en paz descanse, y sentí que era el momento de volver a casa para estar con los míos, aunque fuera temporalmente.

Ya de vuelta, con montones de ideas en la cabeza que me habían cambiando profundamente, traté de adaptarme lo mejor posible. Monté varios negocios con el dinero que traía de mis viajes, unos junto a mis hermanos, y otros por mi cuenta. Algunos salieron bien, y otros no tanto, pero yo ya era una persona distinta, muy distinta a la que se marchó años atrás, y además seguía teniendo ese gusanillo dentro que no me permitía establecerme en ningún sitio por mucho tiempo y que me impulsaba a conocer cosas nuevas. Fue por eso que, a pesar de que ya tenía cierta edad y por mediación de algunos contactos, acabé alistándome en la Legión; principalmente por probarme a mí mismo.

La Legión fue el último gran cambio de mi vida. Allí aprendí montones de cosas, sobre todo de mi propia persona, e hice grandes amigos. Me gusta pensar que en general fui muy apreciado allí, tanto por mis superiores como por mis subordinados, cuando los tuve, y que aún sigue vivo mi recuerdo entre los compañeros que todavía siguen en activo.

Cuando por fin me licencié volví aquí a Sevilla, a vivir en esta casa y, tras montar un par de negocios que no fueron nada mal, al final recogí ganancias y me retiré ya definitivamente para dedicarme por entero a las pasiones que mi visitas a la India y a Egipto habían despertado en mí. Y así hasta el día de hoy.

 Ahora nos gustaría que nos hablara de esa vida interior, esas creencias cuyo origen hemos podido entrever en el relato de sus viajes, que hacen de usted una persona especial para el común de sus convecinos.

Bueno, especial es una bonita forma de decirlo; la gente normalmente lo llama raro, cuando no cosas peores (se ríe). Pero no es algo que me moleste. Yo viví en la España católica apostólica y romana de Franco, y entonces sí que había que andarse con cuidado para no toparse con la Iglesia. Hoy en día uno puede ser casi lo que quiera y exponerlo abiertamente si le apetece sin temor a que, más allá de tener que soportar las burlas de los más incrédulos y graciosillos, le puedan hacer algo. En mi caso particular, además de que las raíces de mis creencias vienen de lejos y no son muy conocidas por estas latitudes, yo siempre he sido una persona básicamente autodidacta, y en el caso de la religión se podría decir que tengo un credo propio mezcla de cosas que he ido aprendiendo aquí y allá y que me han parecido bien por una u otra razón.

Básicamente yo creo en el karma y en el ciclo de reencarnaciones o samsara, en el renacimiento una vez este cuerpo que ahora habito haya desaparecido y en la importancia de mis actos durante esta vida a la hora de decidir en qué me reencarnaré, todo ello orientado hacia la liberación final y la unión con lo divino. Esto es a grandes rasgos lo que descubrí en la India, y a ello, de manera totalmente personal, habría que añadir la creencia de que no sólo existe un débito kármico para con las vidas futuras y la liberación final, sino también con respecto a las vidas pasadas, cosas que hicimos o no hicimos en anteriores existencias y que nos atan a este mundo a menos que hagamos algo de manera directa y particular. Es decir, suponiendo que yo, en una vida anterior, hubiera sido por ejemplo el profanador de algún lugar sagrado, no bastaría con mis buenas acciones actuales para borrar la falta, sino que tendría que hacer algo específicamente dirigido a borrar esa falta concreta. Evidentemente sería imposible en una sola vida subsanar la multitud de actos de este tipo que hayamos podido hacer en la infinidad de existencias que nos preceden, incluso sería imposible tener conocimiento de todas ellas, pero sí que creo que el karma, a través de visiones, regresiones o lo que sea, nos puede avisar de aquello que, en esta existencia actual, podemos enmendar de alguna reencarnación anterior (calla por un momento, mirándome fijamente y sin perder la sonrisa).

Supongo que ahora se preguntará qué tiene que ver todo esto de la transmigración de las almas con la momificación, ¿verdad? Bueno, es aquí donde entra a colación mi experiencia en Egipto, ese maravilloso país lleno de misterios y que arrastra tras de sí un pasado milenario y fascinante. Yo he estado allí en varias ocasiones, algunas por mi trabajo como marino mercante y otras como fruto de viajes que hice de manera totalmente personal. Realmente se puede decir que estoy enamorado de aquel lugar, de su historia y de los magníficos vestigios que de ella quedan. La primera vez que pisé aquella maravillosa tierra fue a finales de 1967, poco después de la famosa guerra de los seis días. En un principio no teníamos previsto hacer escala en la zona, pero como es de todos sabido, el Canal de Suez, que formaba parte de nuestra ruta hacia oriente, quedó cerrado al tráfico internacional tras la guerra. Por eso, mientras el patrón se buscaba la manera de que nos permitieran pasar para seguir nuestro camino, tuvimos que hacer parada allí durante cerca de un mes. La situación desde luego no era la más propicia para hacer un viaje de turismo, pero la verdad es que nos las arreglamos muy bien para visitar muchos de los grandes monumentos de la antigüedad que allí se conservan y experimentar el misterio y la fascinación que producen.

Fue en aquellas circunstancias, durante la tercera semana de nuestra estancia allí, tras visitar Saqqara, cuando tuve mi primera visión. Yo comprendo que esto suena a fantasía, a locura incluso, pero para mí aquello fue algo muy real, y me marcó tan profundamente que me hizo plantearme una serie de cuestiones personales, vitales, para las que creo encontré respuesta durante mi visita a la India, la toma de contacto con el hinduismo, y la adopción de los planteamientos religiosos antes mencionados. En aquella primera visión me vi como integrante de la corte del faraón, cómo conspiraba contra él y urdía su muerte, para después usurpar el trono y convertirme en su sucesor. Después fui testigo de mi reinado, corto y convulso, y de mi muerte a manos de los servidores del hijo de aquel al que maté. En los días siguientes tuve otras dos visiones relacionadas con lo mismo, aunque más centradas en el fin de aquella existencia mía. Por supuesto en este relato hay muchos detalles que sólo después, cuando investigué personalmente el asunto a través de la historiografía del antiguo Egipto, pude comprender realmente, porque en su momento aquello sólo fueron imágenes particularmente vívidas pero incomprensibles para mí por una falta de conocimiento del contexto histórico.

A día de hoy, y tras una profunda investigación, creo poder afirmar que soy la reencarnación de Userkara, un faraón de la sexta dinastía que accedió al trono usurpándoselo a Teti y que al final fue derrocado por el hijo de éste, Pepy I. Y fue ahí donde se fraguó ese débito kármico que en esta vida, a través de esas visiones, entiendo que se me ha encomendado subsanar. Porque Userkara, al haber sido el asesino y usurpador del trono de Teti, fue condenado por el hijo de éste a una de las peores penas que en aquella época se le podían infligir a una persona de la nobleza, y es que se le negó la posibilidad de la vida eterna, ya que sus restos, en lugar de ser embalsamados, fueron entregados a las bestias para que los devoraran. Por eso yo ahora me considero en la obligación de practicar sobre mis restos los ritos funerarios que no se practicaron sobre los restos de Userkara.               

Sabiendo esto, don Antonio, ¿cuáles son las disposiciones concretas que usted tiene para lo que será su enterramiento?

Ésa, ésa es la cuestión importante (se incorpora en su sillón, juntando las manos para dar énfasis a su discurso). Yo lo único que quiero es algo muy simple, al menos según mi punto de vista: me gustaría que una vez muerto, y por supuesto corriendo yo con todos los gastos que ello pueda generar, se me permita embalsamar mi cadáver según las técnicas actuales a las que pueda acceder, y que esos restos puedan quedarse en esta casa en compañía de mis niñas (señala a las momias de las esquinas con un rictus de ternura en su semblante).

Creo que no es demasiado lo que pido, e incluso entiendo que este pequeño santuario que con tanto esfuerzo he creado a lo largo de los años bien podría servir como museo público para todas aquellas personas con curiosidad que se quieran beneficiar del caudal arqueológico, de conocimientos y arte, que he podido atesorar a lo largo de mi vida.

Dígame (se enerva por momentos), dígame usted si acaso es demasiado lo que pido para que desde las instituciones, llevados por una cerrazón y una falta de amplitud de miras que me parece inconcebible en personas que ostentan los más altos cargos de las mismas, se me estén poniendo toda clase de trabas y cortapisas para evitar que un pobre anciano como yo, que creo que con razón puedo jactarme de ser una persona de buena voluntad, entregada a sus semejantes en la medida de mis posibilidades y que nunca ha hecho daño a nadie, pueda descansar tranquilo sabiendo que tras su muerte se podrá cumplir su último deseo. Que es una manía, me dicen, una excentricidad, un capricho estúpido de un viejo que chochea y no sabe lo que hace. Se niegan a escuchar mis razones, sin intentar comprender que lo que para ellos es una simple rareza para mí es una creencia profunda que ha marcado toda mi vida desde que desperté a ella.

Y aún más, porque ahora me están pinchando con mis pequeñas, me las quieren quitar (dice con lágrimas en los ojos), arguyendo una serie de pruritos legales y pasando por encima de las autorizaciones que en su momento, a través de ciertos contactos que yo tenía, conseguí para traerlas e instalarlas aquí.

Ésa es la fuente de mis desvelos, la batalla desigual que tengo que librar con el poder establecido y que ocupa gran parte de mi tiempo desde hace ya años. Y ahora espero que a través de esta entrevista llegue a conocimiento de la opinión pública esta situación que a mí se me hace tan intolerable.

Ya para terminar nos gustaría que especificara qué problemas concretos está teniendo usted para llevar a cabo sus deseos.

Bueno, mis problemas son principalmente cuatro, todos relacionados con el ámbito de actuación de la llamada Policía Sanitaria Mortuoria y la Jefatura Provincial de Salud:

El primero es que no se me concede la autorización necesaria para que mis restos, una vez momificados, sean considerados de interés para la enseñanza y puedan ser expuestos aquí con ese fin, porque dicen que no existe un interés público en lo que yo tenga para mostrar.

El segundo problema se refiere a lo que será el propio embalsamamiento de mi cadáver, no dejándome que éste sea sometido a un proceso de taxidermia, el que yo considero idóneo para los fines que busco, remitiéndome a otros procesos menos efectivos como la radioionización o el embalsamamiento común, que por supuesto no satisfacen mis necesidades.

Después también me ponen problemas con la urna de exposición en la que a mí me gustaría que descansaran mis restos, obligándome a utilizar un féretro común y rechazando los varios proyectos de féretro de exposición que he presentado y cuyo mero diseño me ha costado mis buenos euros.

Y por último, ya que quiero que mis restos descansen en esta casa, me obligan a la habilitación de la misma como cementerio, algo que también me está suponiendo muchos quebraderos de cabeza y un considerable gasto de dinero para que después me rechacen los proyectos uno tras otro yo creo que sin mirarlos siquiera.

Esos son, a grandes rasgos, los problemas que estas instituciones sordas y ciegas le están plantando a un pobre jubilado como yo.

Gracias, don Antonio, por habernos concedido esta entrevista.

No, las gracias se las doy yo a ustedes por haberme dado la oportunidad de expresarme y compartir mis sentimientos e inquietudes, algo que otros me niegan sistemáticamente.


“er Caniho” press

 Publicado originalmente en "La Biblioteca Fosca Nº0: La Momia"

 

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