Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

jueves, enero 31, 2019

Virgencita


Cuento breve. Una manifestación mariana que no es lo que parece...




—¡Zacarías! ¡Despierta, Zacarías! —me desveló una voz familiar—. ¡Vamos, dormilón, que tienes trabajo que hacer! —Era mi virgencita la que me llamaba, sin duda algo grave debía estar pasando.

Salí como pude de entre los cartones y me acerqué a la pared, con los ojos engurruñados por las legañas y la mala noche,  y el cuerpo aterido de frío dentro de la cobija que llevaba sobre los hombros.

—Ya estoy aquí, mi doña. ¿Qué sucede? —pregunté alarmado.
—Zacarías, la niña, que se nos quiere llevar a un muchacho.

Allí estaba mi virgencita, en la pared. Un manto marrón, cerrado por sus dos pálidas manos de porcelana, le enmarcaba la cara. Tenía el rostro preocupado, y no era para menos, porque la niña ya nos había jugado muchas malas pasadas.

—¿Dónde está el muchacho?
—En los excusados. ¡Corre, Zacarías! ¡Corre, que ya casi se lo ha llevado!

La borrachera de la noche anterior había dejado baldado mi ya de por sí muy castigado cuerpo. Pero la voluntad de mi virgencita es la mía, y si había que pedirles a mis enfermos pulmones lo que ya no podían dar, así se haría. Solté lo que llevaba encima y corrí, corrí hacia los servicios como nunca creí poder hacerlo. Ya antes de entrar un rastro rojo guió mis pasos. Fuera quien fuese el muchacho del que me había hablado mi virgencita, debía estar al borde de la muerte, casi desangrado a decir de los chorreones espesos que había por todo el suelo.

Al final lo encontré recostado en una esquina, pálido como la cera, tiritando con la cara cubierta por los sudores de la muerte. Llevaba la camiseta y los vaqueros empapados en sangre, la que aún manaba del tajo que tenía en la barriga, mientras trataba de mantener las tripas dentro de su cuerpo. Por los muchos tatuajes que le cubrían los brazos y el extraño rasurado de su pelo, supuse que sería uno de esos jóvenes descarriados que andan todo el día drogados y dándose de trompazos. A estos les tiene especial cariño mi virgencita, dizque son almas alegres y tiernas, y que eso alivia mucho su soledad. Yo, la verdad, desde aquella vez que bajaron aquí a la estación a molestarme y me rompieron el altarcito que le había montado a mi doña, no es que les tenga mucho cariño, no señor.

Pero no era momento de andarse con melindres ni miramientos, porque la niña, la maldita niña, también estaba allí, junto al muchacho, mirándolo de esa manera que mira ella. Da repeluco sólo de verla, tan menudita y seca, con esos ojos grandes y ojerosos que se gasta, siempre vestidita de negro y con la cara arrobada de pena. La primera vez que la vi paseándose por la estación pensé que era una cría que se había perdido; una niña muy rarita, eso sí. Pero ya mi doña me dijo quién era de verdad, al poco de empezar a aparecerse en la pared que hay junto a mi camastro. Me contó que la niña es en realidad un alma en pena que se lleva los espíritus de los moribundos al infierno, y que eso había que evitarlo a toda costa.

—Joven, ¿qué le pasó? —traté de calmarlo mientras me arrimaba a él, procurando en todo momento no cruzar miradas con la condenada niña. El muchacho pareció no haberme oído, tenía la vista perdida—. ¡Vamos, no se me muera! —Lo agarré por los pies y jalé. Entonces volvió en sí, supongo que por el dolor que le debió dar en la herida.
—¡Suélteme, pendejo! —aulló. Le solté las piernas por miedo a que me diera una patada en la cara, y le di de trompadas a ver si se quedaba más tranquilo. Aún le quedaba más vida en el cuerpo de lo que yo creía, pero cuando le hundí los dientes con la punta de la bota ya se quedó quieto. A estos pobres la vida los ha tratado como a perros, tanto que ya sólo entienden el lenguaje de los palos. Y yo tenía que ayudarlo, quisiera él o no.

Lo tomé por debajo de los sobacos y comencé a arrastrarlo en dirección a la pared donde se aparece mi virgencita. Cómo pesaba el condenado, parecía que se me fuera a romper el espinazo del esfuerzo. Y para colmo la niña siguiéndonos, en silencio como siempre, esperando a que se me muriera entre los brazos para agarrarle el alma y llevárselo con ella al infierno.

A puros jalones conseguí llegar a mi destino, justo cuando el muchacho parecía volver en sí y que podía darme problemas. Y allí, en su pared, estaba mi doña. Ahora sí que se le veía bien la figura, no como otras veces, que algún despistado bien pudiera decir que es una simple mancha.

—¡Muy bien, mi hijo! —me dijo muy contenta—. Has llegado a tiempo. Vamos, ahora date la vuelta. —Ella sabe que a mí no me gusta verla cuando sale de la pared, que me da miedo.

Después pasó lo de siempre: gritos, gruñidos, ruido como de pelea… y silencio…

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