Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

jueves, febrero 28, 2019

El señorito Rogelio



Hay hombres con los que, o se va de frente, o mejor no se va…



El señorito Rogelio era un perfecto ejemplo de su clase, hijo único de señor potentado, aficionado a la severidad y la mano dura para con aquellos que tenía a su cargo, distendido y truhan cuando de lo suyo personal se trataba. Gustaba del juego y las mujeres, sobre todo las de otros, y como tenía tanta hacienda y tanto nombre podía hacer lo que le viniera en gana. Además, decía que había salvado al pueblo, y no faltaba a la verdad con ello, porque cuando los sublevados llegaron y pretendían meter aquí a la Guardia Mora, con los desmanes que se decía que hicieron en el pueblo vecino, el señorito se presentó en el cuartel del mismísimo comandante, en su oficina. Se abrió paso hasta allí gracias a su nombre, sus modales y sus credenciales de filiación al Movimiento, y con una fotografía que se hizo con el mismísimo José Antonio en la mano, juró y perjuró que en este pueblo no había ni mácula de rojerío, que daba su palabra. Aquello fue suficiente para que nos dejaran en paz y se fueran a atormentar a otros.

—… ¿Paco? … ¿Dónde estoy?
—Buenas tardes, señorito, que no se las había dado.
—Paco… ¿Dónde estoy? ¿Qué pasa?
—¿A qué se refiere, señorito?
—¿Eres tonto o qué te pasa? ¿Tú me has atado?
—Me está faltando al respeto, señorito, y no creo que esté en situación…
—¡Yo me cago en tu puta madre, cateto de mierda! ¡Suéltame ahora mismo!
—Señorito…
—¡Que me sueltes!
—Vamos a tener que empezar por las malas, me temo…
—¿Qué haces? ¡Suelta eso! ¡Te digo que lo sueltes! ¿Qué vas a hacer? ¡Paco!

Cuando terminó la guerra, el señorito se fue a la capital, como otros tantos que buscaban los despojos que repartían los vencedores. Y don Rogelio, avispado y tunante como siempre fue, supo hacerse con su trozo de aquel pastel reseco y mustio que había quedado. Estuvo un tiempo allí, hizo dineros parasitando en uno de aquellos ministerios que se crearon para subsanar el desastre, y volvió como figura pública, mucho más rico de lo que se fue, y con esposa de apellido que le diera la descendencia adecuada.

—Despierte, señorito, despierte.
—… ¿Paco? … Paco, ¿qué has hecho? ¡Paco, por Dios! ¿Qué estás haciendo? ¡Mis piernas!
—Tranquilo, señorito, ya está.
—Paco, por tu padre ¿qué has hecho con mis piernas?
—Ya sabe lo que he hecho, señorito, ahora es usted el que no anda muy listo, ¿no?
—¡Paco, por Dios!
—Ya está, señorito, ya está. ¿Se acuerda de hace unos días, cuando le dije que teníamos que hablar y usted me despachó con una negativa y no muy buenas maneras? Bueno, pues ahora no tiene más remedio que escucharme, ¿verdad?

Al poco de volver al pueblo el señorito, don Armando, el señor, dejó este mundo. Aquello fue una pena para el pueblo, más que por la pérdida, pues don Armando siempre fue una persona muy estricta y tacaña, poco dado a ayudar a sus semejantes, porque la ganancia, don Rogelio, ya con la herencia a su nombre y mando en plaza, se mostró como un auténtico tormento. El único al que daba cuentas, las justas y no de buena gana, era a Paco el corto, un huérfano que a base de espaldas, tino y redaños, había conseguido convertirse en capataz de las tierras del señor, su mano derecha. Paco, como le había dicho el padre del señorito, era un hombre de verdad, mucho más de lo que él nunca sería, alguien a quien respetar y atender, cosa que todo el mundo hacía y no por ser la mano derecha del patrón, sino por ser Paco el corto, con el que o se iba de frente o no se iba. Esto molestaba mucho al señorito Rogelio, todos decían que estaba celoso del capataz, que se lamentaba en la intimidad por ser el segundo en estima a pesar de todo lo que había conseguido cuando fue a la capital. Entonces don Armando murió, y don Rogelio se supo con vía libre para pinchar y hacerle la vida imposible a aquel que, por mucho que su padre lo hubiera dejado de capataz, nunca sería su mano derecha.

—¡Por favor, Paco! ¡Por la memoria de mi padre!
—No me lo miente, señorito, haga el favor, que el nombre de su señor padre se ensucia cuando sale de su boca.
—¡Paco, tiene que haber una forma de solucionar esto!
—Claro que la hay, señorito, claro que la hay. Pero ya le he dicho que primero me gustaría hablar un poco con usted, de hombre a hombre.
—¡Claro que sí, Paco, lo que tú quieras! ¡Pero, por Dios, no me hagas más daño!

El señorito empezó por mandarle a Paco encargado personal de las tareas más ingratas del latifundio, contradiciéndole ante todos y siempre, y cambiando todas las cosas que Paco, con el buen tino que le caracterizaba, tenía bien organizadas. Se trataba de atormentar siempre que se pudiera a aquel buen hombre que, sin embargo, parecía llevarlo todo con una templanza que molestaba muy mucho al señorito. No sabía don Rogelio que Paco el corto tenía un pasado tan triste y difícil que pocas desgracias de la vida podían perturbar su ánimo. Quedó huérfano de pequeño y fue entregado a un hospicio llevado por curas en el que le criaron a hostias sin consagrar. Cuando salió de allí siempre pudo ganarse la vida, porque siempre había trabajos que nadie quería hacer. Después vino el servicio, y luego la guerra, y Paco el corto, como tenía que salvar la vida, mató siempre que le dijeron que matara. Nunca se lamentó de nada, nunca se arrepintió por nada, nunca hizo nada que no considerara justo o necesario. Era un hombre en paz consigo mismo y con el mundo.

—Mire, señorito, lo que yo le quería decir el otro día, cuando me mandó poco menos que a tomar viento fresco, estando con el Julián en las caballerizas, ¿se acuerda?
—Claro que me acuerdo, Paco, y te pido perdón por ello. ¡Por Dios que te lo pido!
—Y yo se lo agradezco, don Rogelio. El caso es que lo que yo quería decirle aquel día es que le había visto rondando por mi casa, hablando con mi Rosa, y después le había escuchado hablando con don Matías sobre no sé qué de beneficiarse a la del corto, que la tenía en la mano.
—¿Yo? ¡Te juro por mis muertos que yo no he dicho eso en la vida!
—No jure por sus muertos, que el último aún está caliente, y menos en falso, que ya le he dicho que le oí yo mismo.
—¡Paco, por favor!

Paco el corto no es que fuera duro porque quisiera, sino porque la vida le había obligado a ello. En realidad tenía un corazón que no le cabía en el pecho, pero nunca había encontrado lugar ni persona con las que compartir su cariño. Por eso cuando conoció a Rosa, la hija del molinero, se entregó en cuerpo y alma al único amor que había conocido en su vida. Se convirtió en lo primero y único de su mundo, su única debilidad, lo único por lo que no estaba dispuesto a tolerar nada de nadie. Desde que se casaron, Paco el corto encontró sentido para su existencia, y éste no era otro que hacer feliz a su mujer, darle todo lo que ella quisiera y él pudiera conseguir, y protegerla como lo que era, lo más importante, más que su propia vida.

—Mire, don Rogelio, yo le hice una promesa a su padre, le juré por lo más sagrado que le cuidaría y velaría por usted mientras pudiera, y que esa promesa iba a mi tumba. Pero ya no puedo, señorito, porque cuando a uno le tocan lo que de verdad quiere, si no hace nada, es que no es hombre.
—¡Paco, por favor, te lo suplico! Si yo dije eso, que no lo recuerdo, te juro que fue una tontería. Yo respeto a tu esposa, Paco, por la memoria de mi padre te lo digo, y tu mujer es la más honesta del mundo, ella nunca te haría eso.
—Eso último no hace falta que lo diga. Lo malo es que yo le conozco a usted, y usted es de ideas fijas, y cuando no puede conseguir una cosa por las buenas la toma por las malas.
—¡No paco, por Dios! ¡Yo jamás te haría eso!
—Ya le he dicho que le conozco bien, señorito. En esta vida he tratado con muchos como usted, y al final me he dado cuenta de que no hay nada que hacer, son casos perdidos.
—Paco, de verdad, vamos a solucionar esto de una manera razonable. No cometas ninguna locura. Ya me estarán echando de menos, y cuando nos encuentren te vas a meter en un lio.
—Señorito, ¿no se acuerda del teatro que ha montado para que todos pensaran que se ha ido a la capital, para poder estar con la Justi? Con lo bueno que es usted con estas pantomimas, hasta dentro de unos días no lo van a echar de menos, y para entonces ya no habrá nada que encontrar.
—¡Te lo suplico! ¡Por favor, Paco! ¡Por favor!
—Seguro que su señor padre le debió advertir esto. Don Armando me conocía bien, sabía de lo que era capaz si hacía falta, por eso confiaba en mí. Pero usted nunca escucha más allá de lo que tiene entre las piernas, ¿verdad?
—No Paco, por favor, perdóname… ¡Te lo suplico! ¡Paco, suelta eso! ¡Paco!


3 comentarios:

Marisa Doménech Castillo dijo...

Hola Manuel,
Vaya tela, me ha conmocionado el relato. Es de un costumbrismo tan aplicadamente riguroso, bien contado, con talento, que produce muchísima empatía. Me he sentido a punto de llorar porque cuando conoces el alma de Paco el Corto, hablando de su amada Rosa, comprendes muchas cosas, más allá del contexto histórico, que bien sabido es. Pero es que no te lo creerás pero he sentido cariño profundo por este personaje que se enfrenta a la verdad en circunstancias caciquiles y prácticamente feudales. Tienes mi enhorabuena por este relato tan bien trabajado y por tu estilo narrativo. Un abrazo

Manuel Mije dijo...

El señorito Ivancito recibió su merecido en su momento, pero no me gustó cómo quedó la cosa para Paco el corto, quería un final más digno para él... ;) Muchas gracias, Marisa.

Marisa Doménech Castillo dijo...

Estoy totalmente de acuerdo contigo, Manuel. Reiterado abrazo y sigue con ese talento tan guay

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