Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

jueves, marzo 21, 2019

Encarnación piadosa



Una historia de terror antroponímico…


Aquella mañana el sol se levantó perezoso, un sol que ni era sol, ni quería dar calor ni nada de nada. La tranquilidad y el tedio se repartían el amanecer a partes iguales: una campanada por aquí, un canto de gallo por allá, unos pajaritos piando, las hormiguitas con su labor, y las cigarras empezando a preocuparse por la llegada del frío.

Y en el convento más o menos igual, aunque que allí no había cigarras, sólo hormiguitas hacendosas y disciplinadas como sor Hortensia, dándole a la azada con ese vigor suyo que era para verla; o sor Visitación, ya preparada para marchar al pueblo a pedir limosna; o sor Angustias, quejándose de sus dolores entre batida y batida de escoba; o sor Iluminada, siempre a pie de altar, extática; o sor Encarnación, que… ¿Y sor Encarnación? No, a sor Encarnación no se la veía por ningún lado. Y se la echaba de menos, pues ya a esta hora de la mañana solía andar por el convento entonando alguna de aquellas muchas cancioncillas que siempre tenía en la boca.

Así andaban las cosas en el campo y en el convento, todo tranquilo, apacible. Debía ser porque la agitación se estaba concentrando en el pueblo cercano desde hacía casi una semana. Ese día daban comienzo las fiestas comarcales, el acontecimiento más importante del año, y no había mozo ni moza que no se hubiera acostado la noche de vísperas con un reconcome en el estómago que no lo había dejado dormir.

Igualmente por eso en la cocina del convento había algo más de ajetreo que de costumbre, con sor Amaya y sor Dulcinea turnándose en el horno sin descanso, la una con sus agujitas y sus empanadillas, y la otra con todo tipo de yemas, brazos y huesos de santos que vender durante las fiestas. También se encontraba allí sor Catalina, fabricando jabón en un barreño, y sor Anunciación, que pasó corriendo a llamar a la superiora porque acababa de llegar el chico del tendero. Todas andaban por allí. Todas menos sor Encarnación que, curiosamente, no había aparecido en toda la mañana con sus cancioncillas y su gracejo habitual.

Entretanto, sor Herminia, la superiora, bajó de inmediato al patio para recibir a Blasillo. El jovencito llegaba puntual a recoger el cargamento de viandas que el convento pensaba poner a la venta durante las celebraciones.

−Bu… Buenos días, sssor Herminia.
−Buenos días, hijo.
−Vvv… vvengo ppp… ppp…
−Por el cargamento.
−Eso.
−Mira, ahí tienes el carro. Ya sólo queda cargar las últimas hornadas.
−Mmm… muy bien.
−Pero espera, espera −dijo frunciendo el ceño y agarrando del brazo al chico, que ya se giraba−. ¿Qué te ha dicho tu padre de las agujitas y las empanadillas de ternera? Que ahí las tiene, después del desavío que nos hizo con no traernos la carne.
−Mmm… Mmmi ppp… pppadre ddd…
−Tranquilo, tranquilo, no te aturulles.
−Dddice que sí −contestó después do tomar un poco de aire−. Qqq… qqu si las tienen a ttt… ttiempo baja su comisión a un quinto.
−No era para menos después de aquella faena. Dile que la virgen se lo pagará con creces cuando tenga su altar nuevo.
−Ccc… ccon lo que saquen estas fiestas crr… cccreo que ya van a tener para ese nuevo altar. ¿Vvv… vverdad, hermana?
−Eso espero, hijo, que ni te imaginas hasta qué punto nos estamos sacrificando y haciendo recortes. Ni te lo imaginas.

Así, así fue como pasó aquella mañana otoñal: sin sobresaltos, sin irritaciones… sin sor Encarnación. Nada nuevo bajo aquel sol que ni era sol, ni quería dar calor ni nada de nada.


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