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Una
historia de terror antroponímico…
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Aquella mañana el sol se levantó
perezoso, un sol que ni era sol, ni quería dar calor ni nada de nada. La
tranquilidad y el tedio se repartían el amanecer a partes iguales: una
campanada por aquí, un canto de gallo por allá, unos pajaritos piando, las hormiguitas
con su labor, y las cigarras empezando a preocuparse por la llegada del frío.
Y en el convento más o menos igual,
aunque que allí no había cigarras, sólo hormiguitas hacendosas y disciplinadas como
sor Hortensia, dándole a la azada con ese vigor suyo que era para verla; o sor
Visitación, ya preparada para marchar al pueblo a pedir limosna; o sor
Angustias, quejándose de sus dolores entre batida y batida de escoba; o sor
Iluminada, siempre a pie de altar, extática; o sor Encarnación, que… ¿Y sor Encarnación?
No, a sor Encarnación no se la veía por ningún lado. Y se la echaba de menos,
pues ya a esta hora de la mañana solía andar por el convento entonando alguna
de aquellas muchas cancioncillas que siempre tenía en la boca.
Así andaban las cosas en el campo y en
el convento, todo tranquilo, apacible. Debía ser porque la agitación se estaba
concentrando en el pueblo cercano desde hacía casi una semana. Ese día daban
comienzo las fiestas comarcales, el acontecimiento más importante del año, y no
había mozo ni moza que no se hubiera acostado la noche de vísperas con un
reconcome en el estómago que no lo había dejado dormir.
Igualmente por eso en la cocina del
convento había algo más de ajetreo que de costumbre, con sor Amaya y sor
Dulcinea turnándose en el horno sin descanso, la una con sus agujitas y sus
empanadillas, y la otra con todo tipo de yemas, brazos y huesos de santos que
vender durante las fiestas. También se encontraba allí sor Catalina, fabricando
jabón en un barreño, y sor Anunciación, que pasó corriendo a llamar a la superiora
porque acababa de llegar el chico del tendero. Todas andaban por allí. Todas
menos sor Encarnación que, curiosamente, no había aparecido en toda la mañana
con sus cancioncillas y su gracejo habitual.
Entretanto, sor Herminia, la superiora,
bajó de inmediato al patio para recibir a Blasillo. El jovencito llegaba
puntual a recoger el cargamento de viandas que el convento pensaba poner a la
venta durante las celebraciones.
−Bu… Buenos días, sssor Herminia.
−Buenos días, hijo.
−Vvv… vvengo ppp… ppp…
−Por el cargamento.
−Eso.
−Mira, ahí tienes el carro. Ya sólo
queda cargar las últimas hornadas.
−Mmm… muy bien.
−Pero espera, espera −dijo frunciendo
el ceño y agarrando del brazo al chico, que ya se giraba−. ¿Qué te ha dicho tu
padre de las agujitas y las empanadillas de ternera? Que ahí las tiene, después
del desavío que nos hizo con no traernos la carne.
−Mmm… Mmmi ppp…
pppadre ddd…
−Tranquilo, tranquilo, no te
aturulles.
−Dddice que sí −contestó después do
tomar un poco de aire−. Qqq… qqu si las tienen a ttt… ttiempo baja su comisión
a un quinto.
−No era para menos después de aquella
faena. Dile que la virgen se lo pagará con creces cuando tenga su altar nuevo.
−Ccc… ccon lo que saquen estas fiestas
crr… cccreo que ya van a tener para ese nuevo altar. ¿Vvv… vverdad, hermana?
−Eso espero, hijo, que ni te imaginas
hasta qué punto nos estamos sacrificando y haciendo recortes. Ni te lo
imaginas.
Así, así fue como pasó aquella mañana
otoñal: sin sobresaltos, sin irritaciones… sin sor Encarnación. Nada nuevo bajo
aquel sol que ni era sol, ni quería dar calor ni nada de nada.
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