Nadie es lo suficientemente pequeño para que no quepa el
orgullo en su interior…
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Hay un hombre sentado tras una oscura
mesa de ébano, de mediana edad, de aspecto impecable, subido a los altares del
poder por la gracia de Dios. Su apellido se yergue desde hace años sobre un
montículo de cadáveres de perdedores de guerras, de esos cuyos nombres se
olvidan.
Una secretaria llama desde un lugar
cercano para anunciar la llegada de otro hombre, también de mediana edad, de
aspecto más descuidado, vástago de una estirpe con cuyo sudor y sangre se han
fabricado los sueños de hombres como el primero. Éste conoce al primer hombre
desde su infancia, y pudo considerarse su amigo hasta que el tiempo acentuó
tanto la diferencia de clases, que un don
terminó por sustituir a su amistad.
La puerta del lujoso despacho se abre
delante del segundo hombre que, en sus acuosos ojos, en el desvaído color de su
rostro y en su andar dubitativo, muestra el estado de angustia y abatimiento
que desde hace algún tiempo lo domina.
―¿Se puede, don Armando?
―Pasa, Miguel ―dice el primer hombre
tratando de disimular su profunda desgana.
El segundo hombre se sienta en una de
las sillas que hay delante de la oscura mesa de ébano. No sabe muy bien lo que
va a decir, porque su mente es un turbulento océano de ideas y sentimientos en
el que no resulta fácil hallar las palabras adecuadas. La vida le ha clavado un
puñal en el sitio donde más podía dolerle, y sabe que no podrá soportarlo, que
tiene que hacer algo.
El primer hombre está molesto con la
actitud de su amigo de la infancia. “¿Es que este trápala quiere pedirme a mí,
apelando a esos años ya olvidados, lo que no tengo obligación de dar? ¿Acaso
piensa que voy a comprometer mi posición por un desliz? ¡Si te toca la china te
aguantas! ¿O es que la vida aún no le ha enseñado a este estúpido que el honor es
para los que lo tienen de cuna?”
―Mire, don Armando ―comienza el
segundo hombre―, me gustaría hablar con usted de…
―Ya sé para lo que has venido aquí,
Miguel ―le corta el primer hombre―. Comprendo que estés molesto por la
situación, yo también lo estoy, y siento tanto como tú lo sucedido. Fue un
desliz…
―¿Un desliz, don Armando? ―interrumpe el
segundo hombre algo agitado.
―Sí, un desliz, Miguel ―responde
airado el primer hombre―. Todos nos equivocamos alguna vez, y tan de buenos
cristianos es arrepentirse como saber perdonar a los demás. Yo te pido perdón,
Miguel. Acepta mis disculpas. Y no creas que va a quedar ahí mi
arrepentimiento, porque pienso aportar lo necesario para el sustento del crío
cuando nazca… o para hacer lo necesario para que no nazca; tú me entiendes.
El segundo hombre se acerca el
crispado puño a la boca y lo muerde, tratando, en un acto reflejo, de mitigar
con este dolor externo su paroxismo interior.
―Miguel, Miguel, tranquilízate. No
hagas que me sienta peor con todo este asunto. Ya te he dicho que estoy
dispuesto a hacer un importante desembolso económico, que no solo va a dejar en
buena situación a tu hija sino también a ti. ¿Qué más quieres?
―Mire, don Armando ―dice, con furia en
los ojos, el segundo hombre―, yo no quiero dinero, ni para mí ni para mi hija, lo
que quiero es que no permita que mi nieto sea un hijo sin padre. Por favor, don
Armando, reconozca al chiquillo. Lo pasado, pasado está. Pero que esto no
llegue más lejos. Se lo suplico.
―Ya me había enterado de que me ibas a
pedir eso ―dice el primer hombre con cierto desdén y recostándose en la silla―.
Miguel, yo no puedo hacer eso. Compréndeme, soy un hombre felizmente casado,
con una reputación que mantener; no puedo comprometer mi posición por un asunto
de este tipo.
―¿Y la reputación de mi hija? ¿Y su
posición?
―Miguel, tu hija es joven…
―Demasiado joven, don Armando.
―Bueno, eso es opinable. Tu hija tiene
sólo dieciséis años, pero está hecha toda una mujer. ¿O me vas a negar que
aparenta tener por lo menos veintiún años? Miguel, tu hija tiene aún mucha vida
por delante, muchos años que harán de este… accidente, una cosa del pasado.
―¡Don Armando, por favor! ―dice el
segundo hombre con lágrimas en los ojos―. Eso a lo que usted llama accidente
será mi nieto, el hijo de una mujer a la que llamarán… Por favor, don Armando,
haga lo que le pido. Yo le aseguro que no tendrá usted que hacer nada más por
mi hija ni por el chico… ni por mí. Yo lo criaré, don Armando, y usted no
tendrá que verlo nunca si no quiere, ni tendrá que darme dinero.
―Miguel, Miguel, Miguelillo. Te he
dicho que no puedo hacer eso. ¿Cuántas veces tendré que repetírtelo? ¡No puedo!
Si quieres, puedo disponer lo necesario para que tu hija haga un viajecito al
extranjero, contigo si así te parece mejor, y que tenga el hijo allí, o que no
lo tenga, o lo que quieras hacer.
El segundo hombre tiene la vista
perdida, los ojos llorosos, y un ligero temblor en todo el cuerpo que no consigue
controlar. No ha oído las últimas palabras del primer hombre, porque sabe que
no le dicen lo que él quiere escuchar. Su pensamiento vaga ahora por épocas
pasadas en las que un sonriente angelito con trencitas se le acerca de la mano
de su difunta esposa. Quiere volver al pasado, lo necesita.
El primer hombre observa expectante a
su amigo. “¡Decídete ya, imbécil! ¡Coge el dinero de una vez y desaparece de mi
vista! ¡En qué mala hora tuve yo que fijarme en la condenada niña! ¿Cómo no caí
en que podía pasar esto? Pero bueno, que de todo se aprende. En cuanto este miserable
coja el cheque se habrá acabado todo. Espero no olvidarme de esto en el futuro,
cuando me cruce de nuevo con otro caramelito demasiado joven.”
―Miguel, hazme caso. Acepta el dinero
y llévate a tu hija a Francia. No quieras complicar el asunto aún más.
―¿Cómo pudo hacerlo, don Armando?
―Cómo pude hacerlo, cómo pude hacerlo…
Fue un error, un inmenso error del que me arrepentiré todos los días de mi vida
―dice el primer hombre incorporándose en el asiento y subiendo algo el tono de
su voz―. No quieras atormentarme más con el asunto, que ya me atormento yo lo
suficiente.
―Usted tiene hijos de la misma edad,
¿verdad, don Armando?
―Sí, tengo hijos de esa edad. Pero
también soy hombre, Miguel, y tú, como hombre, sabes que algunas veces se nos
va la cabeza y hacemos lo que no queríamos hacer. Tienes que comprenderme.
―Usted conoce a mi hija desde que era
muy pequeña, ¿cómo pudo hacerlo?
―Ya te he dicho que fue un inmenso error,
Miguel. No quieras hurgar más en la herida.
―Mi hija es solo una cría, y usted… la
sedujo.
―Creo que ya es suficiente, Miguel.
―¿Cómo pudo seducirla?
―Ya está, Miguel.
―¿Cómo pudo?
―¡Basta! ¡Ya no aguanto más! ―dice el
primer hombre levantándose de un salto y señalando al otro con hostilidad―. Escucha,
Miguel, todo lo que teníamos que hablar lo hemos hablado ya. Tú ya sabías,
desde antes de entrar aquí, que yo no estoy dispuesto a hacer eso que me pides.
No voy a poner en peligro mi reputación ni por tu hija ni por todas las hijas
del mundo. ¿Te ha quedado claro? He tratado de ser comprensivo contigo, y
también he tratado de ayudarte en la medida de mis posibilidades. Ya es hora de
que abras los ojos y te des cuenta que estas cosas pasan y que, aunque te
parezca injusto por ser tú el afectado, no voy a ceder más en este asunto. Así
que hazme el favor de irte a tu casa y reflexionar con calma acerca de lo que
te he dicho. Si eres listo aceptarás lo que te he propuesto, y si no… pues tú sabrás.
El segundo hombre se echa las manos a
la cara. Querría que todo el mundo se consumiera en un instante y desapareciera
en la nada, llevándose consigo ese dolor que le está matando, y alejándolo a él
de la única alternativa que parece quedarle; la opción que, como hombre de bien
que es, ha dejado para el final, para cuando sea lo único capaz de aliviar su
agonía.
El primer hombre, que mira desafiante
a su interlocutor, está dispuesto a lo que sea por librarse de tan molesta
visita. “¿Será posible que tenga que echarlo yo mismo a patadas? ¿Cómo puede
sucederme esto a mí? ¡Maldita sea mi suerte! ¡Qué vergüenza! Como esto llegue a
oídos inadecuados ¡juro por Dios que machaco a este miserable!”
―¿Y si fuera su hija? ¿Qué haría
usted, don Armando, si fuera su hija? ―murmura el segundo hombre.
―Si fuera mi hija no le hubiese dejado
que saliera por ahí a menear el culo y a calentar a la gente ―le espeta el
primer hombre apoyando las manos en la mesa e inclinando el cuerpo hacia su
interlocutor.
El segundo hombre, espoleado por la
respuesta como si de un latigazo se tratase, saca un cuchillo que lleva oculto en
el interior de su chaqueta, se levanta con la velocidad de un rayo, y lo clava
en el cuello de quien tanto daño le ha hecho.
Sin haber podido reaccionar, el primer
hombre recibe atónito la cuchillada, y cae hacia atrás derribando la silla y
formando un gran estruendo. Su traquea empieza a llenarse con la sangre que
debería estar llegándole al cerebro, mientras él palpa con horror el cuchillo
clavado en la parte izquierda de su cuello. “¡Dios mío! ¿Qué ha pasado? ¿Qué es
esto? ¡Me muero! ¡Que alguien me ayude!”
―¡Socorro! ―gorgotea el primer hombre.
En ese momento irrumpe en el despacho
una muchacha que, tras percatarse de lo sucedido, sale corriendo entre gritos
de auxilio, dando inicio a un tumulto que empieza a crecer más allá de la
puerta del despacho.
El segundo hombre se sienta en la
oscura mesa de ébano y contempla la agonía final de su amigo de la infancia.
Ahora se siente totalmente liberado, y no le preocupan en lo más mínimo las
graves consecuencias que seguro derivarán de su acto. La muerte de ese hombre
ha hecho desaparecer la lacerante imagen que hace un momento parecía suspendida
delante de sus ojos: su hija gimiendo bajo el cuerpo sudoroso de ese miserable.
2 comentarios:
Muy bien narrado, Manuel. Un diálogo tenso muy convincente en cuanto a los intereses de cada uno y un final liberador, congruente. ¡Saludos!
Muchas gracias, David. Sobre todo es eso, liberarte al final a través del personaje, darte ese respido después de haber montado su angustia.
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