¿Fue
Lilith la primera esposa de Adán? ¿Cuál era la verdadera naturaleza del fruto
prohibido?
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Según
el Yalqut Reubeni, colección de
comentarios cabalísticos acerca del Pentateuco recopilada por R. Reuben ben
Hoshke Cohen, Adán se quejó ante Dios porque todos los seres de la creación
menos él tenían una pareja apropiada. Yahvéh formó entonces a Lilith, la
primera mujer, del mismo modo que había formado a Adán, aunque en lugar de
polvo puro utilizó excremento y sedimentos.
Adán
y Lilith nunca hallaron armonía juntos, pues cuando él deseaba mantener
relaciones carnales con ella, Lilith se sentía ofendida por la postura acostada
que él le exigía. «¿Por qué he de acostarme debajo de ti? —preguntaba—: yo
también fui hecha con polvo, y por lo tanto soy tu igual.» Como Adán trató de
obligarla a obedecer, Lilith, encolerizada, pronunció el nombre mágico de Dios,
se elevó por los aires y lo abandonó.
Estaba oscuro, y el cielo… ¿Qué le
pasaba al cielo? Parecía querer resquebrajarse. De él comenzaron a brotar haces
de luz y grandes estruendos que rodaban por aquel paisaje difuso, visto entre
destello y destello. Las bestias también estaban allí, pero no las bestias que
conocía, sumisas y serviles, sino otras distintas que ignoraban quién era
quién, que le acechaban, que rugían y lanzaban dentelladas al aire.
De repente un grito que apenas
consiguió elevarse por encima de aquel pandemónium captó su atención. Reconoció
aquella voz, una voz venida de su pasado, de sus recuerdos más antiguos, una
voz que antes supuso calor y afecto, pero que se había perdido, no sabía cómo
ni cuándo.
Y comenzó a correr, sin saber por qué
ni hacia dónde. Las bestias se lanzaron a la carrera tras él, las mismas
bestias que en toda otra ocasión se hubieran postrado ante la mera presencia
del Hombre.
Corrió y corrió, sin conseguir
alcanzarla, sin lograr alejarse de sus perseguidores. Y sintió frío, como nunca
antes lo había sentido, y hambre, un hambre atroz que se le clavaba en el
vientre, y cansancio, y dolor… y miedo.
Pero todo aquello se fue. Los ruidos
se apagaron, dejando solamente el suave susurro de la brisa sobre el mundo y el
trinar de los pájaros celebrando la salida del sol y su luz, hiriente al primer
contacto, cálida y balsámica después. Se encontraba de nuevo en su hogar, el
único que jamás había conocido, un lugar plácido, de vivos colores y fragancias,
de sabores placenteros y alegres sonidos. Había despertado.
—Soñabas —dijo su compañera, sentada
de espaldas a él.
—Sí, soñaba. De nuevo uno de esos
sueños que duelen —contestó displicentemente.
—¿Soñabas con ella? —inquirió la Mujer,
con un tono frío que encerraba un reproche.
—Sí, también con ella.
—¿Podrás olvidarla alguna vez, del
todo?
—No lo sé —se incorporó y se estiró al
sol—. Fue hace tanto que apenas me queda algún recuerdo suyo. Pero se ha
aferrado a mis sueños, y aprovecha para visitarme cuando duermo.
—¿Qué le pasó? ¿Por qué estoy yo aquí
en su lugar? —se volvió para mirarlo directamente a los ojos.
—Lo ignoro, y Padre no quiere
decírmelo —se paró a pensar—. Tal vez sea por eso que no logro olvidarla —forzó
una sonrisa—, nunca supe por qué se fue.
Ya la tarde caía sobre el mundo, y las
bestias del día se retiraban y cedían sus dominios a aquellas que vivían de la
noche. El aire se hacía más fresco y más vivo, más presente. El Hombre dormitaba
entre las flores, ahora cerradas a falta de sol, pero la Mujer permanecía
despierta, con la mirada perdida en las estrellas y un nudo en el estómago.
Entonces sintió una presencia junto a ellos; era el Padre.
—¿Estás aquí, Padre? Necesito
preguntarte algo —le dijo a la noche. El Padre hizo notar su aceptación, tan
amable como siempre. Pero había algo en ello… como una molestia…
—¿Qué pasó con ella, con la otra, la
que fue antes que yo?
Hubo un cambio repentino, la noche se
volvió desapacible, y la respuesta tardó en llegar más que de costumbre. Como
en otras ocasiones, tuvo una visión: el Hombre yacía junto a una mujer que no
reconocía. Ambos se mostraban verdaderamente felices, como ella jamás lo había
sido, y todo a su alrededor parecía contagiado de esa misma felicidad.
Después la escena cambió, ya no
aparecía el Hombre, sino sólo aquella mujer junto a un árbol del cual colgaban
únicamente dos frutos que parecían arder sin consumirse. El Padre hizo acto de
presencia en aquel instante, y la mujer fue reprendida por su insaciable
curiosidad. Pero ella hizo caso omiso, se rebeló. En su insolencia se atrevió a
preguntar por la naturaleza del fruto, aunque en su fuero interno ya la
conociera, y una vez más fue reprendida, y también advertida y amenazada.
En una última visión vio a aquella
mujer corriendo, llevando uno de los ardientes frutos entre las manos.
Un gemido de su compañero la sacó de
la ensoñación. Éste se agitaba en el suelo, presa una vez más de aquel
recurrente sueño. Entonces una intuición la asaltó, y la obligó a preguntar una
vez más:
—¿Dónde está ella ahora?
Y vio un lugar de bestias acechantes, un
lugar de frío y hambre, de dolor y miedo. En una oscura cueva se cobijaba una
mujer con una luz latiendo en su seno y una sonrisa en sus labios.
De nuevo la noche había sido larga y
pesada para el Hombre, y ya no había sol que pudiera reconfortarlo después del
frío pasado, ni canto de aves que acallara el estruendo en sus oídos. El sólo
recuerdo de aquellas miradas ávidas le hacía desconfiar de la cercanía de las
bestias, y la Mujer… ya sólo le traía a la memoria a aquella otra, aquella que
se fue, no sabía por qué ni cuándo.
Su compañera estaba sentada de
espaldas a él. La mirada perdida en el horizonte, un ligero estremecimiento en
la espalda, una lágrima en la mejilla.
—Soñabas. Soñabas con ella —dijo por
fin, al borde del sollozo.
—Sí, con ella.
—Sufres.
—… Sí.
Se levantó trabajosamente, con el
corazón en la garganta y el alma en los pies, tratando de frenar sus lágrimas
mientras le ofrecía la mano.
En silencio lo guio por aquel verdor
sin fin, entre las flores, bajo los cálidos rayos del omnipresente sol, hacia
un horizonte cada vez más cercano. Caminando lentamente, para no perder ningún
detalle de aquel lugar que pronto le sería ajeno, lo llevó hasta el mismo borde
del mundo, donde un desconocido fruto que parecía arder sin consumirse pendía solitario
de un extraño árbol con apenas dos ramas.
El cielo se oscureció, un frío viento
venido de ninguna parte se abatió sobre ellos, el Padre hizo acto de presencia
con todo el poder de su ira, y el mundo se estremeció. Les hizo sentir su
enfado, especialmente a la Mujer, y les advirtió, y les amenazó. Pero la
decisión había arraigado profundamente dentro de ella, así que tomó la fruta
entre sus manos, aquella fruta que ardía sin consumirse, que era luz y era
vida, creación y futuro más allá del Padre, y se la ofreció al Hombre.
Estaba oscuro, y el cielo… Parecía
querer resquebrajarse. Entre el estruendo, guiándose meramente por el instinto
en aquella palpitante oscuridad, consiguieron llegar hasta la entrada de una
cueva perdida en algún lugar de su nuevo mundo, a pesar de la persecución a la
que los habían sometido las bestias, y a pesar de hambre, y del dolor y del
frío de los que nunca antes habían tenido noticias.
—Ella está ahí, esperándote —dijo la mujer,
ya sin temor a mostrar sus lágrimas, sus sentimientos. Adán apenas le dirigió
una mirada, pues su deseo estaba por encima de todas las cosas, y hacía
demasiado tiempo que esperaba ese instante sin saberlo.
—¿Y tú, Lilith? ¿Qué será de ti? —preguntó,
más por tratar de mostrar preocupación que por sentirla verdaderamente.
—No te preocupes por eso. Conmigo será
distinto, serás capaz de olvidarme.
Se despidieron apenas con un gesto, y
él se adentró en la cueva, en cuyo fondo aguardaba alguien que volvía de su
pasado y que lo esperaba con una luz brillando en su seno, una luz de la misma
naturaleza que la que portaba Adán y que junto a ésta traía la plenitud, a
imagen y semejanza de Dios.
Ya lejos de allí, en medio de la
oscuridad, entre las bestias acechantes y el estruendo de la tormenta que
anunciaba el nacimiento de una nueva era, una mujer vagaba sola. No le quedaban
lágrimas que llorar, ni esperanza de compañía, ni promesas de futuro. Ni siquiera
una sombra que cubriera sus pasos en aquel mundo extraño y hostil. Se había
convertido en falso recuerdo, en una leyenda equívoca. Y ninguno de los hijos
de Adán, de aquél por quien dio todo lo que tenía, supieron nunca de su
sacrificio.
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