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“El destino es el que baraja las cartas,
pero somos nosotros los que las jugamos.”
Arthur
Schopenhauer
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–Entra –le dijeron, y una mano fría lo
empujó hacia la oscuridad.
El final de la cadena,
juicio-condena-prisión. En un extremo la libertad, en el otro la muerte.
Silencio, soledad que se le mete en los huesos y que hace que se estremezca
desde dentro. Condenado a cien años de indiferencia por no querer ser un número
más. Treinta y seis mil quinientos días, ochocientas setenta y seis mil horas,
cincuenta y dos millones quinientos sesenta mil minutos, por no querer ser un
número más. Su vida ya sólo es pasado, y a su futuro no llega la luz del sol.
La fuerza de la idea aún alimenta su corazón, pero hasta cuándo, ¿cuándo dejará
de latir?
–¡Arriba! –le gritaron, y un golpe en
las costillas le hizo saltar del camastro.
No se conforman, no les ha bastado con
encerrarlo allí, sino que ahora quieren entrar dentro de él y arrancarle eso
que impide que la multitud lo absorba. Ni siquiera ve a quien le grita y le
golpea, sólo siente sus patadas, y huele su odio, y se estremece, al pensar que
él pudo haber sido uno de ellos. No le duele el castigo, ni las palabras que
usan como armas para intentar herirlo por dentro. Le duele esa parte se su ser,
ese rincón secreto que se revuelve al saber que semejantes alimañas sean
capaces de usar la palabra hombre para designarse a sí mismos sin que un brazo
elevado y vengador los aplaste contra la inmundicia sobre la que reinan. Por
suerte el sueño, o la inconsciencia, o las dos cosas a la vez, se van acercando
golpe a golpe, arropándolo, acunándolo, llevándoselo lejos de allí…
–Despierta –le susurraron. Esta vez no
hubo golpes, ni gritos ni empujones.
Sus párpados son puros hematomas, y
por la ranura entre ellos apenas logra distinguir una sonrisa de dientes
afilados, borrosa, velada por el humo de un cigarro. Un autoproclamado hombre
hila palabras, mezclando verdades con mentiras y sentimientos con amenazas; a
su diestra la ley, atada y amordazada, al otro lado la muerte. La decisión es
difícil, porque la vida duele, pero la idea aún le da fuerzas, su corazón aún late,
aún es capaz de empuñar un no.
–Sal –le ordenaron, y al salir sintió
al sol como un millón de aguijones que se le clavaron en lo ojos.
Hay un muro alto, hecho de hormigón y
odio, de alambre e incomprensión, que lo aísla de la vida. Está encerrado en un
coto vedado a los sueños, y en la inercia de la desesperación se deja llevar
por el rumor de hileras de pasos sin destino, una maraña de vidas truncadas que
se agostan a la luz de la soledad. Ve rostros grises, rostros desesperados y
anónimos, y supone que el suyo es ahora uno más entre ellos. Ha perdido su
nombre y su identidad, y ya no está seguro de hasta cuándo podrá resistir sin
perderse a sí mismo. Y cuando le ordenan que entre descubre que el castigo más
allá del cuerpo, ese que consiste en no dejar que su alma olvide que aún existe
un mundo fuera, quizá esté por encima de lo que es capaz de resistir.
–¡Traiciona! –escuchó, pero esa vez la
palabra no le llegó desde fuera, sino desde lo más profundo de su alma.
Dicen que un hombre ya no es hombre
cuando no es capaz de enfrentar la mirada que le devuelve el espejo, y sabe que
si no consigue acallar la voz de su interior ya nunca volverá a ser capaz de
contemplar la figura estampada en el azogue. La desesperación es una culebra
ávida de presa, que se enrosca alrededor de todo lo que late, y no hay idea, ni
sentimiento ni creencia, que sean capaces de matarla cuando ha conseguido
rebasar las defensas de su presa.
–¡Resiste! –le animaron, pero él ya no
quería resistir.
En su interior una sopa de sangre
mezclada con fragmentos de cuchillas, frente a él la luz de la esperanza al
final de un túnel de agonía. Se siente vencedor, pues sabe que no cumplirá su
condena de cien años de indiferencia, se siente único porque ni el tiempo, ni
la multitud ni aquellos que alguna vez quisieron anularlo, conseguirán que sea
un número más. Se siente entero, porque sabe que ya jamás habrá espejo del que
huir. Se siente un hombre, y sólo aquellos que alguna vez lo hayan sido cuando
el mundo se empeñó en aniquilarlos, podrán comprender por qué ese sentimiento
es tan pleno que si hubiera un Dios tras las nubes él estaría acurrucado en su
regazo.
Ahora flota en el viento de la
historia, transformado en recuerdo escudero de una idea, paladín de un
sentimiento que está más allá de este mundo gris en el que los hombres de
corazón aún son aplastados por esa máquina sin alma que nació de ellos mismos
para sepultarlos en la nada.
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