En
memoria de mi abuela Justa, la hija de Natividad.
Cuando somos pequeños, tan pequeños que
aún no hemos domado nuestra imaginación y ésta distorsiona nuestra percepción
de la vida, todo lo que se salga de lo común en nuestro entorno adquiere un
cariz misterioso, mágico, que, según la circunstancia y el caso concreto, nos
puede inducir a la atracción o la repulsión, o incluso a las dos cosas a la
vez.
En mi infancia, lo más
extraño que para un niño como yo podía haber en mi casa era mi bisabuela
Natividad, Bisa. Si a esto le sumamos que ella, desde que tuve uso de razón,
siempre me había tratado con frialdad (porque todo su cariño lo había repartido
ya entre sus hijos, nietos y bisnietos mayores que yo), no es de extrañar el
profundo respeto, tan profundo que a veces se confundía con el miedo, que yo
sentía por ella.
La recuerdo siempre de
negro, envuelta en el último de los muchos lutos que se habían ido
superponiendo unos sobre otros hasta que ya parecía que se le habían pegado a
la piel, o que fueran su piel misma. Era pequeña, sólo un poco más alta que mi
hermana mayor, porque, además de que nunca fue de gran talla, los años se le
habían ido posando en los hombros, haciéndola encogerse cada vez más. Su cara
estaba velada por una cascada de arrugas que le caía desde la raíz de la
cabellera, y dos grandes orejas, que pendían fláccidas a los lados de su
cabeza, la custodiaban. Los labios se le habían marchitado y plegado hacia
adentro por la falta de dientes (y la reticencia a una molesta prótesis), sus
ojos se habían hundido en las cuencas, alejándose de la luz que tiempo atrás
habían saboreado con placer y a la que ahora no reconocían, y la nariz había
ido perdiendo definición hasta convertirse en un recuerdo amorfo de lo que fue.
Era instructivo para un
niño como yo ver cómo por su edad, por su mucha edad, toda su piel visible
había adquirido el tono y textura de un campo yermo: reseca, cuarteada, con
manchas aquí y allá, alguna que otra verruga de esas que traen los años, y ese
color difuminado, como de lápiz pastel, que solían tener los ancianos antes de
que el IMSERSO los convirtiera en turistas compulsivos.
Sin embargo, había algo
que parecía escapar, rebelarse contra esa decrepitud general en una explosión
de vida que se colaba por cualquier rendija: era su pelo. Para ella esto
representaba su orgullo y su tormento: su orgullo porque a pesar de sus años,
aún conservaba una cabellera espléndida, capaz, las pocas veces que la liberaba
de su casi perenne moño, de sembrar la envidia en cualquier grupo de mujeres;
pero también era su tormento, por los insolentes vellos que ahora, a la vejez,
habían comenzado a germinar con gran profusión en zonas en las que nunca fueron
bienvenidos: orejas, nariz, barbilla, mofletes, bigote…
Yo supongo que los
humanos, inconscientemente, hemos ido reciclando antiguas costumbres para no
sentirnos totalmente despegados de esos antepasados que compartimos con el
chimpancé, y creo sinceramente que la costumbre del desparasitado entre
primates había sido sustituida en mi casa por la ayuda a mi bisabuela, ya casi
ciega, a acicalarse quitándole con las pinzas esos pelitos rebeldes que aún se
erguían desafiantes en algunas zonas después del paso de la cera. Y, como pasa
con el desparasitado entre monos, esta tarea tenía tanto de ritual social
vinculante como de acicalamiento propiamente dicho. La faena, que en el pasado
había sido cosa de mi madre, y que al final había sido heredada por mi hermana,
era la señal inequívoca de quién era el favorito de Bisa.
Fue una tarde de verano, en la que
recuerdo que yo jugaba a las carreras ciclistas de chapas con ese inseparable
amigo que siempre he tenido, cuando Bisa, que quería salir a charlar con las
vecinas después de una semana de reposo por alguna enfermedad, y sabiendo que
no estaban en casa ni mi hermana ni mi madre, se decidió a llamarme a mí.
―Manolito ―alzó la voz
desde su habitación―, ven un momento a mi cuarto, que quiero decirte una cosa.
Yo, que como ya dije
antes, no estaba acostumbrado a que se dirigiera a mí, no fui capaz de
responder inmediatamente, limitándome a buscar en los ojos de mi abuela, que
estaba planchando cerca de donde yo jugaba a las chapas, algún signo indicativo
de cómo debía actuar. Mi abuela quería a su madre con locura, así que me dedicó
una de esas miradas con las que siempre conseguía mi obediencia inmediata, y
yo, como no se podía esperar de otra manera, salí corriendo hacia el cuarto de
Bisa.
Nunca antes me había
atrevido a entrar en aquella habitación (si acaso había echado algún que otro
vistazo curioso, y siempre con miedo a ser cogido in fraganti), por lo que sufrí una cierta impresión al abrir
aquella puerta y entrar. Lo primero fue el olor, esos efluvios empalagosos de la
vida estancada, tan distintos al rabioso hedor de los cuerpos más o menos
jóvenes que yo conocía. Otra cosa que me llamó la atención fueron las muchas
fotos coloreadas que poblaban las estanterías a modo de custodios de la
memoria. En ellas, personajes muy serios y con vagos parecidos a familiares
vivos, posaban con respetuosa formalidad ante aquella maravilla de la ciencia
que fijaría su recuerdo a pesar del correr de los años. Pero lo más
sorprendente de todo es que vi a otra Bisa distinta a la que yo conocía: una
Bisa sin luto, sin moño, despojada de todo su misterio y su severidad; una
pobre anciana aplastada por los años y casi ciega, que tenía que dejarme pasar
a su intimidad a pesar de no ser yo la persona adecuada.
―Ya estoy aquí, Bisa
―dije al entrar.
―Hola, Manolito. ¿Estás
haciendo algo importante? ―me respondió mirando al lugar donde creía que yo
estaba.
―No, Bisa ―dije, en
parte recordando la mirada de mi abuela.
―Mira, ¿quieres ganarte
estos cinco durazos? ―me dijo alzando una reluciente moneda de veinticinco
pesetas y dedicándome, por primera vez que yo recordara, esa mueca con la que
su boca trataba de imitar a una sonrisa.
―Claro, Bisa, ¿qué
tengo que hacer?
―Ve con tu abuela, dile
que te deje las pinzas de depilar, y te vienes para acá.
―Sí.
Salí corriendo del
cuarto, impulsado por la curiosidad que aquella nueva experiencia despertaba en
mí, y por todas las chucherías que aquellos cinco durazos pondrían a mi
alcance. Al llegar al salón me encontré con mi abuela esperándome, sonrisa en
boca y pinza en mano; no hizo falta decirnos nada.
De vuelta al cuarto,
encontré a Bisa distraída, murmurando algo entre dientes, de modo que no se dio
cuenta de que había regresado hasta que le anuncié mi llegada.
―Ya estoy aquí, Bisa.
―Ah, bien. ―Volvió a buscar
con su mirada ciega en sitios donde yo no estaba―. Mira, Manolito, ¿tú has
visto alguna vez cómo tu hermana me quita los pelitos de la cara con las
pinzas?
―Sí, Bisa, lo he visto.
―¿Tú sabrías hacerlo?
―Claro, Bisa ―contesté
casi ofendido―. Si mi hermana puede yo también… y mejor.
―¡Anda que no eres tú
nadie! ―dijo Bisa regalándome otra de aquellas extrañas sonrisas suyas―. Pues
venga, demuestra eso que has dicho. Tú quita sin miedo, que a mí no me duele,
pero ten cuidado de no cogerme pellizcos ―concluyó alzando el retorcido dedo
índice de su mano derecha.
―Claro, Bisa, verás
como no te cojo ni uno.
Me acerqué a ella con
todo el miedo de un acólito durante su iniciación: ya no sólo era cosa de
hablar con Bisa, sino que ahora iba a posar mis manos sobre ella. El primer
contacto fue suave, como tocar un melocotón estriado. Aquellos surcos eran
sugerentes sendas que durante segundos recorrí con mis finos dedos. Bisa se
dejaba estudiar, asumía su papel de objeto de asombro para la siempre desbocada
imaginación de un niño como yo.
―Venga, sin miedo ―me
apremió a comenzar con el trabajo.
Localicé un primer
vello que hacía de centinela cerca de la comisura derecha de sus labios, lo
atrapé con la pinza, y empecé a tirar lentamente, pensando que se desprendería
con facilidad. Pero no fue así, la piel de mi abuela parecía no querer
renunciar a aquella parte de sí, y pugnó conmigo más de lo que yo hubiera
deseado. Al final salió, y creo que me dolió a mí más que a ella.
―¿Te ha dolido, Bisa?
―No, ni lo he notado.
―¿De verdad? Que yo no
quiero hacerte daño.
―De verdad.
―Vaya, Bisa, ¡qué
fuerte eres! ―conseguí arrancarle otra sonrisa.
―Venga, sigue con lo
tuyo, zalamero.
Poco a poco fui tomando
confianza y sacando los pelitos cada vez más rápido. Bisa seguía sin inmutarse,
aparentemente satisfecha por mi labor, y creo que notando, al igual que yo, que
algo estaba naciendo entre nosotros, una amistad que su hastío de la vida había
estado impidiendo hasta aquel momento.
―Bisa, ¿quiénes son los
de las fotos? ―pregunté al rato.
―¿Te refieres a esas
fotos viejas que tengo en las estanterías?
―Sí.
―Bueno, todos esos son
parientes tuyos, pero no sabría decirte qué te tocan muchos de ellos. Mira, si
te fijas bien, que tú seguro que tienes vista de ratón, verás que hay una con
un hombre alto con sombrero cordobés que está montado a caballo.
―Sí que lo veo ―dije al
identificar la fotografía―. Parece un picador.
―¡Tú sí que estás hecho
un picador! ―me dijo en franca carcajada―. No, lo que pasa es que tu bisabuelo
trabajó mucho tiempo con reses bravas, y un día quiso hacerse una foto así
vestido, para tenerla como recuerdo.
―Vaya, ¿ése era mi
bisabuelo? Pues tiene muy buen aspecto.
―Tu bisabuelo era un
hombretón de agárrate y no te menees: altísimo, guapetón, con ese bigotazo moreno
que era para comérselo…
―Pero seguro que tú
eras más guapa y por eso te lo llevaste, ¿verdad?
―¡Cómo eres, tunante!
―dijo muy contenta―. No, yo no era guapa, pero sí resultona. Era bajita, no
tanto como ahora, porque con la edad se encoge mucho, pero con buenas carnes,
prietas y bien puestas, una melena que daba gloria de verla, y unos pechazos
que ya quisiera más de una. Me acuerdo que un día, yendo a coger el tranvía de
la Gran Plaza, y te estoy hablando de una época en la que yo tenía cerca de cincuenta
años y varios hijos criados, me dijo un fulano “Con bombas como ésas tomamos
Madrid en una semana”, refiriéndose a mi pechera; así que ya ves. Pero no fue
por mi cuerpo, por mis pechos o por mi melena que a tu bisabuelo me lo llevé
yo, sino porque yo era más mujer que todas las pazguatas del pueblo juntas, y
cuando una mujer de verdad quiere algo…
―Es que tú tenías que
valer un Potosí de joven, Bisa.
―¡Ay, Manolito, ojalá
Dios te conserve así como eres por muchos años! ―exclamó Bisa, y acto seguido comenzó
casi a musitar un sentido llanto que me saltó las lágrimas a mí también.
―No llores, Bisa, que
me da mucha pena.
―No te preocupes,
Manolito, que lloro de alegría, y eso es bueno ―dijo sacando un pañuelo de su
escote y secándose los ojos―. Es que como he estado maluscona últimamente,
estoy con la lágrima suelta. Venga, sigue con lo tuyo. Y no gastes lágrimas
conmigo, que ya soy muy vieja.
Los dos nos calmamos y
yo seguí con la depilación, con la misma soltura que un momento antes pero con
más cariño si cabe. Mientras tanto, Bisa siguió contándome cosas y alegrándose
ante mi asombro y mi interés. Me habló de la tienda que tuvieron en el pueblo,
de cómo ella iba a las casas de los que dejaban cuentas pendientes y no se
dejaba escatimar ni una perra chica; de la caída de caballo que dejó a mi
bisabuelo imposibilitado y moribundo; de la guerra y cómo perdió a dos de sus
hijos sin poder siquiera enterrarlos; me contó ésas y otras muchas historias,
penas y alegrías que habían ido labrando los surcos de su cara con el correr de
los años. Y yo no me perdí ni un sólo detalle.
―Creo que ya he
terminado, Bisa ―anuncié por fin―. Ya no veo más pelitos.
―¿Seguro? Bueno, vamos
a comprobar eso.
Bisa estuvo un rato
tocándose la cara, haciendo un repaso exhaustivo de todas las zonas de más
conflicto y terminando con un gesto de plena satisfacción y un suspiro.
―Anda toma, que te lo
has ganado, por bueno y por simpático ―dijo Bisa y, tras tantear un rato en el
cajón, sacó uno de esos bonitos billetes de cien pesetas que para mis ojos
lució como todo un tesoro.
―¿Todo esto para mí?
―dije casi asustado.
―Todo para ti.
―¡Te quiero mucho,
Bisa! ―exclamé lanzándome a su cuello y apretando todo mi sentimiento en un
beso que se hundió en aquella esponjosa cara de mi bisabuela. Después cogí el
dinero y salí del cuarto, dejando a Bisa sentada en su cama no sé si riendo,
llorando, o ambas cosas a la vez.
Tristemente, apenas una semana después
de aquel primer contacto, Bisa sufrió una aparatosa caída que le partió la
cadera y le afectó a la cabeza, dejándole sólo un mes de vida que pasó entre
delirios y agonía. Eso fue un duro golpe para mí, pero con los años, en lugar
de seguir rememorando el dolor de la pérdida de aquella recién iniciada
relación, he aprendido a sacar fuerzas y orgullo del hecho de que, en alguno de
los pocos momentos de lucidez que mediaron entre la caída y la muerte de Bisa,
dicen que comentó:
―Decidle a Manolito que
coja las pinzas y venga para acá; quiero que sea él el que me deje guapa para
cuando me muera.
Primer Premio del Certamen de narrativa Manuel Suirot 2008
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