Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

sábado, mayo 04, 2013

Bisa



Relato un tanto personal, la visión de un niño sobre una persona muy mayor...


En memoria de mi abuela Justa, la hija de Natividad.



Cuando somos pequeños, tan pequeños que aún no hemos domado nuestra imaginación y ésta distorsiona nuestra percepción de la vida, todo lo que se salga de lo común en nuestro entorno adquiere un cariz misterioso, mágico, que, según la circunstancia y el caso concreto, nos puede inducir a la atracción o la repulsión, o incluso a las dos cosas a la vez.

En mi infancia, lo más extraño que para un niño como yo podía haber en mi casa era mi bisabuela Natividad, Bisa. Si a esto le sumamos que ella, desde que tuve uso de razón, siempre me había tratado con frialdad (porque todo su cariño lo había repartido ya entre sus hijos, nietos y bisnietos mayores que yo), no es de extrañar el profundo respeto, tan profundo que a veces se confundía con el miedo, que yo sentía por ella.


La recuerdo siempre de negro, envuelta en el último de los muchos lutos que se habían ido superponiendo unos sobre otros hasta que ya parecía que se le habían pegado a la piel, o que fueran su piel misma. Era pequeña, sólo un poco más alta que mi hermana mayor, porque, además de que nunca fue de gran talla, los años se le habían ido posando en los hombros, haciéndola encogerse cada vez más. Su cara estaba velada por una cascada de arrugas que le caía desde la raíz de la cabellera, y dos grandes orejas, que pendían fláccidas a los lados de su cabeza, la custodiaban. Los labios se le habían marchitado y plegado hacia adentro por la falta de dientes (y la reticencia a una molesta prótesis), sus ojos se habían hundido en las cuencas, alejándose de la luz que tiempo atrás habían saboreado con placer y a la que ahora no reconocían, y la nariz había ido perdiendo definición hasta convertirse en un recuerdo amorfo de lo que fue.

Era instructivo para un niño como yo ver cómo por su edad, por su mucha edad, toda su piel visible había adquirido el tono y textura de un campo yermo: reseca, cuarteada, con manchas aquí y allá, alguna que otra verruga de esas que traen los años, y ese color difuminado, como de lápiz pastel, que solían tener los ancianos antes de que el IMSERSO los convirtiera en turistas compulsivos.

Sin embargo, había algo que parecía escapar, rebelarse contra esa decrepitud general en una explosión de vida que se colaba por cualquier rendija: era su pelo. Para ella esto representaba su orgullo y su tormento: su orgullo porque a pesar de sus años, aún conservaba una cabellera espléndida, capaz, las pocas veces que la liberaba de su casi perenne moño, de sembrar la envidia en cualquier grupo de mujeres; pero también era su tormento, por los insolentes vellos que ahora, a la vejez, habían comenzado a germinar con gran profusión en zonas en las que nunca fueron bienvenidos: orejas, nariz, barbilla, mofletes, bigote…

Yo supongo que los humanos, inconscientemente, hemos ido reciclando antiguas costumbres para no sentirnos totalmente despegados de esos antepasados que compartimos con el chimpancé, y creo sinceramente que la costumbre del desparasitado entre primates había sido sustituida en mi casa por la ayuda a mi bisabuela, ya casi ciega, a acicalarse quitándole con las pinzas esos pelitos rebeldes que aún se erguían desafiantes en algunas zonas después del paso de la cera. Y, como pasa con el desparasitado entre monos, esta tarea tenía tanto de ritual social vinculante como de acicalamiento propiamente dicho. La faena, que en el pasado había sido cosa de mi madre, y que al final había sido heredada por mi hermana, era la señal inequívoca de quién era el favorito de Bisa.



Fue una tarde de verano, en la que recuerdo que yo jugaba a las carreras ciclistas de chapas con ese inseparable amigo que siempre he tenido, cuando Bisa, que quería salir a charlar con las vecinas después de una semana de reposo por alguna enfermedad, y sabiendo que no estaban en casa ni mi hermana ni mi madre, se decidió a llamarme a mí.

―Manolito ―alzó la voz desde su habitación―, ven un momento a mi cuarto, que quiero decirte una cosa.

Yo, que como ya dije antes, no estaba acostumbrado a que se dirigiera a mí, no fui capaz de responder inmediatamente, limitándome a buscar en los ojos de mi abuela, que estaba planchando cerca de donde yo jugaba a las chapas, algún signo indicativo de cómo debía actuar. Mi abuela quería a su madre con locura, así que me dedicó una de esas miradas con las que siempre conseguía mi obediencia inmediata, y yo, como no se podía esperar de otra manera, salí corriendo hacia el cuarto de Bisa.

Nunca antes me había atrevido a entrar en aquella habitación (si acaso había echado algún que otro vistazo curioso, y siempre con miedo a ser cogido in fraganti), por lo que sufrí una cierta impresión al abrir aquella puerta y entrar. Lo primero fue el olor, esos efluvios empalagosos de la vida estancada, tan distintos al rabioso hedor de los cuerpos más o menos jóvenes que yo conocía. Otra cosa que me llamó la atención fueron las muchas fotos coloreadas que poblaban las estanterías a modo de custodios de la memoria. En ellas, personajes muy serios y con vagos parecidos a familiares vivos, posaban con respetuosa formalidad ante aquella maravilla de la ciencia que fijaría su recuerdo a pesar del correr de los años. Pero lo más sorprendente de todo es que vi a otra Bisa distinta a la que yo conocía: una Bisa sin luto, sin moño, despojada de todo su misterio y su severidad; una pobre anciana aplastada por los años y casi ciega, que tenía que dejarme pasar a su intimidad a pesar de no ser yo la persona adecuada.

―Ya estoy aquí, Bisa ―dije al entrar.

―Hola, Manolito. ¿Estás haciendo algo importante? ―me respondió mirando al lugar donde creía que yo estaba.

―No, Bisa ―dije, en parte recordando la mirada de mi abuela.

―Mira, ¿quieres ganarte estos cinco durazos? ―me dijo alzando una reluciente moneda de veinticinco pesetas y dedicándome, por primera vez que yo recordara, esa mueca con la que su boca trataba de imitar a una sonrisa.

―Claro, Bisa, ¿qué tengo que hacer?

―Ve con tu abuela, dile que te deje las pinzas de depilar, y te vienes para acá.

―Sí.

Salí corriendo del cuarto, impulsado por la curiosidad que aquella nueva experiencia despertaba en mí, y por todas las chucherías que aquellos cinco durazos pondrían a mi alcance. Al llegar al salón me encontré con mi abuela esperándome, sonrisa en boca y pinza en mano; no hizo falta decirnos nada.

De vuelta al cuarto, encontré a Bisa distraída, murmurando algo entre dientes, de modo que no se dio cuenta de que había regresado hasta que le anuncié mi llegada.

―Ya estoy aquí, Bisa.

―Ah, bien. ―Volvió a buscar con su mirada ciega en sitios donde yo no estaba―. Mira, Manolito, ¿tú has visto alguna vez cómo tu hermana me quita los pelitos de la cara con las pinzas?

―Sí, Bisa, lo he visto.

―¿Tú sabrías hacerlo?

―Claro, Bisa ―contesté casi ofendido―. Si mi hermana puede yo también… y mejor.

―¡Anda que no eres tú nadie! ―dijo Bisa regalándome otra de aquellas extrañas sonrisas suyas―. Pues venga, demuestra eso que has dicho. Tú quita sin miedo, que a mí no me duele, pero ten cuidado de no cogerme pellizcos ―concluyó alzando el retorcido dedo índice de su mano derecha.

―Claro, Bisa, verás como no te cojo ni uno.

Me acerqué a ella con todo el miedo de un acólito durante su iniciación: ya no sólo era cosa de hablar con Bisa, sino que ahora iba a posar mis manos sobre ella. El primer contacto fue suave, como tocar un melocotón estriado. Aquellos surcos eran sugerentes sendas que durante segundos recorrí con mis finos dedos. Bisa se dejaba estudiar, asumía su papel de objeto de asombro para la siempre desbocada imaginación de un niño como yo.

―Venga, sin miedo ―me apremió a comenzar con el trabajo.

Localicé un primer vello que hacía de centinela cerca de la comisura derecha de sus labios, lo atrapé con la pinza, y empecé a tirar lentamente, pensando que se desprendería con facilidad. Pero no fue así, la piel de mi abuela parecía no querer renunciar a aquella parte de sí, y pugnó conmigo más de lo que yo hubiera deseado. Al final salió, y creo que me dolió a mí más que a ella.

―¿Te ha dolido, Bisa?

―No, ni lo he notado.

―¿De verdad? Que yo no quiero hacerte daño.

―De verdad.

―Vaya, Bisa, ¡qué fuerte eres! ―conseguí arrancarle otra sonrisa.

―Venga, sigue con lo tuyo, zalamero.

Poco a poco fui tomando confianza y sacando los pelitos cada vez más rápido. Bisa seguía sin inmutarse, aparentemente satisfecha por mi labor, y creo que notando, al igual que yo, que algo estaba naciendo entre nosotros, una amistad que su hastío de la vida había estado impidiendo hasta aquel momento. 

―Bisa, ¿quiénes son los de las fotos? ―pregunté al rato.

―¿Te refieres a esas fotos viejas que tengo en las estanterías?

―Sí.

―Bueno, todos esos son parientes tuyos, pero no sabría decirte qué te tocan muchos de ellos. Mira, si te fijas bien, que tú seguro que tienes vista de ratón, verás que hay una con un hombre alto con sombrero cordobés que está montado a caballo.

―Sí que lo veo ―dije al identificar la fotografía―. Parece un picador.

―¡Tú sí que estás hecho un picador! ―me dijo en franca carcajada―. No, lo que pasa es que tu bisabuelo trabajó mucho tiempo con reses bravas, y un día quiso hacerse una foto así vestido, para tenerla como recuerdo.

―Vaya, ¿ése era mi bisabuelo? Pues tiene muy buen aspecto.

―Tu bisabuelo era un hombretón de agárrate y no te menees: altísimo, guapetón, con ese bigotazo moreno que era para comérselo…

―Pero seguro que tú eras más guapa y por eso te lo llevaste, ¿verdad?

―¡Cómo eres, tunante! ―dijo muy contenta―. No, yo no era guapa, pero sí resultona. Era bajita, no tanto como ahora, porque con la edad se encoge mucho, pero con buenas carnes, prietas y bien puestas, una melena que daba gloria de verla, y unos pechazos que ya quisiera más de una. Me acuerdo que un día, yendo a coger el tranvía de la Gran Plaza, y te estoy hablando de una época en la que yo tenía cerca de cincuenta años y varios hijos criados, me dijo un fulano “Con bombas como ésas tomamos Madrid en una semana”, refiriéndose a mi pechera; así que ya ves. Pero no fue por mi cuerpo, por mis pechos o por mi melena que a tu bisabuelo me lo llevé yo, sino porque yo era más mujer que todas las pazguatas del pueblo juntas, y cuando una mujer de verdad quiere algo…

―Es que tú tenías que valer un Potosí de joven, Bisa.

―¡Ay, Manolito, ojalá Dios te conserve así como eres por muchos años! ―exclamó Bisa, y acto seguido comenzó casi a musitar un sentido llanto que me saltó las lágrimas a mí también.

―No llores, Bisa, que me da mucha pena.

―No te preocupes, Manolito, que lloro de alegría, y eso es bueno ―dijo sacando un pañuelo de su escote y secándose los ojos―. Es que como he estado maluscona últimamente, estoy con la lágrima suelta. Venga, sigue con lo tuyo. Y no gastes lágrimas conmigo, que ya soy muy vieja.

Los dos nos calmamos y yo seguí con la depilación, con la misma soltura que un momento antes pero con más cariño si cabe. Mientras tanto, Bisa siguió contándome cosas y alegrándose ante mi asombro y mi interés. Me habló de la tienda que tuvieron en el pueblo, de cómo ella iba a las casas de los que dejaban cuentas pendientes y no se dejaba escatimar ni una perra chica; de la caída de caballo que dejó a mi bisabuelo imposibilitado y moribundo; de la guerra y cómo perdió a dos de sus hijos sin poder siquiera enterrarlos; me contó ésas y otras muchas historias, penas y alegrías que habían ido labrando los surcos de su cara con el correr de los años. Y yo no me perdí ni un sólo detalle.

―Creo que ya he terminado, Bisa ―anuncié por fin―. Ya no veo más pelitos.

―¿Seguro? Bueno, vamos a comprobar eso.

Bisa estuvo un rato tocándose la cara, haciendo un repaso exhaustivo de todas las zonas de más conflicto y terminando con un gesto de plena satisfacción y un suspiro.

―Anda toma, que te lo has ganado, por bueno y por simpático ―dijo Bisa y, tras tantear un rato en el cajón, sacó uno de esos bonitos billetes de cien pesetas que para mis ojos lució como todo un tesoro.

―¿Todo esto para mí? ―dije casi asustado.

―Todo para ti.

―¡Te quiero mucho, Bisa! ―exclamé lanzándome a su cuello y apretando todo mi sentimiento en un beso que se hundió en aquella esponjosa cara de mi bisabuela. Después cogí el dinero y salí del cuarto, dejando a Bisa sentada en su cama no sé si riendo, llorando, o ambas cosas a la vez.



Tristemente, apenas una semana después de aquel primer contacto, Bisa sufrió una aparatosa caída que le partió la cadera y le afectó a la cabeza, dejándole sólo un mes de vida que pasó entre delirios y agonía. Eso fue un duro golpe para mí, pero con los años, en lugar de seguir rememorando el dolor de la pérdida de aquella recién iniciada relación, he aprendido a sacar fuerzas y orgullo del hecho de que, en alguno de los pocos momentos de lucidez que mediaron entre la caída y la muerte de Bisa, dicen que comentó:
―Decidle a Manolito que coja las pinzas y venga para acá; quiero que sea él el que me deje guapa para cuando me muera.


Primer Premio del Certamen de narrativa Manuel Suirot 2008

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