Yo
tuve la suerte de tener dos madres, una doble fuente de recuerdos…
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Yo nunca fui un niño malo, al menos eso me
dicen ahora. Yo era un niño travieso, de esos que siempre encuentran la forma
de ponerse en peligro y enervar a sus mayores. No lo hacía queriendo. Era un
esclavo de la novedad, de la curiosidad. Deshojaba la vida como si de una flor
sin abrir se tratase, como todos, pero con más energía e intensidad que muchos.
También era obediente a mi manera, o más que obediente, leal, y mis lealtades
podían entrar en conflicto porque yo tenía dos madres: mi abuela, que ejercía
más en lo práctico, y mi progenitora, que se centraba más en lo afectivo.
No recuerdo mucho de aquel día, supongo que
las novedades que trajo consigo no estuvieron a la altura de las del siguiente
o el anterior, o que simplemente los recuerdos que más brillan en nuestra
memoria eclipsan la luz de los que comparten fechas con ellos. Es igual, la
mañana podría haber sido de cualquier forma, pero el mediodía, ese momento en
que se acercaba la hora de comer y mi abuelo tomaba posesión de su trono en la
salita, frente a la televisión de ese pequeño mundo con sólo dos canales en el
que vivíamos, fue especial. Aquel mediodía, aquel almuerzo, fue como una ostra
con perla, y esa perla la llevo guardada en un bolsillo que sólo abro para los
que quiero.
Mi abuelo comía primero, a la una en punto,
aunque la jubilación le hubiera liberado de la esclavitud del tiempo. Lo hacía
mirando a la televisión pero atento a la comida, porque había conocido el
hambre, fue el último de mis antepasados que la conoció. Después me tocaba a mí
porque, aunque sólo un niño, era el único que se acercaba a sus hazañas sobre
el mantel, un dignísimo aprendiz que sin haber conocido el hambre ya le tenía
declarada la guerra sin cuartel. Y ese día había potaje, palabras mayores,
comida de gentes que lo hacen para vivir, comida de verdad.
La mesa se puso para mí, ya luego comería mi
hermana, y mi madre cuando llegara del trabajo. Al niño se le puso su
cucharilla, porque era pequeño, y su servilleta infantil, por lo mismo. Al niño
también se le puso un plato que daba para varios adultos, porque podía, porque
daba gloria verlo comer. Y allí que me lancé a la comida como el que va a una
batalla, por el hambre que pasó mi abuelo y otros tantos, y por mí también. Vi
algunas manchitas negras, pero no les di importancia, probablemente se había
quemado un poco, nada nuevo bajo la tutela de una mujer que alternaba sus dotes
de buena cocinera con los despistes de ama de casa pendiente de mil cosas. Poco
a poco, la vista de ratón que mi abuela me decía que tenía cuando le enhebraba
los hilos para la costura, sumada a la inclinación entomológica propia de todo
niño, me descubrieron que allí había algo más. En el caldo flotaban cadáveres
de esos pequeños insectos negros que suelen acudir a la harina y los arroces de
las despensas, estaba seguro. Cuando fui a decírselo a mi abuela ésta frunció
el ceño y se acercó a mi plato para sacarme del error, pero hubo un punto de
duda en su reprimenda. Yo, que era de los que chinchan por justicia y por
chinchar también, me acerqué a la olla y volví a señalar la falta. Mi abuela
iba perdiendo la paciencia al tiempo que porfiaba, y yo, que había aprendido la
porfía de ella, me puse a su altura. Al final me dijo que si no quería no
comiera, pero que ni se me ocurriera decirle nada de aquello a mi madre, que si
no… El resto del mensaje me lo envió con una de esas miradas que a veces lanzaba
y que yo tan bien conocía.
No sé por qué mi abuela hizo aquello. Quizá
era una precursora de esos que dicen ahora que el futuro de la alimentación
está en los insectos, o que no quería reconocer hasta qué punto había perdido
la visión, o que lo había probado y yo le di la clave de qué era lo que hacía
que aquel día el potaje estuviera tan bueno. Lo que yo creo es que fue sólo una
cuestión de orgullo, que no podía reconocer que su potaje tenía bichos, que ya
tenía suficiente con todas sus ocupaciones, y ojos que no ven y niño que no
dice…
Mi madre llegó después, cansada y hambrienta,
aunque no tanto como para no repartir un poco de cariño entre los que la
esperábamos. Yo la recibí con su beso y el anuncio de que tenía que decirle una
cosa, pero después, cuando hubiera terminado de comer. Ella notó algo, pero
tenía demasiadas ganas de quitarse de encima los restos del trabajo como para
tratar de buscar más allá de mis evasivas.
Ya cómoda con su ropa de andar por casa,
sentada a la mesa frente a su plato de potaje, mi madre comenzó a comer conmigo
a su lado para alegrarle el rato. Seguía con la mosca detrás de la oreja, pero
debió pensar que se trataba de cualquier travesura sin importancia de la que me
había arrepentido a destiempo. Yo la contemplaba, no veía el momento de decirle
la verdad, pero aquella otra lealtad, más imperativa en ese momento, me lo
impedía. Cuando vi que ya sólo quedaba un poco de potaje y de lo otro, pensando
superada la prueba de mi abuela, confesé la verdad. Mi madre me miró con una
cara que me dejó muy claro de quién era hija y que me hizo dudar sobre la
orientación que le había dado a mi lealtad. Pero ya era tarde para
lamentaciones o enfados. Se lo reprochó a mi abuela, claro está, más que a mí,
al que le reconoció la lealtad a pesar de no ser con ella. La cosa no fue más
allá. Mi madre sabía querer a la suya, sabía alegrarse de tenerla, y yo creo
que ya en ese momento supo que aquel sería uno de tantos recuerdos que mi
abuela nos ha dejado en herencia y que jamás podríamos pagarle aunque aún
viviera.
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