Una
historia de fantasía metaliteraria…
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En
algún lugar de la
Imaginación…
Hacía años que una espantosa tormenta
se había apoderado de los cielos sobre Los Páramos, allí donde la tribu de los
Héroes tenía su hogar desde el albor de los tiempos. Los hombres no podían
apartar la mirada de las alturas, preguntándose cuándo les sería concedida una
tregua a ellos y al sol, del cual casi se habían olvidado. Y las mujeres
padecían su pena también, honda pena que se convertía en rechazo a la hora de
la intimidad.
En una de aquellas destartaladas chozas,
un chico, un hombre y un anciano, eslabones consecutivos de un linaje tan
antiguo como la conciencia misma, se resguardaban de la violencia de los
elementos. El anciano yacía en un jergón, a medio camino entre el presente y la
eternidad, delirando, trenzando un largo cordón de nombres con el que atar su
alma a la vida. Y el muchacho, afectado por la enfermedad de la juventud que le
desbocaba el ímpetu, no supo mantener firmes las riendas de su curiosidad.
―¿Qué dices, abuelo?
―Shhhh,
déjale hablar ―lo acalló su padre―, deja que suelte todo lo que lleva dentro
antes de irse, porque la historia que no se recuerda se pierde, y el presente
se desmorona si no hay historia a sus pies. Lee en sus labios, su voz está muy
debilitada, cansada ya de tanto cargar con mensajes.
―¿De
qué habla?
―De
sus camaradas, de sus amigos, de sus hermanos. Está nombrando a todos y cada
uno de los guerreros que lucharon junto a él durante las largas guerras.
―¿Las Guerras de la Palabra?
―Sí, esas guerras.
―¿Y qué dice?
―Ahora
está hablando del Viajero. Siéntate, que yo haré llegar a tus oídos lo que tu
alma no es capaz de escuchar:
»Lo
vimos llegar una mañana, poco antes del mediodía. Apareció por el camino del
norte. Al principio fue sólo una mancha en el horizonte, después, poco a poco,
se fue dibujando una silueta, y al final ésta se convirtió en un hombre, un
hombre enjuto, débil, pero de paso firme como la voluntad de un auténtico
guerrero. Traía el Viajero dos pesadas cargas consigo, guardadas en un morral
de piel de vida que se mecía junto a su cadera. Cuando llegó a la plaza se
dispuso a departir con los parroquianos, y aquellos que se detuvieron a
escuchar sus razones tuvieron ocasión de gozar el verbo en estado puro, servido
en finas hebras, tiras de concepto, por aquel que sin duda debía ser un
amaestrador de palabras. De su discurso brotaron bellos paisajes, historias de
ensueño, mundos quiméricos. Fue destilando arte hasta extraerle esencia de
genio con la que iluminar el entendimiento de la cada vez más numerosa
audiencia que, conforme la noticia fue saltando de oído en oído, se estaba
congregando en torno suyo.
»Cuando
el Viajero creyó que ya era suficiente público el convocado, detuvo el curso de
aquella composición y se dispuso a coronar la expectación reinante con el
contenido de su bolsa: de ésta sacó primero una idea, brillante como el alba
impoluto de principios de la creación, un fulgor vivo que nos transportó a un
mundo nuevo, un sueño nunca hollado en el que el valor se pesaba en oro y los
imposibles eran arrollados por el poder de la magia. Inmediatamente después,
antes de que el vértigo de la sorpresa se disipara en nuestro espíritu, sacó de
aquella bolsa de ensueño una ilusión que ardía con el fuego de la esperanza, un
fuego que prendió en nuestros corazones, porque nos vimos dueños de aquel
mundo, protagonistas de sus hazañas, reyes de sus dinastías.
»―¡Necesito
héroes! ―gritó el viajero. Y el mundo tembló ante nuestra respuesta―. ¿Quién
quiere seguirme? ―Nuestras voces se unieron en un “Yo” que traspasó las nubes
en dirección al sol.
»Dejamos
casas, esposas e hijos; sólo rendiríamos cuentas al destino. Marchábamos con la
palabra, el eco de nuestros pasos resonaba en las historias. Asaltamos
Kharmadut al abrigo de la noche, como sombras, fuimos las huestes de un rey
demente, un tirano ególatra que malograba todo lo que manchaba con su tacto. En
Zadianal, la gran estepa que se derrama parda sobre la inmensidad, fuimos
jinetes de briosos caballos, cazamos con arco y luchamos cuerpo a cuerpo.
Nuestro grito de guerra avanzaba frente a nosotros, amedrentando hasta al más
impetuoso de nuestros enemigos. Fuimos las bestias sanguinarias que moraban en
las montañas de Hru, bebimos sus nieves derretidas, cazamos al animal y al
hombre. En las noches de Hu Yin nos convertimos en bandas de ladrones y
asesinos, escorpiones silenciosos. Cuando Urbal fue creada, cuando se unieron
las tribus de los altos con las de la estepa, fuimos nosotros los que luchamos
por aquel imperio con pies de barro. También fuimos los bárbaros que lo
arrasaron cuando ya su esplendor original había desaparecido. En Rotanda hubo
una vez un país de reptiles que capturaban a los seres humanos para
esclavizarlos o devorarlos; nosotros fuimos la legión de hombres libres que les
hicieron pagar por tantas atrocidades y les quitó su imperio…
Una
figura encorvada entró en la tienda, otro viejo guerrero, otro anciano de
arrugas colmatadas de tiempo y ojos sin brillo. Llegaba para recoger su carga,
el testigo de la edad. Cuando su viejo camarada de armas muriera él sería el
más anciano entre todos los que moraban en Los Páramos de la Imaginación. Venía
a recoger un último aliento y las llaves de la memoria, a convertirse en el que
más lejos podría mirar hacia el pasado. Ambos ancianos cruzaron miradas,
gratitud por la liberación, respeto por los que fueron grandes. Después el
visitante presentó sus condolencias al resto de los presentes y se acomodó para
esperar.
―¿Tú
también luchaste en Las Guerras de la Palabra? ―se le volvió a soltar la lengua al
muchacho. Y por un instante, si hubiese tenido vista de águila, hubiera podido
ver un rápido destello en la mirada del viejo, el eco reflejado de otros
lugares y otros tiempos, el brillo de la llama que devoró a un pueblo entero.
―Sí,
yo luché junto a tu abuelo ―respondió el anciano, lacónico. Su mente estaba muy
lejos, desandando pasos junto a su viejo camarada, recordando el sabor de la
gloria, el olor de la guerra y el sonido de la victoria.
―Perdónale
los modos, es joven ―intercedió el padre del chico.
―No,
está bien. Los jóvenes deben saber, no podemos perder nuestro pasado. ¿Qué
quieres saber, hijo? ―se dirigió al muchacho.
―Mi
abuelo ―comenzó amedrentado―… Mi abuelo fue un gran guerrero, ¿verdad?
―De los
más grandes, hijo. Tu abuelo fue general, mariscal de campo y rey. Fue capitán
de un barco corsario en el mar Blanco, y lideró la fallida rebelión de los
Zaklyrg.
La
mirada del anciano se unió a una vieja espada rendida en una esquina. Su filo
ya no podía morder, sólo arañar, y su empuñadura era un jirón de cuero que
hacía mucho tiempo que había olvidado el contacto de la piel. Fuera de la choza
la tormenta renovaba su furia; dentro, unos ojos comenzaban a vislumbrar lo que
hay más allá del infinito.
―¿Tú
también fuiste un gran guerrero? ―prosiguió el chico.
―Sí,
yo también fui capitán y general, gané batallas y guerras, y coroné con mi
escudo la torre más alta de la más grande de todas las ciudades. Hubo un tiempo
en el que se me temió más que a la misma muerte, y también hubo hombres que
hubieran dado la vida por mí con un solo gesto de mis manos.
―¿Y
qué pasó? ―tocó el muchacho una herida que nunca había cicatrizado, un recuerdo
que se había convertido en tabú.
―¡Calla!
―le gritó su padre, sabedor de la magnitud de aquella imprudencia.
―No,
no le digas nada. Tiene derecho a saber. ―El viejo guerrero estaba dispuesto a
descubrir la llaga―. Fuimos muy grandes, muchacho, más de lo que jamás soñamos.
Sentimos el vértigo de la grandeza, saboreamos mil glorias… pero también fuimos
confiados.
»Cuando
los ejércitos de la realidad aparecieron en las fronteras de la Imaginación los
tomamos por un enemigo más que al final sucumbiría al fuego de nuestro valor,
no nos preocupamos en averiguar quiénes eran ni de dónde venían, qué querían. Nos
equivocamos, porque no éramos conscientes de que toda nuestra gloria era la
gloria del Viajero, nuestras conquistas eran suyas y nuestra existencia un
reflejo de sus sueños. Y los ejércitos de la realidad no vinieron a combatirnos
a nosotros, sino a él.
»Se
cebaron con el Viajero. Lo envenenaron los cantos de sirena de mentes rígidas
que querían cuadricular el arte y sepultarlo bajo una lápida de ideas
preconcebidas y estereotipos a imitar. Lo encerraron en una prisión de rutinas
y obligaciones, lo amarraron al suelo, y ya nunca fue capaz de alzar el vuelo y
llevarnos con él. El viajero nos abandonó, su propia historia se volvió tan
real que decidió prescindir de las nuestras. Desde entonces los cielos no han
cesado en su llanto por la promesa rota, y la tribu de los Héroes se marchita
sin historias a las que alimentar.
―¿Y
volverá el Viajero? ―preguntó el muchacho, sabedor de que su futuro estaba
atado a aquella respuesta.
―Para
eso esperamos ―respondió el viejo con una sonrisa de lastima―, para eso
conservamos su recuerdo.
El
abuelo suspiró en su jergón, se le aceleró al pulso, su corazón realizó un
último esfuerzo por seguirle el paso a la vida. Pero sucumbió, no le quedaban
fuerzas ni deseos de vivir como para soportar su existencia. Se marchó, dejando
sitio a otras vidas.
El
muchacho comenzó a desgranar lágrimas, el padre lo miró con severidad por
aquella última muestra de flaqueza, y el anciano, una vez cumplido el trámite
de la partida, se dispuso a marchar con su nueva responsabilidad sobre los
hombros.
―No
seas duro con él ―murmuró el viejo al pasar junto al padre.
―Pero
no se debe llorar por el pasado, mi padre siempre me lo dijo.
―No
llora por nuestro pasado, llora por su futuro ―sentenció el anciano.
Después
salió de la tienda y se perdió bajo el manto de agua, a la sombra de las nubes,
entre aquellas chozas en las que ya no se escuchan risas, en aquellos páramos
en los que ya no brilla el sol.
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