![]() |
Dios
los cría… y el Diablo los junta…
|
Márquez entró en la habitación moviéndose como un
autómata tembloroso. Su rostro, pálido y copado por pequeñas gotas de sudor,
desvelaba la tormenta emocional que batía su interior.
―Has hecho lo que debías, muchacho. Serénate ―le dijo el
capitán, tratando de aparentar comprensión y compasión a pesar de carecer de
ambas―. Te toca, Perea ―señaló con la mirada a otro de sus cadetes.
El joven se levantó con movimiento eléctrico y decidido,
cargó su fusil al hombro y se colocó frente al capitán.
―Cumpla con su deber, soldado.
―A sus órdenes, mi capitán.
El muchacho se marchó de la habitación haciendo gala de
su habitual marcialidad, tan exagerada y ridícula que hubiera provocado las
risas de sus compañeros si la situación no tuviera un carácter tan
endiabladamente funesto.
Pablo observaba con profundo desprecio a los compañeros
que ya habían cumplido su parte de la tarea. Todos le parecían aparecidos de
una película oriental de fantasmas. “¡Maricones! ―pensó―. ¿Qué coño creen éstos
que significa ser soldados? Hay que matar para ser soldados. Los uniformes
están para mancharlos de sangre. ―Tuvo que contenerse para no emprenderla a
golpes con ellos―. El ejército se está corrompiendo con estos mierdosos hijos
de papá que no aguantan el olor de la sangre.”
El rítmico sonido de varios hombres marcando el paso les
indicó que alguien se acercaba.
―Todos en pie, que viene el coronel ―dijo el capitán tras
asomarse.
En breve cruzó el marco de la puerta la insigne figura
del coronel Parra, auténtico prohombre de la L.R.L.P. (Liga Revolucionaria de Liberación
Popular). Su pomposo uniforme, inmaculado y en perfecto estado de revista, era
una clara señal de su importancia en el organigrama revolucionario.
―Capitán ―dijo Parra al tiempo que saludaba.
―Mi coronel ―se cuadró el capitán devolviéndole el
saludo.
―¿Todo bien por aquí?
―Sí, mi coronel. La tarea marcha según lo previsto.
―¿Cómo responden los muchachos de su sección?
―Bien, mi coronel.
El coronel echó un vistazo felino a los cadetes de la sala.
―Que den un paso al frente los que ya han pasado por las
celdas.
Nueve cadetes respondieron a la orden del coronel. Parra
se arrimó al que tenía más cerca, Alfredo Santos.
―Bien, cadete, ¿cómo se encuentra?
―Creo… que bien…
―¿Cómo? Míreme a los ojos y contésteme como un soldado,
hijo ―dijo el coronel Parra algo irritado―. ¿Cómo se encuentra, cadete?
―Bien, mi coronel.
―¿Es la primera vez que mata a alguien, hijo?
―No, mi coronel… Ya había participado en dos
fusilamientos de prisioneros.
―¿Entonces qué es lo que le ocurre?
―Señor, no son… soldados… Son mujeres y niños. Es…
―¡Calla imbécil! ―gritó Parra―. ¿Acaso eres tan estúpido
que no sabes que esas perras contrarrevolucionarias son las que engendran a
nuestros enemigos? ¿No comprendes que ese niño que hoy te mira con inocencia
mañana empuñará un machete?
―Eso… eso no se puede… saber… mi coronel…
En ese instante, Pablo derribó a Santos de un fuerte
culatazo en el rostro.
―¿Qué demonios haces, estúpido? ―dijo el capitán
visiblemente alterado.
―Lo siento, mi capitán ―contestó Pablo cuadrándose―. No
he podido soportar la insolencia de mi compañero. Yo…
―Está bien, basta ya ―les cortó el coronel―. ¿Cómo te
llamas, hijo? ―dijo acercándose a Pablo.
―Pablo Vargas, mi coronel.
―Bien, cadete Vargas, ¿quiere hacerme el favor de
mostrarle a este sucedáneo de mierda que tiene por compañero qué es un soldado?
―dijo el coronel mirando a Pablo con media sonrisa pintada en su rostro.
―Por supuesto, mi coronel ―contestó el muchacho
siguiéndole el juego de miradas.
―Levanten a esa nena para que venga con nosotros ―indicó
Parra a sus dos ayudantes―. Enseguida le devuelvo a sus dos cadetes, capitán.
―A sus órdenes, mi coronel.
Los cinco hombres dejaron la habitación y se dirigieron
por el largo pasillo hacia las escaleras del fondo. El coronel encabezaba el
grupo junto a uno de sus asistentes, mientras el segundo escoltaba a Santos y
Pablo los seguía marcando el paso con toda solemnidad.
Antes de llegar a las escaleras se cruzaron con Perea,
que regresaba de los calabozos con el semblante congestionado y absorto en sus
pensamientos. El ruido de pasos de la comitiva le alertó justo a tiempo de
distinguir los galones y cuadrarse en consecuencia, a lo cual respondió el
coronel con un leve gesto de su mano.
Descendieron hasta la última planta, desembocando en una
sala circular de la que partían siete galerías de celdas. En el centro de la
estancia había un tipo de aspecto simiesco y con uniforme de cabo, el cual se
cuadró nada más ver al coronel Parra.
―Descanse. Condúzcanos a alguna celda con detenidos de
tipo E.
―Muy bien, mi coronel, síganme ―dijo el carcelero al
tiempo que sacaba un manojo de llaves de su bolsillo.
Recorrieron una de las galerías a través de un aire
denso, irrespirable, hasta detenerse frente a una de las oxidadas puertas. El
carcelero la abrió y tras ella se encontraron a una mujer marcada por la
tortura, y dos niños de rostro famélico y mirada perdida tendidos en un amplio
jergón.
―Bueno, Vargas, cumpla con su deber.
Pablo miró al coronel y después miró a los detenidos.
Llamó a ese animal abyecto que dormitaba en lo más profundo de su rencor y lo
dejó actuar. Apuntó a la mujer y fue descargando una a una todas las balas
contenidas en el cargador de su rifle. Cuando se le acabaron los proyectiles
entró en la habitación y aplastó a culatazos las cabezas de los dos niños. Al
salir de la habitación cubierto de sangre vio a Santos vomitando, muecas de
espanto en las caras de los dos ayudantes del coronel y una media sonrisa de
complacencia en la faz de éste.
―Bien hecho, cadete. Eres un soldado de casta.
Más de cuarenta años después, el coronel Pablo Emilio
Vargas fue condenado a muerte por la autoría material de doscientos noventa y
siete asesinatos, su responsabilidad directa en más de cinco mil, y la
complicidad y encubrimiento de otros tantos durante los juicios a los genocidas
del depuesto gobierno revolucionario. Sus últimas palabras fueron en recuerdo
del coronel Parra, su mentor.
0 comentarios:
Publicar un comentario