Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

lunes, mayo 13, 2019

Soldado de casta



Dios los cría… y el Diablo los junta…


Márquez entró en la habitación moviéndose como un autómata tembloroso. Su rostro, pálido y copado por pequeñas gotas de sudor, desvelaba la tormenta emocional que batía su interior.

―Has hecho lo que debías, muchacho. Serénate ―le dijo el capitán, tratando de aparentar comprensión y compasión a pesar de carecer de ambas―. Te toca, Perea ―señaló con la mirada a otro de sus cadetes.

El joven se levantó con movimiento eléctrico y decidido, cargó su fusil al hombro y se colocó frente al capitán.

―Cumpla con su deber, soldado.
―A sus órdenes, mi capitán.

El muchacho se marchó de la habitación haciendo gala de su habitual marcialidad, tan exagerada y ridícula que hubiera provocado las risas de sus compañeros si la situación no tuviera un carácter tan endiabladamente funesto.
Pablo observaba con profundo desprecio a los compañeros que ya habían cumplido su parte de la tarea. Todos le parecían aparecidos de una película oriental de fantasmas. “¡Maricones! ―pensó―. ¿Qué coño creen éstos que significa ser soldados? Hay que matar para ser soldados. Los uniformes están para mancharlos de sangre. ―Tuvo que contenerse para no emprenderla a golpes con ellos―. El ejército se está corrompiendo con estos mierdosos hijos de papá que no aguantan el olor de la sangre.”
El rítmico sonido de varios hombres marcando el paso les indicó que alguien se acercaba.

―Todos en pie, que viene el coronel ―dijo el capitán tras asomarse.

En breve cruzó el marco de la puerta la insigne figura del coronel Parra, auténtico prohombre de la L.R.L.P. (Liga Revolucionaria de Liberación Popular). Su pomposo uniforme, inmaculado y en perfecto estado de revista, era una clara señal de su importancia en el organigrama revolucionario.

―Capitán ―dijo Parra al tiempo que saludaba.
―Mi coronel ―se cuadró el capitán devolviéndole el saludo.
―¿Todo bien por aquí?
―Sí, mi coronel. La tarea marcha según lo previsto.
―¿Cómo responden los muchachos de su sección?
―Bien, mi coronel.

El coronel echó un vistazo felino a los cadetes de la sala.

―Que den un paso al frente los que ya han pasado por las celdas.

Nueve cadetes respondieron a la orden del coronel. Parra se arrimó al que tenía más cerca, Alfredo Santos.

―Bien, cadete, ¿cómo se encuentra?
―Creo… que bien…
―¿Cómo? Míreme a los ojos y contésteme como un soldado, hijo ―dijo el coronel Parra algo irritado―. ¿Cómo se encuentra, cadete?
―Bien, mi coronel.
―¿Es la primera vez que mata a alguien, hijo?
―No, mi coronel… Ya había participado en dos fusilamientos de prisioneros.
―¿Entonces qué es lo que le ocurre?
―Señor, no son… soldados… Son mujeres y niños. Es…
―¡Calla imbécil! ―gritó Parra―. ¿Acaso eres tan estúpido que no sabes que esas perras contrarrevolucionarias son las que engendran a nuestros enemigos? ¿No comprendes que ese niño que hoy te mira con inocencia mañana empuñará un machete?
―Eso… eso no se puede… saber… mi coronel…

En ese instante, Pablo derribó a Santos de un fuerte culatazo en el rostro.

―¿Qué demonios haces, estúpido? ―dijo el capitán visiblemente alterado.
―Lo siento, mi capitán ―contestó Pablo cuadrándose―. No he podido soportar la insolencia de mi compañero. Yo…
―Está bien, basta ya ―les cortó el coronel―. ¿Cómo te llamas, hijo? ―dijo acercándose a Pablo.
―Pablo Vargas, mi coronel.
―Bien, cadete Vargas, ¿quiere hacerme el favor de mostrarle a este sucedáneo de mierda que tiene por compañero qué es un soldado? ―dijo el coronel mirando a Pablo con media sonrisa pintada en su rostro.
―Por supuesto, mi coronel ―contestó el muchacho siguiéndole el juego de miradas.
―Levanten a esa nena para que venga con nosotros ―indicó Parra a sus dos ayudantes―. Enseguida le devuelvo a sus dos cadetes, capitán.
―A sus órdenes, mi coronel.

Los cinco hombres dejaron la habitación y se dirigieron por el largo pasillo hacia las escaleras del fondo. El coronel encabezaba el grupo junto a uno de sus asistentes, mientras el segundo escoltaba a Santos y Pablo los seguía marcando el paso con toda solemnidad.
Antes de llegar a las escaleras se cruzaron con Perea, que regresaba de los calabozos con el semblante congestionado y absorto en sus pensamientos. El ruido de pasos de la comitiva le alertó justo a tiempo de distinguir los galones y cuadrarse en consecuencia, a lo cual respondió el coronel con un leve gesto de su mano.
Descendieron hasta la última planta, desembocando en una sala circular de la que partían siete galerías de celdas. En el centro de la estancia había un tipo de aspecto simiesco y con uniforme de cabo, el cual se cuadró nada más ver al coronel Parra.

―Descanse. Condúzcanos a alguna celda con detenidos de tipo E.
―Muy bien, mi coronel, síganme ―dijo el carcelero al tiempo que sacaba un manojo de llaves de su bolsillo.

Recorrieron una de las galerías a través de un aire denso, irrespirable, hasta detenerse frente a una de las oxidadas puertas. El carcelero la abrió y tras ella se encontraron a una mujer marcada por la tortura, y dos niños de rostro famélico y mirada perdida tendidos en un amplio jergón.

―Bueno, Vargas, cumpla con su deber.

Pablo miró al coronel y después miró a los detenidos. Llamó a ese animal abyecto que dormitaba en lo más profundo de su rencor y lo dejó actuar. Apuntó a la mujer y fue descargando una a una todas las balas contenidas en el cargador de su rifle. Cuando se le acabaron los proyectiles entró en la habitación y aplastó a culatazos las cabezas de los dos niños. Al salir de la habitación cubierto de sangre vio a Santos vomitando, muecas de espanto en las caras de los dos ayudantes del coronel y una media sonrisa de complacencia en la faz de éste.

―Bien hecho, cadete. Eres un soldado de casta.


Más de cuarenta años después, el coronel Pablo Emilio Vargas fue condenado a muerte por la autoría material de doscientos noventa y siete asesinatos, su responsabilidad directa en más de cinco mil, y la complicidad y encubrimiento de otros tantos durante los juicios a los genocidas del depuesto gobierno revolucionario. Sus últimas palabras fueron en recuerdo del coronel Parra, su mentor.


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