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La
insoportable angustia de una larga derrota…
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Era una noche aparentemente normal.
Como siempre, él había terminado muy rápido, y ella apenas se había enterado de
nada. Una vez más él había tenido que pensar en otra mujer, una de las de la
tele, una de esas esbeltas y guapas que lo excitaban como ya no lo excitaba su
mujer, cuya discutible lozanía juvenil se había convertido en una madurez de
pechos por el ombligo, contornos exagerados, e hinchado y demasiado envejecido
rostro. ¿Quién había sido el culpable de tan terrible transformación? ¿Quizá
los años? ¿Ella, que no se había cuidado? ¿Él, que no le dijo nada? ¿Los dos,
por haber tenido cinco hijos? Desde luego él tampoco se podía quejar, ya que no
se encontraba precisamente en su mejor momento.
—Voy al baño —dijo ella.
Él se echó a un lado para que ella se
pudiera incorporar y se quedó mirando al techo. Había algo que llevaba mucho
tiempo rondándole la cabeza, pero no habló de ello con su mujer cuando ésta
regresó, sino que se limitó a aprovechar su turno de visita al baño. Una vez
allí, estuvo un poco más de tiempo del acostumbrado, y después volvió al lecho
matrimonial, casi como siempre.
—Julián, tengo que decirte una cosa.
—No, hoy no, mañana.
—De acuerdo. Buenas noches, cariño.
—Buenas noches.
Los tres se quedaron dormidos
rápidamente.
A la mañana siguiente lo despertó el
torrente de claridad más límpido que jamás hubiera visto colarse por su
ventana. Notó que su esposa aún dormía y, cuando se incorporó, distinguió la
difusa figura de un enorme perro blanco erguido sobre dos poderosas patas que
se apoyaban en los pies de la cama.
—Saludos, viajero —dijo el perro sin
abrir la boca y con una voz ronca y cavernosa.
—Buenos días. Supongo que es el
momento de irse —contestó Julián con aire cansado.
—Lo sabes.
—Sí, lo sé.
Julián salió de la cama, tapó a su
mujer con delicadeza y le dio un tierno beso en la sien. Después se dirigió
hacia los cuartos de los niños, seguido por aquel visitante que no producía
sonido alguno al desplazarse. Los fue tapando uno a uno y dándoles un beso de
despedida.
—Tenemos que irnos —dijo el perro.
—Sí, vamos.
Terminó de besar y colocar bien la
sábana de su quinto hijo y se dirigió hacia la puerta de su casa. Una vez allí,
echó un último vistazo al que había sido su hogar, y después salió a la calle
que había sido todo su mundo durante los últimos quince años. En todo ese
tiempo nunca había salido de ella: pasaba todos los días menos los lunes en el
bar en el que trabajaba, que estaba al principio de la calle; los lunes y
algunas noches los pasaba en la peña, que estaba en el centro; y el resto del
tiempo lo pasaba en su casa, que estaba al final de la misma calle. Conocía
cada losa, cada desconchado, cada sumidero, cada alcantarilla, la conocía
milímetro a milímetro porque la había recorrido de lado a lado demasiadas veces
en su vida. Y la odiaba, tanto como la conocía.
—Siento que no es la primera vez que
te hago compañía —dijo el perro.
—No lo es —contestó Julián volviendo
en sí después de unos segundos absorto en la contemplación de aquella calle tan
solitaria, tan silenciosa, tan iluminada…
—Yo no lo recuerdo.
—Sí, la primera vez que te vi fue
justo ahí —dijo Julián señalando a los cristales de la cancela de su portal,
que ahora los espejaban—. Tú estabas justo como ahora, a mi derecha, y mi mujer
a mi izquierda. Yo llevaba una sonrisa falsa colgada de la cara, y con ella
trataba de ocultar la depresión repentina que me había asaltado esa tarde en la
consulta del ginecólogo, cuando se confirmó el segundo embarazo de mi esposa,
el de los gemelos, con el que se esfumaba mi ilusión de montar un negocio
propio muy lejos de aquí. Ella hacía lo mismo, supongo que intentando suavizar
el momento. Fue la primera vez, lo recuerdo, pero apenas duró unos instantes,
enseguida volvió a mi mente la ilusión de ese mañana mejor que nunca llega.
Tras un momento de silencio, Julián y
el perro comenzaron su paseo a través de aquella mañana fresca, rodeados por
esa claridad etérea que lo había despertado, y muy lejos de cualquier otra
presencia. Caminaron durante un tiempo infinito recorriendo un corto espacio.
—Has dicho que aquélla fue la primera
vez —comenzó el perro de nuevo—, ¿es que hubo alguna más?
—Sí, la segunda vez que te vi fue ahí —dijo
Julián señalando a un local cerrado que estaba unos metros por delante de ellos—.
En esa ocasión fue mucho más claro.
Los dos siguieron paseando hasta
llegar a la altura de la peña, donde se detuvieron.
—Yo estaba ahí dentro —dijo Julián
mirando a través de las cristaleras hacia el interior de aquel local, tan
solitario como la calle por la que transitaban—. Estaba emborrachándome,
tratando de encontrar en el alcohol las palabras con las que explicarle a mi
esposa que todos nuestros ahorros, el ridículo resultado de tantos esfuerzos,
se había ido por el sumidero de aquella gran estafa que fue la cooperativa
inmobiliaria. Entonces sí que te vi, casi tan claramente como ahora. Pero una
vez más me dejé engatusar por la esperanza, me aferré a la idea de que aún no
era viejo, que podía volver a empezar, que aún era capaz de escapar de mi
mísera vida, de salir de esta calle… Me engañé a mí mismo.
La pareja reanudó su caminar
silencioso, asidos por aquel resplandor sin sombras que se posaba sobre todo lo
visible. Los momentos habían dejado de seguirse unos a otros, aquellos dos seres
viajaban en un instante eterno, un presente que nunca fue ni será y cuya única
razón de ser era esa última transición. Y el viaje estaba a punto de terminar,
estaban llegando al final de la calle.
—Aquí fue donde te vi por última vez —dijo
Julián deteniéndose frente a la puerta del bar en el que trabajaba—, justo
ayer. Tú estuviste en la última charla que tuve con don Eusebio, mientras
cerrábamos el local. Fue cuando me dijo que no iba a poder ser lo de
asociarnos, dejarme el bar a mí y que yo se lo fuera comprando con las
ganancias, ser mi propio jefe. Por lo visto su hijo había abandonado los
estudios después de diez años en la carrera, y al muy inútil le hacía ilusión
heredar el negocio de su padre. Por supuesto, él me aseguraba que mi puesto no
peligraba, que siempre tendría allí un trabajo con el que alimentar a mi
familia, que siempre podría ser camarero… Y aquella vez no hubo esperanza ni
juventud a las que aferrarme cuando sentí todo el peso de la vida posarse sobre
mis hombros; el último tren se había ido sin mí. Entonces decidí marcharme
contigo, no seguir arrastrándome de un lado a otro de esta calle hasta que ya
no me quedaran fuerzas.
—Y al final lo hiciste.
—Sí, lo hice.
Aquellos dos seres quedaron un rato en
silencio; uno de ellos meditando sobre cómo la balanza de su vida se había ido
cargando de penas, mientras que las alegrías nunca habían sido suficientes para
compensar; el otro dejándolo rememorar por última vez aquellos recuerdos que
estaban a punto de perderse en la nada.
—Vamos pues —dijo el perro.
—Sí, vamos.
Y Julián abandonó la calle por fin,
para ir, ya despojado de la memoria de su existencia, a ese lugar donde son
todos los que fueron y todos los que serán. Por su parte, el guía marchó en
busca de otro instante perdido en el tiempo en el que, seguro, habría alguien
necesitado de compañía para su último viaje.
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