Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

martes, julio 13, 2010

Pride Mountain II


II

A varios metros en las entrañas de una colina, arropados por la escasa luz de un quinqué polvoriento, dos ojos oscuros se desesperan tratando de encontrar una veta que nunca aparece. Sobre ellos el brillo de la fiebre, la que impulsa a los hombres a dejar casa y familia atrás para perder la salud en busca de un sueño. Dos golpes más con el pico, otra mirada, el pico, la mirada, el pico, la mirada…
―Claude. ¡Claude! ―se escucha una voz a la entrada de la mina. Claude deja el pico y la ilusión por un rato, lo justo para concederle a sus pulmones y a su vista una tregua.
Fuera está August Luzar, su socio, su compañero de penurias, su amigo. Como siempre que una idea extraña anda rondándole por la cabeza, Luzar ataca su pipa con caladas cortas y rápidas, llenándose de humo, que luego deja salir por nariz y boca en un torrente espeso que se le enreda en la poblada barba. Se muestra nervioso, dando vueltas de un lado a otro como un lunático, murmurando…
―¿Qué pasa, August? ―Cainvile sienta su pesado y velludo cuerpo sobre una roca cercana a la entrada de la mina.
―Estoy pensando… Claude… que no podemos seguir así. ―Recortada contra un cielo de vespertinos tonos ocres, la alta y delgada figura de Luzar se asemeja a un desgreñado espantapájaros en medio de la humareda.
―Claro, chico, ¿y has llegado tú solo a esa conclusión? Menudo lumbreras…
―Claude, cabeza de alcornoque, ¿me quieres escuchar con las orejas? ―Los vivos ojos de Luzar brillan con el fulgor de la idea.
―Bueno, no sé qué decirte, porque la última vez que te escuché terminé dejando un próspero negocio de caza del búfalo para los muchachos del ferrocarril para venirme aquí a escarbar la roca pelada.
―De acuerdo, te metí en un lío. ¿Y ahora me vas a dejar que te saque de él?
―Temiéndolo estoy, August. Anda, ¿está la comida lista? ―dice Cainvile mirando hacia un triste perol en el que un poco de verdura silvestre y unos trozos de carne reseca bailan al son del agua borboteante.
―Eso, eso, hazle caso a tu insaciable estómago en lugar de a tu amigo August, que siempre desea lo mejor para ti.
―Los que me asustan, muchacho, no son tus buenos deseos, sino tus locas ideas. ―Cainvile se acerca al perol, remueve un poco con el cucharón de madera y prueba la cocción―. Aún le falta. A ver, tienes hasta que esté lista la comida para contarme de qué se trata esta vez.
―Así me gusta ―dice Luzar blandiendo su sonrisa más seductora y acuclillándose junto a su amigo sentado al calor de la lumbre―. Verás, llevo ya un tiempo dándole vueltas a una idea de la que creo que podemos sacar una buena tajada antes de morirnos de hambre en esta maldita ratonera, pero no te lo he querido mencionar antes por si la veta terminaba por aparecer.
―Pues no, no lo ha hecho.
―Exacto, Claude, y ya casi se nos ha acabado el dinero. Ha sido un fracaso, y te pido perdón por ello.
―No te preocupes; hay que estar a las buenas y a las malas, compadre. ―Cainvile palmea con fuerza la espalda de su amigo.
―Bien, ¿recuerdas cuál era nuestro mayor temor una vez hubiéramos encontrado el oro?
―¿Que el cerdo de Raddock se hiciera con la mina?
―Eso mismo. ¿Te imaginas encontrar la veta y que ese sucio coyote nos terminara quitando la mina como ha hecho con tantos otros? Casi sería mejor no encontrarla.
―Hombre, eso no. Prefiero encontrarla y sacar al menos unas cuantas pepitas a cambio de tantas penurias.
―¡Pues yo no! ―se levanta Luzar con teatral gesto de indignación―. Me niego a que el fruto de mi sudor se lo lleve un cerdo como Raddock. No; me alegro de no haber encontrado nada. Además, así tendremos la oportunidad de largarnos de aquí después de habérsela jugado a ese bastardo.
―¿Jugársela a Raddock y al puñado de pistoleros que tiene a su servicio? August, muchacho ―dice Cainvile al tiempo que levanta su recio cuerpo y se dirige hacia la mina―, avísame cuando esté lista la comida.
―Espera, espera ―se interpone Luzar entre Claude y la mina―. ¿Me quieres escuchar de una vez por todas?
―August ―Cainvile agarra a su socio por el harapo que lleva a modo de camisa―, creo que este lugar ha terminado por llevarse la poca cordura que te quedaba.
―¡Escúchame de una vez! ―Luzar se quita las manos de Claude de encima―. Te digo que tengo un plan; un buen plan; un magnífico plan que nos va a permitir salir de aquí con unos miles en los bolsillos.
Ambos se quedan un rato en silencio, mirándose a los ojos mientras el viento bate la pradera y el fuego crepita bajo el perol.
―Escúchame, Claude, y si no te parece bien lo que te voy a decir no tendrás que escucharme nunca más.
―Adelante ―responde su amigo tras otro silencio.
―Bien… Dime, ¿qué pasaría si Raddock creyera que por fin hemos encontrado la maldita veta? Que intentaría quitarnos la mina, ¿no?
―Hasta ahí de acuerdo.
―Bien, pero como suele hacer siempre, primero nos ofrecerá alguna suma, tal vez cinco mil, o diez mil dólares; ya sabes, por aquello de guardar las apariencias y decir que intentó razonar con nosotros. ¿Cuánto le ofreció a Bullock antes de mandar a sus chacales a que lo despacharan?
―No sé, creo que la última oferta fueron ocho mil.
―¿Y Sanders, con cuánto se marchó ese cobarde?
―No recuerdo; quizá diez mil.
―¿Y no nos ofrecería a nosotros al menos cinco mil?
―Podría ser que nos los ofreciera. O bien podría ser que ya se haya cansado de diplomacias y directamente nos mande a sus muchachos para que nos hagan unos cuantos agujeros nuevos en el cuerpo. De todas maneras eso no importa, porque todo el mundo sabe que aquí no hay ni una maldita onza de oro.
―¿Y si consiguiéramos que la gente lo pensara? ¿Y si pudiéramos hacer que a Raddock le llegara la noticia de que hemos dado al fin con la veta?
―¿Cómo?
―Querido Claude, esa es la fantástica idea que se le ha ocurrido a tu socio para sacarte de aquí con un buen puñado de dólares en los bolsillos.
―Desembucha de una vez.
―Babe.
―¿Babe? ¿Qué tiene que ver ella en esto?
―Mucho, amigo. La última vez que estuve con ella…
―Y la última vez que estarás, porque después de lo que te dijo…
―Calla, tú no entiendes de esas cosas. Babe está tan enamorada de mí como yo de ella; lo que pasa es que a veces se le olvida.
―Sí, debe ser eso.
―Como decía, la última vez que estuve con ella una de las muchachas vino con la pepita que uno de los mineros de Raddock le había entregado como pago; al parecer eso pasa de vez en cuando. El caso es que después de hacer una rápida tasación y de despedir  a la chica diciéndole a qué tenía derecho el fulano a cambio de aquella pepita, vi como Babe sacaba de la caja de caudales que tiene tras un cuadro una bolsa de cuero en la que guardó el oro. Si no tiene allí más de cincuenta onzas de oro no tiene ninguna.
―¿Y?
―Claude, amigo, qué lento eres. ¿Qué crees tú que pasaría si nosotros llevásemos al banco una bolsa repleta de pepitas de oro?
―Que algún pajarito listo le iría con el cuento al venerable señor Raddock. ―A Claude se le ha subido la sonrisa a la cara.
―Exacto. Y acto seguido seguro que tendríamos aquí a alguno de los muchachos del señor Raddock para decirnos que su jefe tiene para nosotros una propuesta que no podremos rechazar. Y claro ―Luzar encoge los hombros―, ¿qué podemos hacer nosotros ante eso? Pues aceptar la oferta como buenos chicos que somos, coger los miles que nos plantará sobre la mesa, recoger la bolsa de oro del banco para devolvérsela a Babe… y volar.
―Mmmm…  ¿Y cómo piensas hacer que Babe te deje esa bolsa para que andes jugando por ahí con ella?
―Pues pidiéndosela, ofreciéndole todo mi amor… y al menos una tercera parte de lo que saquemos. No creo que se niegue; sabe que estamos en las últimas.
―Creo que no va a ser tan fácil lo de Babe.
―Bueno, eso es cosa mía, pero estamos de acuerdo en lo demás, ¿no?
―En un principio sí. Pero habrá que hacer algo más para que Raddock se trague el anzuelo. Quizá gastar algunos dólares.
―Pediremos un adelanto en el banco y lo sumaremos a lo que nos ofrezca Raddock.
―Sí, puede ser.
―¿Entonces de acuerdo?
―De acuerdo, socio. ―Ambos se estrechan las manos y se dirigen hacia el perol en el que la comida parece estar ya en su punto. Luzar sirve un caldo turbio pero con poca sustancia que al menos les da para olvidar un rato el hambre.

Después de comer, un par de gastadas pipas se encienden en espera de un crepúsculo que no se hace esperar. La noche llega clara, la luna pende llena y brillante, mecida en un mar de estrellas que dibujan constelaciones sobre el negro terciopelo. Hebras de humo se alzan y bailan al son de la brisa de la pradera, y un par de hombres imaginan el futuro con dinero en los bolsillos.
―Washington ―dice Cainvile.
―Nueva York ―responde Luzar.
―Bueno, ya veremos. Primero tenemos que ir a Castle Rock y tú tendrás que convencer a Babe; cosa que veo difícil.
―No te preocupes por eso; déjalo en mis manos. Tú sólo tienes que preocuparte por pensar en algo en lo que gastar el dinero, algún negocio. Se me está ocurriendo…
―Espera, espera ―le corta Cainvile―. Deja los demás planes para cuando tengamos el dinero de Raddock en los bolsillos y piensa en mañana, ¿de acuerdo?
―Sí, será mejor. ―Luzar imita a su amigo, apagando su pipa y rebulléndose entre las sábanas―. Buenas noches, Claude.
―Buenas noches, August.



La madrugada se cierne sobre unas cuantas ascuas escarchadas de ceniza. La agonizante lumbre apenas da para mantener el calor de los dos cuerpos que, envueltos en un par de mantas viejas, luchan por mantener el sueño pese a los vientos nocturnos y los aullidos de bestias que rinden pleitesía a la luna llena.

Publicado originalmente en "Los zombis no saben leer (Invierno 2009)"

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