Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

sábado, febrero 16, 2013

Héroes de Anzio III


III



Ocho y media de la mañana. Por fin se ha conseguido acabar con los pilotos del segundo StuG. Hay hombres acercándose a él con sticky bombs, valientes que se juegan la vida por darnos una oportunidad a todos. Un francotirador hiere a uno de ellos en la pierna. Cae, se detiene, la torreta se gira. Un destello le da la despedida de este mundo antes de hacerlo pedazos. Un puñado de hombres se ha lanzado sobre la estación de trenes. Podría ser un buen refugio, una retaguardia.

            ―Sargento, ¿avanzamos?

            ―Sí, hasta las casas, pero sin perder de vista la estación ferroviaria, podría ser un sito al que escapar.

            ―¿Y la carretera?

            ―Nos queda demasiado lejos.

            Los primeros soldados se atrincheran en los vagones más cercanos, pueden conseguirlo. El fuego sigue centrado en los que quedan a campo abierto, no se han molestado en cubrir bien esa zona.

            ―¿Dónde demonios están el 4º y el 15º, a qué esperan para venir en nuestra ayuda? Sigan pidiendo auxilio por radio, Wilson.

            ―Ya se está haciendo, sargento.

            ―A ver si alguien puede callar ese nido de ahí, está expuesto. Si no los vamos limpiando aunque sea uno por uno nos terminarán arrollando. ¡Venga conmigo, Wilson!

            Ha visto algo, un caído junto a una Browning y cintas. También ve a Gambino, y éste a ellos. Los tres se arrastran hacia el cuerpo. Las balas pasan a escasos centímetros sobre sus cabezas, un francotirador se la vuela a un soldado que se asoma cerca de ellos, el compañero de éste aplasta la cara contra el barro y se tapa los oídos para intentar aislarse de la locura que barre el campo, y él no cesa de oír el doblar de las campanas, en cada estruendo, en cada silbido, en cada detonación. Algo cae cerca de su rostro, prefiere no identificarlo. Una vez se pone a cubierto mira al cielo con gratitud, pero no encuentra respuesta.

            ―Gambino, ayúdenos. Hay que coger todas las cintas, yo llevaré la ametralladora. Reunamos a todos los que podamos e intentemos unirnos a los de la estación, desde allí podremos hacer mucho más.

            Buen arma, buen calibre. Ahora sí están en disposición de enfrentar algunos de esos nidos, y de apoyar a los de la estación. Éstos ya flanquean los primeros edificios después de atravesar las vías. Todo parece a su favor, hasta que un par de figuras surgen sobre uno de los tejados, y otra más allá. Abren fuego desde un ángulo que no puede ver, hay una ametralladora en uno de los edificios, y soldados que se asoman desde unas ventanas y comienzan a disparar sobre los rezagados que aún no se pueden cubrir a la sombra de los vagones. Desde otra posición se cruza un fuego que alcanza a los que se resguardan entre los trenes, y alguien lanza una granada que ciega la avanzadilla de los rangers. Sí era una posición defendida, hoy no les va a sonreír la suerte. Todo está defendido, y ellos acabados.

            ―Wilson, dígale a los hombres que esperen, que se cubran.

            ―Sí, señor.

            Una granada de mortero que cae a escasos diez metros lanza una piedra hacia su casco.

            ―¡Sargento!

            ―No es nada, Wilson. Avise a los muchachos. ¡Vamos!

            ―Ahora mismo.

            ―¿Gambino, tiene todas las cintas?

            ―Sí, señor, pero pesan demasiado.

            ―Que alguien le eche una mano. ¡Vamos, tenemos que organizarnos! ¡Y no se olviden de la radio! No la podemos dejar atrás.

            En la estación los últimos supervivientes tratan de huir de la encerrona. Una bomba incendiaria cae sobre uno de los vagones y lo convierte en una bola de fuego. Segundos después dos soldados salen de su interior envueltos en llamas. Una ametralladora los acribilla, han tenido suerte. ¿La tendrán ellos también? ¿Qué es aquello que llega por allí? Jeeps, ¡de los suyos! ¡Por fin un apoyo, aunque sea una unidad de reconocimiento!



―¡Coronel Murray!

            ―¿Teniente?

            ―Se acercan dos Wolverine y dos transportes con ametralladoras cal. 30.

            ―Alabados sean los cielos por ello. Ahora corra, que intenten cubrir a esos hombres, que no los aniquilen.

            ―Ahora mismo, señor.

            Con los Wolverine y los transportes armados será otra cosa, claro que sí. ¿Por qué no los mandaron por delante? ¿Qué demonios han estado haciendo las unidades de reconocimiento? No hay tiempo para esas preguntas ni deberían estar ahí estancados. Los muchachos del 1º y el 3º siguen cayendo como moscas. ¡Por los clavos de Cristo! ¿Es que no va a poder hacer nada por sus camaradas? Se niega.

            ―Sargento, vaya corriendo la voz, que se preparen los hombres, vamos a intentar un asalto frontal con el apoyo de los carros. Quiero a todas las compañías preparadas para actuar a mi orden.

            ―Sí, señor.

            Va a barrerlos del mapa, es la única manera. Se perderán más vidas aquí, pero se salvarán muchas más en Cisterna con el tiempo que ganen. Sin contemplaciones, atacando de frente con la cobertura de los transportes y sobre todo de los blindados, movimiento envolvente de las unidades de infantería. Después a cegar cada nido de ametralladora, a arrasar todos y cada uno de los reductos, y después adelante sin perder más tiempo. Ya ve los Wolverine acercándose. Imponentes, con su cañón de 73 mm, su blindaje de hasta 57 mm, su velocidad. Cazacarros baratos, simples, pero endiabladamente efectivos.

            ―¡Hagan sitio, demonios!

            ―Señor, vuelven a llamar del 1º y el 3º…

            ―¡Ya lo sé, imbécil! ¿Qué cree que estoy haciendo? Intento liberarme para poder llegar allí. ¡Teniente! ¡Sargento!

            ―¿Señor?

            ―¿Están preparados esos hombres? ¡No hay ni un segundo que perder! En cuanto lleguen los Wolverine inicien el avance. ¡A sangre y fuego! Monte a unos hombres en esos transportes también, que vayan tras los carros. ¡Vamos!

            ―Señor...

            ―¡Teniente, póngase al mando! Quiero que avance en cuanto lleguen los carros. Los cegaremos con los cañones de los Wolverine, y después habrá que sacarlos de ahí a patadas. ¿Qué quiere?

            ―La avanzadilla… Casi no hay supervivientes.

            ―¡Maldita sea, pues corra hacia esa línea para que esta vez las cosas salgan mejor! Informe a las dotaciones de los blindados y los transportes. ¡Esta vez no puede salir nada mal! ¿Entendido?

            ―¡Sí, señor!

            Los hombres ocupan los transportes, con sus armas y su munición, con sus granadas, con sus agallas. Valor americano, casta. No quiere contabilizar el retraso que ya lleva, los cadáveres que echarse a la espalda. Mejor no atormentarse. El aquí y el ahora, los blindados, sus cañones. Avanza la columna, los Wolverine, los transportes, la masa de soldados. Unos metros más adelante la línea que separa la escaramuza de la batalla campal a cara de perro, donde de verdad se puede distinguir entre los hombres y los otros. Con los prismáticos distingue cañones de rifles en las ventanas, francotiradores; caerán. Hay un nido de ametralladoras parapetado tras sacos de arena, lo volarán. No van a dejar títere con cabeza.

            ―¡Vamos, todas las unidades de vanguardia! ¡Todos preparados! ¡Sargento!

            ―¡Sí!

            ―A mi señal… ¡Avancen!

            ―¡Adelante!

            ―¡Vamos!

            ―¡Corred!

            …



―¡Jeeps artillados, joder! Deben ser el 3º de reconocimiento. ¡Vamos con ellos!

            ―Esto va a ser una carnicería ―murmura Thompson.

            La columna acelera, ya se intercambian los primeros disparos, los alemanes se recolocan. En la estación parece que se ha desatado el infierno. Están lejos para saber nada, pero se temen lo peor. Ahora que los alemanes tienen que centrarse en los que vienen a romper el cerco, ellos pueden avanzar más rápido, y más.

            ―¡Vamos, vamos!

            ―Knappie, espera. ¡Hijo de perra!

            Los jeeps se precipitan sobre las líneas alemanas, como un asalto de caballería. Los morteros barren la cabalgada, las ametralladoras siegan. Los artilleros móviles responden como mejor pueden, devuelven el fuego, matan, y a veces salen catapultados a mejor vida. Están a media distancia, pueden ayudar. Hay más rangers cerca, han visto el movimiento y también se organizan para echar una mano a sus salvadores. Ahora son los alemanes los que tienen que responder a un doble fuego. Ya no reptan, corren, son muchos los que lo hacen. Llueven más granadas de mortero. Cerca se escucha el tañido de un hender metálico, otro ranger cae con el casco atravesado. Un poco más allá la carrera de otro es detenida por una bala que le cercena la mano, otro disparo le entra por la espalda y le deja en el pecho un agujero del tamaño de un puño. El trabajo certero de los francotiradores, cazando conejos desde las alturas. Les ametrallan desde una posición no muy lejana, las balas casi rozan sus pies. Thompson agarra una granada.

            ―¡No! ―grita Knappenberger.

            Ahora lo ve Thomson. Un grupo asalta el nido. Les llegan los gritos de espanto, el terror de la muerte a quemarropa. Una explosión, más disparos, más alemanes se acercan, más rangers se lanzan a la desesperada. El fuego arrecia frente a ellos, vuelven a las zanjas. 

            ―Vamos a por esos cerdos de ahí ―Knappie señala una especie de cobertizo a poco más de cien yardas.

            ―Si nos acercamos un poco más les podré tirar un par de piñatas de éstas, hijo.

            ―Claro.

            Reptan lo más rápido que pueden, bajo la red de trayectorias que se teje sobre sus cabezas. Una explosión cercana. Sus salvadores han entrado en el cuerpo a cuerpo, les necesitan. Una bala silba junto a la oreja de Knappenberger y abre un fino corte en el pómulo de Thompson.

            ―¡Dios!

            Willaby se desploma.

            ―¿Willaby? ¡Willaby!

            No le salen las palabras, tiene la boca llena de sangre, la garganta atravesada y la mirada perdida, los ojos desorbitados. El rictus se le congela, Thompson le baja los párpados.

            ―Vamos a por esos hijos de perra.

            Hay tres alemanes atrincherados en una depresión, bien camuflados, sirviendo y sirviéndose de una MG-42, una trituradora. Están decididos. Reptan, se agachan, las balas les rozan, las bombas les ensordecen. Ya no hay palabras. Bayonetas caladas, Thompson le hace una señal con los ojos.

            ―Éstas van por Willaby ―dice, y arroja un par de granadas.

            Esperan las detonaciones, se producen. Todo o nada. Saltan de la zanja y corren enloquecidos, gritando. Knappenberger dispara contra un alemán que le da la espalda. El tipo ni se da cuenta de su muerte, aturdido como está tratando de parar con la mano las sangre que mana de su mutilado brazo. Thompson dispara sobre otro y le destroza la cara antes de que recoja su fusil. Ambos atraviesan al tercer enemigo con sus bayonetas y las retuercen. El pobre desgraciado se va al otro mundo con horror en la mirada.

            ―¡Dios!

            Escuchan gritos, los alemanes avanzan. Salen de unas casas cercanas, arrecian el fuego por otro lado, aumentan la cadencia letal de sus morteros. Sus enemigos reconquistan posiciones, ellos siguen en tierra de nadie, corriendo hacia ninguna parte, hacia el infierno.

            ―¡Allí! ―corre Knappenberger hacia una elevación, un montículo algo menos descubierto que lo demás.

            Corren, no muy lejos un par de jeeps arden, varios hombres interponen las llamas entre la avanzadilla enemiga y ellos. Knappenberger y Thompson ayudan desde el flanco, distraen, eliminan a varios. Una granada de mortero hace saltar uno de los jeeps y a los que se resguardan detrás. Una ráfaga de ametralladora barre al resto de supervivientes. Ellos corren sobre balas, hacia el montículo. No pueden llegar a los jeeps ni con el resto de su compañía, no les queda otra.

            Arrecian los disparos, Knappenberger corre, se siente solo. Su objetivo ya está cerca, al alcance de la mano. Tras él, a unos veinte pasos, queda el cuerpo sin vida de Thompson. Sólo le queda correr.

           

Los Wolverine van delante, imponentes. Sus cañones retumban, acompasados. Caen los primeros muros de las casas. Sobre los transportes ladran las ametralladoras, les están dando de su propia medicina. No se lo esperaban. El nido de ametralladora con los sacos de arena en línea con uno de los carros. Quiere verlo. ¡Quiere verlo! El cañón dispara, los sacos saltan, los hombres vuelan, despedazados. Una tormenta de plomo anega el campo. Las casas parecen agazapadas, los Wolverine son perros de presa, y tras ellos y los transportes la oscura masa humana, la marea de valientes.

            ―¡Transmítanlo a todos, no se toman prisioneros! ¡Hay que arrasarlo todo antes de seguir! ―Murray se frota las manos, le gusta la carnicería.

             Un estallido en alguna parte. ¿Qué pasa? Las líneas siguen avanzando, pero uno de los carros está detenido y de uno de sus costados se eleva una columna de humo. El otro se venga martilleando sobre el frontal de una de las granjas, las balas deshacen las paredes a picotazos.

            ―¿Qué ha sido eso? ¿Tienen lanzacohetes? ¡Que alguien me informe!

            No hace falta, esta vez lo ve con sus propios ojos. El suelo revienta bajo uno de los tanques, una vez, dos veces. Minas. Todo es polvo y humo. Los transportes tratan de girar a la desesperada. Ahora es la respuesta alemana la que arrecia.

            ―¡Santo cielo! ¡Que den la vuelta! ¡Repliéguense! ¡Usted, transmítaselo, como sea!

            ―¡Sí, señor!
            Uno de los transportes se cruza con otra mina. Estalla, todo es fuego y gritos, hombres huyendo de las llamas, algunos incendiados, abrasándose. Desde las granjas redoblan el ímpetu. Se sienten victoriosos, han repelido el ataque. Murray está fuera de sí, no lo puede creer.

            ―¡Un repliegue ordenado, por los clavos de cristo! ¡Usted, vaya con esa unidad de allí y abran la línea, avancen unos metros, cubran el repliegue!

            ―Sí, señor.

            ―¡Reims, avise por radio, que nos manden lo que sea! ¡Dígales que nos tienen acogotados, que vengan pronto! ¡Vamos, no se quede ahí mirándome, imbécil!

            La línea de ataque retrocede, el segundo transporte ya está de regreso, el primero y los dos Wolverine se han perdido. La dotación de uno de los blindados ha salido y permanece agazapada tras los restos de su vehículo. La repentina retirada los ha dejado en tierra de nadie. El enemigo intensifica el fuego sobre su posición, los que cubren el repliegue intentan ayudarlos.

            ―Vamos, salid de ahí, muchachos ―murmura el coronel, que contempla la escena a través de sus prismáticos.

            Los tanquistas se lanzan a la carrera. Justo a tiempo, han caído granadas en la posición que ocupaban unos segundos antes. De un lado los arengan, del otro les disparan. Uno de ellos tropieza, cae, vuelve a levantarse, le alcanza una ráfaga de ametralladora, y ya no se levanta más. Los otros dos van a llegar, ya están cerca. Una bala le muerde los talones a uno, un francotirador traza una muesca en la pared por el otro, que ya está muerto cuando da de bruces en el suelo con el corazón atravesado. La retirada es una derrota, sobre todo en estos momentos. Piensa en el 1º y el 3º, aún esperándolos. La mirada de Murray se pierde por la carretera en dirección a Cisterna.

            ―Señor, ya está segura la línea de frente, el repliegue está casi completado.

            ―Gracias, teniente.

            ―¿Y ahora qué, señor?

            ―Ahora que Dios se apiade de esos pobres del 1º y el 3º, y de nosotros también.

Publicado originalmente en "Los zombis no saben leer Nº3"

0 comentarios:

Publicar un comentario

Exportar para leer en tu ebook

En BLOXP puedes exportar este blog, o parte del él, para leerlo desde tu ebook. Sólo necesitas esta dirección de RSS:

Contador de visitas

Copyright de los textos Manuel Mije © 2013. All Rights Reserved.
Twitter Facebook Favorites More

 
Design by Free WordPress Themes | Bloggerized by Lasantha - Premium Blogger Themes | Powerade Coupons