III
Llevábamos
horas de viaje, ya habíamos salido del sistema Xutt, y cada vez estaba más cabreado.
Me llevaban los demonios, me subía la bilis por la garganta y… ¡argh! Pero no
podía hacer nada. No era como cuando el ceporro de Words o el cerdo de Wallnuts
me sacan de mis casillas, o como cuando Félix se mete en algo en lo que no se
tiene que meter; es decir, en cualquier cosa. No, esto era diferente, porque no
podía mandar al infierno a todo el mundo o recordarles más parientes fallecidos
de los que ellos mismos son capaces de recordar. Words y Wallnuts me lo tienen
que aguantar, porque soy el capitán, maldita sea, pero Ernst de Weiss era un
cliente, el iris en el escáner, el que soltaba los créditos, y no podía
amenazarle con arrojarle al vacío, al menos de momento.
Lo hizo sin mi conocimiento, me engañó,
¡a mí! Porque una cosa es que primero te pidan perdón y luego te den por donde
más duele, y otra muy distinta que lo hagan a traición y sin miramientos. Y
encima lo tenía delante, al maldito mono. ¡Un mono transgénico en mi nave! Al
parecer el snob de Ernst había leído sobre no sé qué tradición milenaria de
buscar a progenitores con un mono a cuestas y había decidido hacerle un
homenaje. Precioso homenaje. No sabía a quién debía estrangular primero, pero
ya se me estaban ocurriendo un par de excusas para explicar por qué el paquete
había llegado a su destino… un poco menos vivo que antes.
―No te pongas así, capitán. El mono
Carballo es una entidad autosuficiente, sabe hacérselo todo solo, aparte de
otras habilidades que lo convierten en un más que competente mayordomo, e
incluso en un compañero ejemplar. Tienes mi palabra, si con eso te vale.
―No, no me vale. Y lo que no consigo
comprender es cómo ha podido entrar eso en mi nave. ¿Nadie se dio cuenta?
―A mí no me mires ―se excusó Words el
primero, como siempre.
―Yo todavía estaba con lo que me pidió
cuando hicimos parada en Xutt, capitán ―dijo Wallnuts, y luego hizo algo repugnante
que prefiero no recordar.
Todos igual, excepto El Grumete, que
comenzó a contar una historia sobre no sé qué entidad efímera hasta que le
mande callar. Sólo me faltaba el que no quería nombrar, el que imaginaba
carcajeándose de mí a su manera.
―¿Félix?
―¿Oigo a alguien que me llama por mi
nombre? No sé, como no soy una persona…
―Félix, por favor. ―Estaba haciendo
todo lo posible por contenerme, pero lo veía complicado, sobre todo si el otro
seguía con la guasa―. ¿Cómo entró el mono aquí?
―Venía con el señor de Weiss, mi
estimado capitán.
―Sí… ―más bilis―. Bien. ¿Lo detectaste,
Félix?
―Por supuesto, mi capitán. Ya le he
dicho que venía con el señor de Weiss. Caminando a su lado, concretamente.
―Ya… ―Aquello era demasiado―. ¿Y no le dijiste
nada a nadie?
―¿Decir? ¿Decir qué, señor? No soy una
persona, ¿recuerda? No se me informa de los términos de los contratos.
Sufrí un ataque, era inevitable. Ernst
de Weiss parecía asustado cuando me vio maldecir a todo lo viviente entre
espumarajos, mientras Words y Ralphie trataban de sujetarme para que no
destrozara la pantalla en la que aparecía la imagen sonriente del rostro
ficticio de Félix. El mono también sonreía, y daba palmas.
Ya más
repuesto a base de calmantes, me encontraba meditando sobre esos y otros
asuntos en mi camarote cuando alguien activó en intercomunicador de la entrada.
Era Ernst de Weiss. Venía, cómo no, con un par de copas llenas en las manos y
esa sonrisa suya que empezaba a suponer reservada para las múltiples ocasiones
en las que hacía lo indebido.
―¿Puedo, mi caiptán?
―Pasa.
―Celebro verte recuperado. De corazón
te lo digo. Toma, acéptame esta copa que te aseguro es de un caldo excelente.
Tomé la copa y probé. Era de las
bodegas de su padre, es decir, excepcional, probablemente único. Él se sentó a
los pies de la cama.
―Sí, es excelente. Gracias.
―De verdad, capitán, no te imaginas
cuánto lo siento. ¿Cómo podía yo saber que padeces esa fobia? No es algo
normal. ―No sabía de las otras muchas fobias que padezco también, algo bastante
más anormal.
―Te comprendo.
―De verdad, capitán, ¿amigos de nuevo?
¿Lo olvidamos todo? ―me ofreció la mano. Yo se la acepté no muy convencido.
―De acuerdo.
―Gracias. De verdad que me incomodaba
esta situación ―volvió a su tono más distendido―. Por qué enfadarnos, ¿verdad?
Aún nos queda mucho viaje, muchas aventuras por vivir. Una gran amistad que
forjar, te lo aseguro ―me palmeó la pierna.
―Sí, puede ser.
―Y escucha, capitán ―dijo, y miró sobre
su hombro, como ocultando un secreto―, he hablado con Wallnuts acerca de no sé
qué máquina que tiene… ¿No sé si sabes de qué te hablo? ―me guiñó un ojo.
―¿Te refieres al Orgasmatrón?
―Si, a eso me refiero, viejo truhán
―volvió al guiñarme el ojo y a palmearme la pierna.
―Yo no lo he probado, esa es la verdad.
Pero no porque no haya tenido ganas, ni mucho menos, es que me veo mayor para
eso. No sé, tú eres más joven, aunque no mucho…
―Sí, sí, soy joven, me siento joven.
―Pues al parecer es algo… increíble,
más allá de cualquier otra experiencia. La estimulación total…
―¿Total?
―Total, puedes asegurarlo. Wallnuts es
un maldito genio.
Ernst se levantó pensativo, con un
extraño brillo en la mirada.
―Mi querido capitán, amigo, tengo la
convicción de que la vida hay que vivirla hasta la última experiencia.
―Sin duda.
―¿Me permites? He de ausentarme… no sé
por cuanto tiempo ―me guiño el ojo una vez más.
―Ve y disfruta ―esta vez se lo guiñé yo
también.
En cuanto estuve seguro de que se había
alejado, salté hacia mi comunicador personal y mandé una orden clara y tajante
al resto de la tripulación: que nadie avisara al señor de Weiss de que Wallnuts
jamás ha limpiado la máquina después de sus maratonianas sesiones, ni de sus
atípicos y extremos gustos. Ya habíamos saldado la deuda; amigos de nuevo.
Ah, el
espacio, qué maravilloso y relajante puede ser viajar por el espacio después de
un buen plato de venganza en su punto. El espacio… Es mi patria, mi hogar, literalmente:
nací en una nave de colonos que vagaba a la deriva, en medio de ningún sitio.
En la ocasión que estaba relatando, viajábamos entre algún lugar de la nebulosa
de Mengis y el sistema Pisaratii, nuestro primer destino. Cuando quieres
alimento, carne, sin importarte su especie de procedencia, vas a McWorld; si
quieres un buen espectáculo de luces y sonido, mucha marcha a todas horas, vas
a Mondo Vaticano. Ahora, si lo que quieres es cualquier cosa de esas que se
supone que no te deben vender porque no debes poder comprarlas, vas a Pisarat
II.
Estaba en la sala de mandos y por el
rabillo del ojo podía ver a Ernst de Weiss sentado no muy lejos, en una postura
extraña y con mal semblante. Se le veía contrariado, mohíno. Al parecer su
experiencia con el Orgasmatrón no había sido lo que imaginó. Para colmo, algún
malvado le había comentado después de su sesión lo que yo había evitado que le
contaran antes. Y tampoco ayudaba a que se sintiera mejor el cachondeíto que
había en la sala a costa de lo suyo, que todo hay que decirlo. El peor era el
cerdo de Wallnuts, que explicaba por qué con dos o tres sesiones más se acostumbra uno
y se le coge el gusto.
Antes, en petit comité, el heredero me había comentado su malestar:
»―Es usted un individuo vil, tanto como
ese pervertido que tiene por piloto ―había dejado de tutearme; supuse que
querría la recíproca―. Me ha ofendido, me ha ultrajado, es usted… ¿Por qué lo
ha hecho? ―Señalé al mono―. Es usted desproporcionado en la venganza.
»―Ya le digo.
»―Jamás olvidaré esto.
»―Ni usted ni nadie, fíjese el
cachondeo que tienen montado éstos a su costa.
Ya orbitando
Pisarat II, Words y Roy comenzaron a listar lo que nos podría hacer falta para
romper el bloqueo. Roy había pensado en un enmascarador de fuselaje, tenía los
diseños de toda la flota imperial en Klosar y podía implementar los códigos
precisos para hacernos pasar por carguero militar o lo que hiciera falta. Words
quería armas, por lo que pudiera pasar, y entre Ralphie y El Grumete estaban
haciendo recuento del resto de vitualla importante: los sedantes, los alucinógenos,
los psicotrópicos, los dulces, los snacks
y las bebidas a comprar ahora que el heredero se sentía menos unido a la
tripulación y no quería compartir sus excelsos licores.
Nada
más pisar aquel suelo uno siente que es puerto libre, lugar de aventuras o
malos tragos si no estás preparado para la vida en las estrellas. Cualquier
ignorante que llegue allí sin saber por dónde anda es muy posible que termine
como esclavo, juguete sexual y/o alimento de algún tipo de entidad que ni en
sus más remotas pesadillas soñó que podía existir. El que sabe, sin embargo,
puede encontrar en Pisarat lo que no se encuentra en ningún otro lugar de la
galaxia.
Wallnuts se fue por su lado, y por la
manera en que sonreía y se frotaba las manos preferí no saber de qué se trataba,
sólo le di un tiempo límite para regresar. Words fue a por las armas, Roy y yo
a por ese enmascarador, y Ralphie y El Grumete a por el resto de vitualla. Erns
de Weiss rehusó acompañar a éstos o a cualquiera de los otros, ya dije que de
últimas no se sentía muy unido a la tripulación. Comentó que se quedaría en la
nave y yo le advertí que no saliera de ella, que podía ser peligroso para
alguien como él, y que si se alejaba demasiado y le pasaba algo era bajo su
propia responsabilidad.
No quedé muy convencido con la mera
admonición, pero tenía contactos que recuperar y tratos que cerrar. No se
consigue un enmascarador de cualquier manera, no sin antes tener que responder
a demasiadas preguntas, o no sin antes tener que pagar más de cien veces lo que
vale el maldito aparato. No teníamos mucho tiempo, ni mucho dinero, ni tampoco
muchas ganas de lamer culos, todo hay que decirlo, así que crucé los dedos y
aposté a ganador yendo a casa de Philthy Animal.
Philthy es un tipo peculiar al que hay
que conocer si no quieres que te saque de tus casillas, o si no quieres sacarlo
tú al él y que todo termine de la peor manera posible. Comercia con cualquier
cosa que sea ilegal, es su consigna, y sería capaz de conseguirte los implantes
genitales del mismísimo emperador si le das el tiempo y el dinero necesario.
Pasamos por delante de sus guardas,
viejos conocidos todos, y cuando llegamos a su oficina nos estaba esperando
repatingado en su sillón flotante, fumando de una larga pipa de cristal blando
natural, no esa basura artificial que venden a los más horteras aspirantes a
potentado de la galaxia. El Philthy de siempre, con sus malos pelos de siempre
y ese bigotillo tipo carrera de hormigas del que es mejor no cachondearse.
Calculé que debía llevar al menos unas cincuenta horas sin dormir. De momento
no era peligroso, la posibilidad de que las ideas se le fueran por donde no
debían no eran superiores a una entre cien; conforme pasaran las horas el
factor riesgo aumentaría exponencialmente, hasta que a partir de las ochenta
podía ser casi un cara o cruz el terminar en problemas con él. Teníamos tiempo,
pero no demasiado. Quién dijo miedo.
―Ni más ni menos que el capitán Perring
y su droide de carne, ¿a qué debo este honor? ―apenas se le veían los ojos,
cualquiera que no lo conociera diría que estaba dormitando.
―¿Qué tal Philthy, cómo va eso?
―Tirando, chico, tirando.
―Saludos ―dijo Roy en su habitual tono
neutro.
―¿Saludos? ¿Qué pasa, capitán, le has
puesto voz a tu droide? ¿También le vas a poner tetas y a tirártelo todas las
noches, si no lo haces ya?
―Tienes un serio problema, Philthy
―prosiguió Roy, esta vez con un extraño brillo en la mirada.
―¿Sí, muñequita? ¿Cuál?
―Que tu cara y tu culo son idénticos y
uno no sabe si estás eructando o tirándote un pedo, o te estás fumando un gran
puro o es que tienes un amigo malo que siempre entra a casa por la puerta
trasera y por la cara que pones está claro que lo pasas en grande cerdo de
mierda.
Philthy se incorporó en su sillón y
saltó sobre la mesa con la agilidad de un Surtag de Dirani. Se encaró con Roy
y, con las narices pegadas, le gruñó como el animal que era. El otro, por
supuesto, ni se inmutó. Philthy alzó el rostro, soltó una carcajada, y lo
abrazó como se abraza a un gran peluche frío y siniestro
―Éste
es mi Roy, si no te hago saltar es que no me puedo quedar a gusto.
―Vómito
de Bontag.
―Jaja,
qué gracia tiene el jodío diciendo esas cosas con esa cara de polla después de
paja que tiene.
―Ya
os vale ―les corté yo la tontería―. ¿Venimos aquí a hacer negocios o a hacer el
idiota?
―Ah,
eso tú sabrás, yo me estoy divirtiendo ―dijo Philthy volviendo a su sillón.
―Necesitamos
algo.
―Ya,
todo el mundo necesita algo, ¿y? ¿Acaso es culpa mía?
―Deja
ya las pamplinas de capo de asteroide. Venimos aquí a por un enmascarador para
la nave.
―Bien,
te escucho ―se centró por fin.
―Eso.
Una cosa baratita, que andamos más bien tiesos. Con que funcione un par de
veces me vale, así que con que cualquier tirado sepa dónde están los restos de
uno que medio se puedan arreglar se puede negociar un precio. ―Roy me miró―.
Hay que ajustar presupuestos, que si no, no sale el negocio, compañero.
―Capitán,
sigues siendo tan rácano y rastrero como siempre, por lo que veo.
―Bueno,
Philthy, unos lo llaman racanería, otros lo llamamos amor por lo propio, es una
cuestión de leguaje. El caso es que es algo muy profundo.
―Por
qué cada vez que cierro un trato contigo suele resultar los más ridículo y bajo
que he hecho a lo largo del día.
―Tardaría
mucho tiempo en inventármelo y en explicártelo, pero es algo que me dejaría en
muy buen lugar pese a lo que puedas pensar. En fin, que el tiempo pasa y parece
que hayamos venido aquí de cháchara: ¿va a poder ser?
―Es
que no sé si lo que me vas a ofrecer es tan ridículo que hasta me voy a
enfadar.
―Eh,
no te pases, que estás hablando con el capitán Phileas Perring. Tengo para ti…
ni más ni menos que cien creditazos que si los pones en fila uno detrás de otro
no se sabe ni donde empieza ni donde acaba la línea… ¿Cómo te quedas?
―¿Estás
de cachondeo?
―Espera,
no te precipites, que donde te pongo cien te pongo digamos… ciento veinticinco
y aquí todos amigos… ¿Qué me dices?
―Mira
―se mordió el labio inferior, con ira en la mirada―… Espera ―pareció recordar
algo―. ¡Wurzel! ―Acudió uno de sus lacayos―. ¿Te acuerdas del saltador que derribamos
el otro día?
―Sí.
―El
cacharro ése llevaba un enmascarador viejo que no se sabe si funcionaba, ¿no?
―Sí.
―¿Tú
crees que aún quedará algo de eso?
―Sí,
supongo, piezas sueltas y demás.
―¡Bravo!
―exclamé con gozo; Roy miraba al suelo, negando con la cabeza.
―Bueno,
pues ya tienes lo que buscabas. Son trescientos créditos.
―¿Trescientos?
Espera, estábamos hablando de…
―Capitán
―me cortó de mala manera―, son trescientos míseros créditos. Si vuelves a
hacerme otra oferta ridícula te aseguro por el espíritu del sol que calienta
este jodido planeta que te mato aquí mismo, ¿estamos?
―Hombre,
si te pones así… Pero que conste que no he quedado del todo satisfecho con el
trato al cliente. No sé si volveré.
―Vete
a la mierda.
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