Míralo, ahí está ese tío. Ole, ole, y ole. Qué porte, qué perfil: griego,
de galán de cine. Si es que el que vale, vale. Por eso yo te admiro, te quiero,
te idolatro. Vamos, que si fuera una mujer me volvía loca por ti. Y eso que te
pillo recién levantado, que ahora cuando se arregle un poco, el niño de la Juani va a ser el rey de la
calle.
Venga, lo primero una duchita, para
despejarte y tonificar esos músculos de atleta que tienes. Así, el agua
calentita, soltando vapor. Tu champú, con vitaminas, tu acondicionador de extractos,
para darle su punto de volumen y esponjosidad al pelo. Ahora una enjuagadita
rápida, un poco de gel y a frotar bien, que salga todo. ¿Ves? Así vales más
todavía, limpio como una patena.
Vamos a afeitarte esa carita fina de niño guapo que Dios te ha dado.
Venga, espuma en gel de la buena, porque tú lo vales, abundante y a dejarla un
ratito para que agarre. Después llega el momento de la maquinilla de cinco
hojas móviles de titanio con efecto hiperdeslizante. Lo último, lo mejor que
hay, lo que sea porque aquí hay materia prima de calidad, estamos puliendo un
diamante, señores. Tú con tu estilo: pasaditas cortas, apurando hasta el borde
mismo de la piel, sin miedo. Ya está todo, ya sólo queda el toque final, el
detalle del maestro: las patillas. Porque al que no sepa arreglarse las
patillas no deberían dejarle salir a la calle. La patilla debe ser ancha,
astifina y bravía; para volverlas locas con tu perfil. Muy bien, y ahora tu
aftershave, que te deja la piel suave, como el culito de un bebé. Vámonos que
nos vamos con el desodorante, un poquito de colonia de la cara, y ya está. Ole ese
tío. Un cantecito, improvisando, así, con sentimiento, ajustando el tono. Ole,
ole, y ole. Y la que no quiera que la enamoren que se esconda, porque ya está
llegando el que tenía que llegar.
Venga, a peinar esa mata de pelo azabache. Una puntita de espuma, así,
bien repartida, y a dejarlo que se ondule a su ser, que coja vida. Sí señor,
perfecto. Frontal, perfil, un poquito por detrás… Sí, perfecto.
Y ahora vamos a vestir bien al maniquí, que aquí hay percha. Ropa interior
de seda de la buena; piel de tigre, para que se sepa lo que hay debajo. La
camisa a estrenar, recién planchada, de seda también, roja como el Diablo.
Abrochamos hasta media altura, para que se vea la cadena y el pecho del hombre.
Vamos, vamos que sube la temperatura por momentos. El pantalón también
impecable, negro, ajustado, porque se puede. La carga a la izquierda y el
llavero de plata maciza a la derecha, para compensar. Botas también negras, flamencas,
de las buenas, con medio tacón; que se sepa que hay clase. Y eso es lo que hay,
señores. Ajustamos un poco el conjunto y ahí queda la cosa, hecho un pincel.
Ya sólo quedan los últimos complementos: cordón de oro, devoción y
sentimiento; esclava de plata, lealtad; la medalla de su virgen, su señora; en
la diestra su sello de oro, y al otro lado su pendiente, también de veintiocho
quilates. Qué tronío, señores, aplaudan; y al que no aplauda que se le caigan
las manos ahora mismo. Otro cantecito. Ahí, sentío y profundo, hablando de la
vida de verdad, de lo que duele en el pecho; y esas palmitas ahí también, al
compás. Ole la madre que te parió, que por tener un niño como tú le deberían
haber dado una medalla.
En fin, ahí queda eso, la perfección
hecha carne, la seducción hecha persona. Y que no, que no me puedo aguantar, que
ahora mismo voy y te dejo esto por escrito, para que te enteres bien de lo que
hay y de lo que vales, y para que sepas que te quiero, chulo, y que cada vez
que me topo con un espejo no puedo por menos que decir, arrobadito perdido:
míralo, ahí está ese tío.
Mención de Humor en el VIII Concurso de Cartas de Amor DDHH 2008
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