IV
La posición a la que
acceden es mejor que las zanjas que dejan atrás: tres flancos cubiertos, un
frente que defender. Gambino le ayuda con la Browning, Wilson sigue
pidiendo socorro por radio. A lo lejos una posible señal de salvación, una
columna de jeeps artillados que
embiste el flanco alemán. Agallas más que otra cosa. Por otras zonas algunos
grupos de los suyos también parecen ver la luz. Un nido alemán cae ante la
furia de la desesperación, el horror de la muerte a quemarropa.
―Vamos a intentar crear una cabeza de puente aquí.
Atentos a la línea de avance, los muchachos están saliendo, hay que apoyarles.
Wilson, ¿qué dicen por radio?
―Señor, no… Al parecer están bloqueados en un lugar
llamado Isola Bella. Dicen que aguantemos.
―Maldita sea.
―Ya está listo, señor ―acaba Gambino.
Olson se aferra a los gatillos. En la distancia un grupo
de alemanes corre a reocupar una posición. La Browning se arranca con
su ladrido afónico, con su aliento de fuego. El retroceso le corre por los
brazos, le encrespa el corazón. Dos enemigos se estremecen, caen. Un tercero
consigue ponerse a cubierto, tal vez herido.
―Ahora muy atentos. Y no malgasten munición, nos va a
hacer falta.
Una figura capta su mirada, un soldado que se arrastra no
muy lejos. Trata de hacerlo con un solo brazo, con el otro se sujeta el vientre
para que no se le desparramen las vísceras. Escupe sangre, resuella. Los ojos
se le vuelven, hunde la cabeza en el barro y se queda inmóvil. También ve a
aquella anciana señalándolo con el dedo, maldiciéndolo con la mirada. Llueve
mortero, diluvian balas, y el tañido de fondo tocando a difuntos, incesante
como una marcha militar.
―Señor, mire eso.
Wilson lo saca del ensimismamiento. Señala la columna de jeeps. El avance ha sido detenido. Sus
salvadores se baten a pecho descubierto con las defensas, mirándose a los ojos
con sus enemigos. Están en la cuerda floja.
―No son una fuerza de asalto, esos muchachos son
exploradores.
―Tiene razón. Pero han venido. Detrás de ellos tienen que
venir más, los del 4º y el 15º no pueden estar tan lejos. ¿Dónde dijo que
estaban?
―Isola Bella.
―Gambino, encárguese de la ametralladora. Cubra a esos
hombres de allí. ¡Vamos!
―Sí, señor.
―A ver, tenían que llegar… Por aquí, la carretera
Conca-Cisterna… Maldita sea, ¿cómo pueden estar ahí?
―Ya se lo dije, sargento. Al parecer se han topado con
una posición defendida. Nada de unidades dispersas, señor, resistencia; y
nosotros aquí, en medio de la nada, rodeados.
―Pero ellos han llegado ―señala hacia el frente de ataque
de la columna artillada.
―Los están haciendo picadillo, señor.
―Y nosotros no podemos hacer nada. Esperemos que aguanten
lo suficiente.
―Quizá deberíamos intentar replegarnos, seguro que así
salvamos más vidas que insistiendo.
―Ni siquiera creo que podamos hacerlo, nos echarían a
campo abierto y estaríamos a su merced. No lo sé. De todas formas nosotros no
nos podemos mover de aquí. Desde aquí sí que podremos ayudar.
―No podremos resistir ni siquiera un contraataque, lo
sabe.
―No, no lo sé, cabo ―hace uso de su autoridad―. Van a
tener que sudar si quieren sacarnos de aquí, no se lo vamos a poner fácil. Es
lo único que podemos hacer y lo haremos.
―Nos van a barrer con esos morteros.
―¡Cabo!
―… Muy bien, señor, usted está al mando.
En la lejanía, las dotaciones de los jeeps agotan sus
últimos recursos, su vigor, su valentía. Hay hombres que corren y caen para no
volver a levantarse. Gambino martillea sobre una choza aislada, Wilson le secunda,
el sargento también toma su fusil contra los dos alemanes que tratan de huir de
aquel infierno. Uno de ellos cae; el otro, unas yardas más adelante, también.
Explosiones,
erupciones de barro y trozos de cuerpos reventados, gritos, fuego. Su
percepción se pierde más allá de su mirada, el estruendo se amortigua, el
tiempo se ralentiza. De fondo un sonido se eleva constante, monótono, el tañido
de las campanas tocando a difuntos. ¿Por quién doblan las campanas, soldado?
―Señor, he informado a los
del 1º y el 3º de nuestra posición. Están desolados. Lo único que ha llegado
hasta ellos ha sido un pelotón de jeeps
artillados del 3º de Reconocimiento.
―Y qué han conseguido.
―Nada.
―¡Maldita sea! ¡Reagrupe a los hombres, vamos a volver a
intentarlo!
―¿Señor?
―¡No se quede ahí pasmado, demonios! ¡Haga lo que le
digo!
―A sus órdenes.
Se siente parte del fracaso y no lo quiere asumir. En su
mente los planes sensatos naufragan entre ideas desesperadas: atacar, romper
las defensas, avanzar hacia Cisterna cueste lo que cueste. Quizá sólo fue una
mala elección de la línea de ataque, quizá no todo esté perdido. La moral de
las tropas merma por segundos y los recursos de los que dispone cada vez son
menores; es un todo o nada, y está dispuesto a apostar.
―¡Teniente!
―¿Coronel?
―Vamos a intentarlo desde otra posición. Lo intentaremos
desde aquí ―señala en el mapa que acaba de desplegar―. No creo que hayan minado
esta zona, sería absurdo.
―Sí, señor.
―¿Qué más tenemos?
―Otro Wolverine
está en camino, pero ya no queda nada más.
―Bien, con eso será suficiente. Que intensifiquen el
fuego ahí delante. Intenten avanzar unas yardas, lo que sea. Si detectan la
maniobra podemos tener problemas; eso no puede pasar.
―Entendido, señor.
―Una vez el transporte y el blindado estén en posición
quiero que se repartan los hombres entre la línea de frente y la nueva línea de
ataque. Presión, eso es lo que necesitamos. Cuando flaqueen por algún punto, el
que sea, quiero que se aproveche de inmediato para meter una cuña. Y después a
sangre y fuego, ¿me ha entendido?
―Por supuesto, señor.
―Vaya a organizar a la tropa. Y procure que no decaiga el
ánimo, no podemos permitirnos un segundo de duda. Tenemos que llegar como sea o
aniquilarán a lo que aún quede del 1º y el 3º.
―Sí, señor.
―¡Sargento!
―¿Señor?
―Quiero ese Wolverine
aquí a la voz de ya. Que se adelante directamente hasta esta posición ―vuelve a
señalar en el mapa―. Y que el transporte acorazado que nos queda acuda allí
también. Esta vez no vamos a fallar. Arengue a sus hombres, que aprieten los
dientes. Vamos a sacar a esos hijos de perra de sus escondrijos y los vamos a
achicharrar vivos. No hay piedad. Y después ni un segundo que perder, nos
esperan en Cisterna.
―De acuerdo, señor, voy a buscar ese blindado.
―Vaya.
La suerte está echada, no hay marcha atrás. Sus hombres
se baten el cobre en la línea de frente, pagando con sangre por cada pie de
avance. Es matar o morir, y los alemanes lo saben. Combate a cara de perro, a
poco más de doscientas yardas, una verdadera prueba de valor.
―Señor,
ya se acerca el blindado.
―Bien.
El
rugido en las entrañas del Wolverine
se siente a pesar del fragor del combate, ya se acerca a la altura del
transporte. Comienza el traslado de unidades de una posición a otra, rápido,
coordinado, sin dar tiempo a los alemanes a modificar sus defensas. Quizá aún
puedan conseguir algo de ventaja. Capta miradas asustadas, siente el miedo de
sus hombres. El miedo, el peor enemigo del soldado, la traición dentro de su
propia mente. Necesita un golpe de efecto que le devuelva la moral a la tropa y
a él mismo.
―Señor,
ya está todo listo.
―Pues
que avancen. ¡Maldita sea, que avancen!
Tal
vez sea su última oportunidad, para ellos y para los del 1º y el 3º. Es hora de
cruzar los dedos y apretar los dientes.
Silban las balas a su alrededor, llueven
barro y proyectiles, trozos de metralla y vísceras. Cuando consigue alcanzar el
montículo se arroja al suelo justo a tiempo para evitar que una ráfaga de
ametralladora lo destroce. Son los mismos que un minuto antes acabaron con los
compañeros que se resguardaban tras el jeep
en llamas, quizá también los que le dieron a Thompson el pasaporte para la otra
vida. Apenas se atreve a asomarse, pero cuando lo hace los ve, tres alemanes y
su ametralladora, martilleando sobre su posición y sobre otras posiciones
cercanas. No es nada personal, solo una mezcla de deber, instinto de
supervivencia y rabia ciega. Lo hace todo igual que cuando iba a cazar allá en
su Pennsylvania natal. Siempre le dijeron que era un excelente cazador, un
tirador de primera. Se asoma con el rifle dispuesto, inasequible al desánimo,
al miedo, a las balas que taladran el barro a escasas pulgadas de su cabeza. Se
arrodilla, aun más expuesto al fuego, un duelo a muerte. El alemán que maneja
la ametralladora lo ve y traza un arco fatídico que pronto cruzará su posición,
malgasta balas. Él no. Un solo disparo, un acierto en pleno corazón, diana a
más de ochenta metros; siempre le dijeron que era un excelente tirador. El
enemigo se dobla sobre su arma, ésta cesa su letanía de muerte. Otro miembro de
la dotación trata de arrancar a su compañero muerto del puesto, el otro trata
de cubrirlo con su fusil. Knappenberger dispara primero y hiere al que intenta
revivir la ametralladora, el soldado cae hacia atrás con la clavícula
destrozada y una hemorragia que quizá termine drenándole la vida que le queda.
Sólo queda uno en pie, apuntándole. Ofrece un blanco fácil para su enemigo y
cualquier otro tirador que lo localice en medio del campo de batalla, pero no
le importa, quiere acabar con lo que ha empezado. El alemán dispara primero,
yerra; él no. Su antagonista cae muerto con un agujero de bala en el rostro.
Dos muertos y un incapacitado, pero no queda nadie para darle una palmadita en
la espalda, nadie con quien compartir su miedo o su rabia. Vuelve a agazaparse,
está solo.
¿Cuánto
tiempo podrá resistir así? Siempre fue un excelente tirador, pero nunca un tipo
con excesiva suerte. Sólo es un hombre corriente, un simple soldado con agallas
y determinación, pero también con tanto miedo a morir que se le revuelve el
estómago. Las granadas de los morteros siguen cayendo a su alrededor, algunas
más lejanas, otras tan cerca que siente como si le explotaran dentro del pecho.
Pronto localizarán su posición, lo sabe, y cuando todas las miradas caigan
sobre él alguna bala con su nombre escrito se cruzará en su camino. Sólo la
oscuridad de la noche puede salvarlo, pero aún queda tiempo para que ésta
llegue y pueda confundirse en ella y escapar de la ratonera en la que se
encuentra atrapado. No le quedan granadas, apenas munición, ¿cómo devolver el
fuego? ¿Cómo mantener a raya a los que se acerquen?
Una
granada le sorprende, ha caído demasiado cerca. Otra más cae, y otra. No pueden
estar lejos. De nuevo se asoma y distingue dos figuras agazapadas en una zanja.
Van a por él, lo sabe. Se mueven rápido. Uno de ellos se asoma y dispara,
yerra, pero le da tiempo a ocultarse antes de que él pueda reaccionar. Ve
movimiento un par de metros más allá, espera. Un brazo asoma fugaz con una
granada en la mano. Dispara, cercena la mano, que cae junto a la granada. Unos
segundos después explota, haciendo saltar barro y trozos de persona. El otro
alemán se asusta y trata de huir, zigzaguea, corre a resguardarse junto al
resto de su tropa. Un disparo más, un acierto más, un enemigo menos.
―¡Tanques! ¡Sargento Fergen!
―Ya
lo he visto, demonios. ¡Rusell, Morgan!
―Señor.
―¿Quedan
stickys? ¡Perry, carga el jodido bazooka!
Granada
de mortero, un rato de desconcierto, el temblor aún en el cuerpo.
―¡Atrás
todos, cinco yardas, a las zanjas más profundas!
―Sargento,
quedan stickys.
―Bien,
repártalas con cabeza. ¡Atrás, atrás, demonios!
Granada
de obús, impacto de bala de cañón, un hombre vuela hecho picadillo, ráfagas de
ametralladora, más ráfagas de ametralladora, dos hombres caen, uno de ellos
trata de levantarse, más ráfagas de ametralladoras, cae.
―¡Nos
están masacrando, señor!
―¡Te
crees que estoy ciego! ¡Atrás todos, maldita sea! ¡A las jodidas zanjas!
―¡Nos
pasarán por encima!
―¡Te
quieres callar, imbécil! ¡Atrás!
Los
dos tanques aceleran, uno a cada costado. Dos nidos frente a ellos los tienen
localizados y golpean su posición. Los morteros juegan a la ruleta rusa con
ellos, un giro de mala suerte, un fogonazo, dolor. Están perdidos, ya sólo se
decide si es derrota o aniquilación. Carrera, devolver fuego desde la nueva
posición, carrera, muerte.
―¡Vamos,
vamos! ¡Que alguien vuele a esos hijos de perra! ¿Qué demonios está haciendo
Colorado?
―Le
alcanzaron, señor.
―¡Que
alguien abra fuego sobre esos hijos de perra! ¡Cabo, vaya más atrás, búsquenos
una buena posición! ¡Repliegue, maldita sea! ¡Sí, eso es!
Un
soldado corre hacia uno de los tanques, se cubre, vuelve a correr. Las
pulsaciones a mil, el fusil a la espalda, una sticky entre las manos. La trata de colocar pero el miedo le hace
salir huyendo, las balas le rozan los talones. La bomba cae, el tanque acelera,
nada. El tanque gira, acelera, enfila al soldado, la ametralladora lo hace
picadillo.
―Señor,
allí. Tendremos que correr pero es mucho mejor que esto.
―Bien,
ahora tenemos que conseguir un respiro. ¡Esos malditos bazookas!
Como
si le oyeran en algún sitio, una línea de fuego enfila uno de los tanques. El
vehículo se estremece, pero sigue avanzando, dejando una estela de humo negro y
poco más que una abolladura en la trasera. Dentro hace calor, mucho calor,
fuera los rangers acosan, el tanque
se revuelve como un oso atacado por avispas.
―¡Nos
van a pasar y nos van a cerrar! ¿Es que nadie puede volarlo! ¡Tiren a las
malditas orugas! ¡Cabo, que todos tiren a las malditas orugas! ¡Perry! ¿Pero dónde
demonios está ese estúpido?
―¡Allí,
señor!
―¡Bien,
así se hace!
Perry
corre entre las balas, pasando junto a los cráteres de los morteros. Nada puede
alcanzarle, zigzaguea, se desliza, se cubre. Sale de la zanja al paso del
vehículo, con la sticky entre las manos. La abre, tropieza. Algo va mal, se le
ha quedado pagada al uniforme, muy mal, está activada y no puede despegársela,
no puede, fatal, se arroja hacia el blindado al tiempo que estalla en mil
pedazos. El tanque se resiente, pero continúa con paso renqueante, inexorable,
escupiendo balas, haciendo saltar las coberturas, aplastando.
―¡Todos
atrás, más atrás! ¡Cabo! ¿Adónde demonios va? Tú, Willie, ¿ves aquel repecho de
allí?
―Sí,
señor.
―Pues
todos a mover el culo hacia esa posición, ¿entendido? Corre la voz.
―Ahora
mismo, señor.
―¡Vamos,
todos hacia allí! ¡Corred, corred!
―¡Señor!
―¿Pero
adónde demonios había ido? Es igual, todos hacia esa posición, ahora mismo.
Aquí no aguantamos.
―Desde
esa posición de ahí nos van a barrer, señor.
―Aquí
también. Los que lleguemos allí al menos podremos defendernos. ¡Vamos, que
todos corran!
―Sí,
señor.
El
mortero machaca, la ametralladora siega, los tanques acosan a los costados, y
un poco más adelante un pasillo de fuego que tendrán que cruzar a la carrera.
―¡Todo
el mundo atrás! ¡Corred!
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