Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

sábado, abril 06, 2013

Amigas



Relato. Hasta dónde puesde llegar una amistad verdadera...


Elsa está asustada; la aguja del cuentakilómetros hace un buen rato que no deja de merodear por la marca de los ciento setenta, como si Paco pensara escapar por velocidad de todos los problemas que habían surgido.

Algo aparece frente a ellos, de súbito, tanto que no le da tiempo a reconocer lo que entra en el coche a través del parabrisas, precedido por multitud de fragmentos de cristal. Se siente zarandeada brutalmente, como si estuviera dentro del tambor de una lavadora en proceso de centrifugado, mientras incontables aristas surgen de la nada para atormentarla.

De repente un fuerte golpe, dolor… oscuridad… frío…

–… ¡Cuidado!...

–… Creo que está viva…

–… Presiónalo fuerte…



Es un despertar horroroso, como parirse a sí misma; recibe airadas protestas de cada rincón de su cuerpo en una creciente espiral de dolor que cesa, al menos en parte, en el momento en que abre los ojos. Se encuentra en una habitación amplia, una especie de sala de estar cuyos muebles han sido cubiertos con sábanas blancas. La intensidad de la luz es excepcional, cegadora, y arranca brillos imposibles de todas las superficies que acaricia.

–Hola Elsa.

La voz que suena a su lado le resulta conocida, y resucita en ella placenteras sensaciones de épocas pasadas. Se incorpora en el sofá, también cubierto con una sábana blanca, en el que no sabe cuánto tiempo ha estado durmiendo, y ve la figura de Paula a su lado, difuminada por esa espectral luz que lo envuelve todo.

–¿Paula?
–Sí, Elsa, soy yo. ¿Cómo te encuentras?
–No muy bien… creo.

Hay una idea que ronda por su cabeza, una idea relacionada con Paula que no termina de emerger de la sima de sus recuerdos.

–Hace mucho tiempo que no estábamos juntas Elsa, demasiado tiempo para dos grandes amigas como nosotras, ¿no te parece?
–Sí, Paula.

Es cierto, recuerda a Paula como la mejor amiga que jamás ha tenido, alguien con quien disfrutaba compartiendo confidencias, alguien en quien ampararse en sus momentos bajos. Pero hace mucho tiempo que no ve a Paula y no recuerda por qué.

–¿Dónde estamos?
–Estás a salvo Elsa. Te marchabas, pero yo te he traído aquí. Ahora debes regresar, hay mucha gente preocupada por ti.

Elsa se levanta del sofá trabajosamente y echa un vistazo a su alrededor, deslumbrada por esa intensa luz a la que aún no se ha acostumbrado. Hay algo familiar en el ambiente, un vago recuerdo que, poco a poco, se ve solapado por un zumbido que la devuelve a aquella oscuridad dolorosa... fría…


El autobús procedente de Sevilla, que llegaba puntual aquella mañana, se detuvo con el ruido quejumbroso de un animal viejo y cansado que hace un gran esfuerzo. Entre la multitud de personas que se derramaban desde la panza de aquel vehículo había una muchacha delgada, a la que tuvieron que ayudar a descender debido a su aparatosa cojera.

Nada más apearse, y después de agradecer cortésmente la ayuda recibida, sacó del bolso un mapa de la localidad. Tardó un rato en orientarse tomando como referencia el edificio del ayuntamiento pero, después de las dudas iniciales, comenzó a caminar en una dirección determinada.

Elsa tenía una tarea que cumplir, le obligaban las tripas. No le importaban sus caderas, ese puzzle de huesos ensamblado con clavos que pocas noches le permitía conciliar el sueño; ni tampoco sus piernas, tan debilitadas que necesitaba enfundarlas en un armazón de metal para que pudieran sostenerla. La certeza que esta búsqueda prometía proporcionarle significaba paz en su corazón para el resto de su vida.

Después de recorrer trabajosamente más de dos tercios de la calle Valencia, Elsa se detuvo a la altura del número setenta y dos. Tenía un nudo en la garganta, no sabía si por la emoción o la incertidumbre, y pasó un buen rato allí inmóvil, sin atreverse a sacar las llaves prestadas que llevaba en el bolso.


Elsa vuelve a emerger del oscuro mar de dolor abriendo los ojos. Está de nuevo tendida en el sofá de aquella habitación amplia cuyos muebles han sido cubiertos con sábanas blancas, con Paula sentada a su lado y el mismo resplandor etéreo envolviéndolo todo.

–Elsa, tienes que volver –susurra Paula con ternura–, hay mucha gente preocupada por ti.
–¿Paula? ¿Qué es lo que me pasa? ¿Dónde estoy?
–Estás muy lejos de los tuyos y debes volver.

Está confusa, sin respuesta a las preguntas que surgen en su mente, sobre todo para esa que tiene que ver con Paula y cuya contestación se encuentra al final de una cadena de pensamientos que no consigue enlazar.

–¿Volver dónde? ¿Cómo?
–Volver con los tuyos Elsa, están todos esperándote. Tienes que desearlo con todas tus fuerzas.

Estas palabras despiertan algo en ella, un instinto infinitamente más antiguo que la conciencia humana y que la impulsa en una dirección desconocida. Se levanta sin desearlo, lo que le proporciona una perspectiva mejor del lugar donde se encuentra: ella ha estado antes aquí, lo sabe, pero en una época en la que presentaba un aspecto diferente, cuando la vida no resultaba una novedad. Un sonido le llega de no sabe dónde; en un principio es un ligero murmullo, que va aumentando en intensidad hasta convertirse en llanto lejano.

–¿Qué es eso?
–Es tu madre, Elsa. Está llorando tu ausencia.
–¡Mamá! ¿Estás ahí?

El llanto se transforma primero en un ruido chirriante y más tarde en un zumbido, al tiempo que se precipita de nuevo hacia el fondo de aquel opaco mundo de dolor.


Con mano temblorosa introdujo la llave en aquella cerradura que durante tanto tiempo no había sido obligada a liberar su presa. Tuvo que esforzarse para hacer girar aquellos engranajes, pero al fin lo consiguió. El perfume del abandono se introdujo en sus fosas nasales nada más abrir la puerta, mientras tanteaba la pared en busca del interruptor de la luz.

Algo acudió a su encuentro en el mismo momento en que se encendieron las dos lámparas del pasillo en cuyo extremo se encontraba; era como una presencia inmaterial, una huella de energía con voluntad, un cúmulo de sentimientos y recuerdos encerrados entre aquellas paredes.

Fue guiada por el pasillo, sin resistirse, abrumada por la sensación de paz que algo estaba insuflándole. A la derecha, a medio camino entre la entrada y la escalera del fondo, la pared del corredor desaparecía para mostrar una amplia sala de estar cuyos muebles habían sido cubiertos con sábanas blancas.

Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando un “Sí, Elsa.” envuelto en un suspiro sonó en alguna parte, confirmando que una amistad de la que ella era partícipe había resistido al trance de la muerte. Aquél era el lugar que había visitado varias veces durante el tiempo que permaneció en coma después del accidente, y aquélla era la presencia que la había consolado y dado fuerzas para regresar.


Una suave llamada rescata a Elsa de las lacerantes tinieblas en las que se haya sumergida, para devolverla, una vez más, a ese lugar de paz donde Paula la espera.

–¡Vamos Elsa! No falles a los que te quieren como hice yo.

Ahora recuerda la tragedia sucedida hace tanto tiempo, cuando el capullo de su adolescencia aún no se había desperezado frente al sol de la vida. Ella pasaba sus vacaciones estivales en un pueblo de la costa onubense. Había ido allí a regañadientes, porque no quería dejar sola a su amiga Paula, que atravesaba una época muy difícil debido al reciente divorcio de sus padres. Recuerda a su madre entrando en su cuarto con lágrimas en los ojos, cómo la abrazó fuertemente, pensando quizá que se iba a resquebrajar al oír la noticia. Y casi fue así porque, aunque no se desmoronó, una parte de su alegría se precipitó desde su alma para desaparecer en la nada al enterarse de que su mejor amiga, su alma gemela, se había suicidado.

–¿Por qué lo hiciste?
–No sabía lo que hacía. Pensé que podría huir de mis problemas, pero me he dado cuenta de que sólo he hecho daño a otros –dice Paula con el rostro apesadumbrado–. No permitas que otros sufran por tu culpa Elsa, no cometas el mismo error que yo. Vuelve, Elsa.

Hay murmullos en la lejanía, y sollozos. No identifica las voces ni las palabras, pero sabe que alguien está hablando.

–¿Oyes eso?
–Sí, Elsa. Lo oigo. Vuelve con los tuyos.

Experimenta una extraña sensación y ve como, sin moverse, se va alejando de Paula lentamente.

–¡Paula!
–Regresa con los tuyos, amiga mía.
–¡Paula!
–No te preocupes por mí, Elsa. Esto, al igual que la otra vez, no es un adiós, sólo un hasta luego.
–¡Paula!
–Algún día retomaremos nuestra amistad y podremos eternizarla en este lugar, más allá de las ataduras del cuerpo.
–¡Paula!

Como en un fundido cinematográfico, la imagen de su amiga es sustituida por el rostro congestionado de su madre, que le acaricia suavemente la mejilla.

–¡Elsa! ¡Cariño!
–¿Mamá?

Una chispa de alegría va saltando de una a otra entre todas las personas presentes en la habitación, provocando un llanto de felicidad generalizado.


Pegada a una de las ventanas del último autobús que salió del pueblo con destino a la capital, Elsa contemplaba como el horizonte engullía al Sol en ese sacrificio diario que la penumbra exige para hacer acto de presencia. Tenía un libro en su regazo, un diario que había comenzado a redactar poco tiempo después de salir del coma, e intentaba hallar las palabras con las que plasmar en sus hojas la verdad que le había sido revelada. No quería enumerar acontecimientos en fría sucesión, ni tampoco derramar un torrente de sentimientos inconexos en aquella página aún virgen; quería desnudar la realidad y exponerla de la manera más clara posible.

Un rato después, aún seguía esperando que las evocadoras imágenes pardas que se sucedían tras la ventanilla en la que estaba recostada le susurraran las palabras a escribir. Entonces cayó en la cuenta de lo equivocado del proceso que seguía: lo que ella buscaba no estaba fuera del autobús, ni fuera de ella. Se internó en sí misma, apartando a su paso todas las ideas y sentimientos que formaban una gruesa costra alrededor de la verdad que buscaba.

Cuando al fin estuvo segura de qué quería recordar de aquel día, cogió el bolígrafo que descansaba en el canal de separación entre el pasado y el futuro de su diario y, sin el más mínimo asomo de vacilación, escribió:

13 de agosto de 1987

Ahora sé que no fue un sueño.


Publicado en la antología “Un portal de palabras”

2 comentarios:

weiss dijo...

Uuuh, me acuerdo... :)

Manuel Mije dijo...

Creo que es anterior al Desván, por lo tanto mi primera antología... musha tela...

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