V
―¿Qué dicen por radio, han conseguido pasar o
no?
―Aún
nada, señor, siguen combatiendo. Nadie va a llegar al menos por unas horas.
Tendremos que seguir aguantando hasta la madrugada.
―Pues
aguantaremos. No se pueden desperdiciar balas, hay que estar atentos a todos
sus movimientos, aprovecharemos la posición todo lo que nos sea posible. Si
tienen agallas suficientes, que vengan a por nosotros.
―¡Señor!
―¿Gambino?
―¡Allí,
tanques!
―¡Dios!
Espero puedan pararlos esos muchachos. Nosotros no les podemos ayudar desde
aquí. Concentrémonos en cubrir nuestra zona. ¡Allí!
Un
grupo de alemanes avanzan hacia la zanja que defienden varios desgraciados. Les
precede el vuelo de varias granadas. Explosiones, humo, confusión. Están lejos,
pero no demasiado. La
Browning, trata de cortar su trayectoria. Wilson intenta
hacer blanco, Olson también. Uno de los alemanes cae, el resto llega a la zanja
y se lanza a bayoneta calada contra los
rangers atrincherados en ella. Gritos, pavor, más confusión. Uno de los rangers atraviesa carne con el machete,
un alemán lo derriba y lo remata a culatazos. Gambino hace blanco, Wilson
también. Todos los rangers han caído,
ahora son tres alemanes los que tratan de aprovechar la cobertura de la zanja.
El fuego se centra sobre ellos, otros los cubren desde posiciones más lejanas.
―¡Que
no salgan de ahí!
La Browning hiende barro,
Wilson acaba con el que se asoma alguna yarda más allá. Quedan dos, atrapados
como ratas, como ellos mismos también lo están. Una granada de mortero cae
cerca, y otra más, y otra. También arrecian las balas.
―¡Sargento,
nos tienen localizados, vienen a por nosotros!
―Mejor
así, eso hará que otros tengan más posibilidades.
―¡Santa
Madonna!
Gambino se echa cuerpo a tierra, rasgar
de tela, las balas pasan a escasos centímetros de sus cabezas, impactan en la Browning, hacen saltar
barro.
―¡Malditos sean! ¿Alguien herido?
―No, señor ―responde Gambino.
―No, por suerte no, señor
―responde Wilson con hosquedad.
―Vamos a devolvérsela. ¿Sabe de
dónde vino eso, Gambino?
―Allí, sargento, en las ruinas
del molino.
Un emplazamiento idóneo para el
nido, resguardado por los escombros, con varios hombres moviéndose tras ellos y
una MG42 preparada para picar carne.
―¡Al suelo!
De nuevo el rasgar de tela, un
río de balas desbordándose sobre su posición.
―¡Atentos al cambio de cañón! ¡Todos
arriba a mi orden! ¡Gambino, ciéguelos! ¡Arriba!
Un feo vicio de la MG, un mal momento para los
alemanes. Gambino dispara impreciso pero consigue llevar el desconcierto al
otro lado. Olson y el cabo disparan con similar fortuna, el cañón ya está
cambiado, insisten y Wilson hiere a uno, y una nueva cinta ya está colocada, el
tirador dispuesto, el sargento le atraviesa un ojo y le destroza el cerebro.
―¡Bien, que no escapen!
El herido se levanta tambaleante
y Wilson lo remata, el otro se escabulle tras el molino. Un par de granadas de
mortero caen desviadas.
―Buen trabajo, muchachos.
―Eso no podremos pararlo ―señala
el cabo al cielo.
―Ya lo sé, pero van a tener que
hacerlo mucho mejor de lo que lo están haciendo.
―¡Vamos, vamos!
El sargento dirige la mirada al
mismo lugar que Gambino. Un pelotón mermado juega a la muerte con dos tanques.
Uno tiene una tremenda abolladura en la trasera, orlada por una mancha negra,
pero continúa en movimiento. Algo acaba de estallar junto al otro, que también
continúa. Los hombres saltan hechos pedazos, caen mordidos por las balas. El
mortero también martillea insistente, y ellos no pueden hacer nada desde donde
están.
―Que Dios se apiade… de todos
nosotros.
Ve un rostro difuminado en el
horizonte, todo arrugas, un dedo sarmentoso, una voz rajada, de gubia aguda,
unos ojos húmedos de locura. Y escucha las campanas, llamando a los muertos,
llamándolo a él, sonando en el interior de su cabeza.
―¡Vamos, vamos, avancen!
Esta
vez no puede fallar, se lo debe a los del 1º y el 3º que deben estar pasándolo
realmente mal allá arriba, donde debería estar ya. De nuevo ataque frontal,
directo, a sangre y fuego, a cara de perro. Los blindados delante, con el
Wolverine cañoneando la primera construcción que se topan. Por fin el techo se
desmorona, varios hombres escapan, tosiendo, cegados por el polvo, el tirador
del transporte acorazado se ceba con ellos. Caen como fichas de dominó.
Murray
se relame. La vida castrense le resulta adictiva, el combate un éxtasis. Pero
en la derrota no es nadie, nunca derrotan a su tropa, nunca a su ejército; sus
derrotas son personales, intransferibles, lacerantes como una bola de alambre
de espino en el estómago. Así ha sido lo de hoy, pero ahora espera resarcirse,
tomar la posición en el último intento, ser el salvador de sus camaradas allá
en Cisterna, en la mismísima boca del Infierno. El fragor de la batalla es
melodía para él, el Wolverine la nota
central, con el transporte y la masa de soldados dándole cuerpo a la sinfonía.
Cada uno cumple su papel, él observa, dirige la orquesta. Los movimientos son
armoniosos, los van a aplastar. Del otro lado una ametralladora contrapuntea, a
coro con los francotiradores: el Wolverine
responde, la ametralladora montada responde, la tropa silencia. Triunfa su
obra. El nido salta por los aires, un hombre que cae desde un tejado, dos
alemanes abandonan su posición para morder el polvo a escasos metros.
De
repente algo rompe la armonía, una explosión frente al blindado, una columna de
humo que sale de su frontal derecho, una estela de lanzacohetes que parte de
una ventana olvidada y remata la faena. El enemigo recrudece su ataque, los
estaban esperando, por eso han podido llegar hasta esa posición, el lugar más al
descubierto.
―¡Alto,
alto! ¡Aborten el ataque! ¡Que alguien pare a esos hombres, por el amor de
Dios!
La
columna tras el transporte se detiene, replica fuego con fuego, se cubre. Por
el otro flanco los hombres se lanzan hacia su objetivo, matar o morir. Las
ametralladoras siegan la primera línea, la segunda alcanza las primeras
construcciones. Movimientos coordinados: aproximación, cobertura, granadas,
asalto. Pero el objetivo es demasiado ambicioso para ellos, los cazan desde las
alturas, desde los costados, dentro de las trampas mortales que son esos
refugios. El blindado inicia la retirada, la columna que guía también. Por
suerte no hay actividad de lanzacohetes, por desgracia muchos hombres quedan a su
suerte al otro lado del campo de batalla. Muertos y desaparecidos, manchas en
su expediente; un objetivo sin cumplir, una cuestión personal.
―¡Un
repliegue con sentido, maldita sea! ¡Teniente! ¿Dónde demonios está!
Ha
vuelto a perder, y ya son demasiados caídos, ha llegado ese punto en el que la
igualdad en tropa y material entre las dos fuerzas hace que un nuevo ataque a
posiciones resguardadas sea sólo un suicidio, sin posibilidad de gloria.
―¡Señor!
―¿Dónde
demonios estaba? Es igual, ¡ordéneme ese repliegue! ¡Estamos perdiendo más de
lo que nos podemos permitir!
―Señor,
por la radio…
―¡No
me importa lo que digan por radio! ¿Me ha entendido? ¡Quiero que mueva el culo
y me ordene ese repliegue ahora mismo! ¡Vaya!
La
mayor parte de la sección que intentó el asalto se bate en desbandada o están
muertos. Apenas resiste alguna posición que pronto será recuperada por el
enemigo. No les puede negar el valor a sus soldados, el ímpetu, aunque todo
haya sido un puro derroche. El tiempo sigue avanzando inexorable, el crepúsculo
se aproxima, trayendo una noche maldita para los que aún les esperan allá
arriba, en Cisterna. No le quedan ideas ni flancos que atacar, ni hombres
tampoco. No hay refuerzos en camino, ni un resquicio a la esperanza. Sobre su
cabeza la derrota, tan personal como suelen serlo todas para el coronel Murray.
Lo único que resta es defender una posición desventajosa por si alguien aparece
desde cualquiera de los dos sentidos de la carretera, eso y rezar por los
muchachos del 1º y el 3º; que Dios se apiade de ellos.
Otra ametralladora insiste sobre él. Le gustaría
poder hundirse en el barro, fundirse con él, desaparecer. Su realidad es de
fuego que arrecia y ningún sitio al que escapar. El zumbido de las balas
asusta, mucho más real que cualquier otra cosa. Sólo el azar funesto y
estruendoso del mortero lo supera en un lugar como éste. No es un hombre de
carácter, pero sí tiene un buen puñado de agallas y una buena ración de cerebro
para cuando las cosas se tuercen. Aun así es demasiado: la ametralladora lo
ciega, lo tienen localizado y van a por él. Ya no forma parte de una línea de
avance, es un hombre solo y aislado en tierra de nadie.
Apenas
se atreve a asomarse. Ve los fogonazos, incluso tiene la ilusión de ver las
balas. El barro le salpica la cara, un proyectil roza su casco. De nuevo se
aplasta contra el suelo. Cuenta mentalmente, prepara el fusil, se incorpora y
dispara casi sin mirar. Le devuelven fuego al instante, tendrá que hacerlo
mucho mejor si quiere conseguir algo. Mira a los lados y ve tanques hostigando
a sus compañeros en la lejanía, los restos carbonizados de un jeep con brasas
humanas atrapadas dentro, cadáveres mutilados. Obuses de mortero, balas de
cañón, metralla aquí y allá, el destino en el aire siempre dispuesto a un mal
cruce. Toma aire y orgullo, vuelve a levantar la cabeza, esta vez sí apunta. El
que alimenta la ametralladora cae herido, aún se mueve. Un aviso. Sus
compañeros tratan de vengarse, martillean la posición, insisten, gastan balas,
calientan el cañón. Cuenta atrás. Se yergue, apunta, dispara. El tercer
servidor de la ametralladora cae, pero su compañero herido lo sustituye en el
puesto y vuelven a cegarlo. Taladran barro, lo hacen saltar, van a convertir el
montículo en un nido de termitas. Pero no le alcanzan. Siempre le dijeron que
era un buen cazador: paciente, atento, certero. Nueva cuenta atrás; vuelve a
erguirse. En esta ocasión le reciben con disparos de cobertura, yerros por
pulgadas. El herido también parece ser un buen tirador, y su compañero reinicia
su letanía tartamuda. Nada. La moneda vuelve a estar en el aire. Nuevo
recuento, fusil listo, se incorpora. El fuego de cobertura vuelve a estar ahí,
más certero que antes, pero no lo suficiente como para conseguir otra cosa que
hacer saltar chispas de su casco. Él se toma algo más de tiempo en disparar. Un
segundo después de la detonación, el tirador de la ametralladora cae hacia
atrás. Ahora sólo uno de sus antagonistas queda en pie, duelo a cien metros.
Ambos tienen que recargar. El alemán está herido, pero ha empezado antes y está
más asustado, recarga, apunta. Él también consigue recargar y no apunta,
dispara por instinto. A cien metros un hombre cae. El también cae, angustiado
por el frenético latir de su corazón. La adrenalina lo tensa, lo paraliza.
Los
horrores del día lo saturan, y el saber que aún no han acabado y que la forma
más probable de que acaben sea su muerte acentúa la sensación. Tampoco le
quedan muchas balas. Sólo ve una escapatoria: esperar a la noche, que la
oscuridad le cubra en su huída hacia ninguna parte. ¿Dónde estarán los suyos?
Tendrá que seguir la carretera en la distancia. O volver a atravesar en barro y
las zanjas del canal, atento a cualquier encuentro inconveniente, y aún más
atento a cualquier atisbo de la nueva línea de frente.
Pero
eso tendrá que ser por la noche. Hasta que llegue ese momento deberá seguir
matando para no morir.
―¡Vamos, vamos! ¡Corred!
Un
pasillo de fuego, justo en el centro del arco de tiro de una ametralladora. Los
hombres corren, se cubren, tratan de cubrir a sus compañeros. Los alemanes son
tan eficientes como sus armas, cerebros de metal colado, inasequibles al
desaliento, inflexibles, determinados y certeros. Los hombres van cayendo, los
tanques acosan a los zorros para servírselos al cazador. Johnson cae, escupe
sangre, clava la cara en el barro. El arco se desplaza y se cruza con Lurkin y
Milano, les destroza las piernas. Ambos caen y gritan, pero nadie se va a
detener, hacerlo es morir.
―¡Cabo,
que corran todos! ¡Allí, maldita sea! ¡Vamos!
Fergen
se fija en un soldado que cambia su trayectoria. Lleva la mirada perdida en
algún lugar más allá de lo que les está pasando, el gesto es el de un iluminado
en éxtasis. El soldado corre, tropieza, se incorpora y sigue corriendo. Desde
la posición alemana han reparado en él. Los servidores auxiliares tratan de detenerlo,
en arco de la MG
se va cerrando sobre su trayectoria.
―¡Vamos,
muchacho, vamos!
Saca
una granada, la arroja. Demasiada distancia, demasiada imprecisión. Sigue
corriendo con otra granada en las manos. La lanza. Antes de que detone ya ha
cogido otra y le ha quitado el seguro, justo en el mismo momento en el que el
arco de a MG se cruza con él y lo parte en dos, justo en el mismo momento en el
que la segunda granada estalla y ciega el nido justo durante el tiempo
suficiente como para que sus compañeros alcancen la posición cubierta.
―¿Quién
era ese soldado?
―No
lo sé, sargento.
―¡Vamos,
vamos! ¡Todo el mundo aquí! ¡Esos
bazookas, cabo!
―Voy
a ver, señor.
―Tráigame
uno.
―Lo
intentaré.
―¡Vamos,
cúbranse todos! Y ahora que vengan a buscarnos, les vamos a dar su merecido a
esos hijos de perra. ¡Preparen los bazookas
y las stickys, tenemos que parar esos
carros de combate!
Vuelven
a dispararles desde el mismo sitio que creyeron cegado por la granada. El
sacrificio sólo sirvió para conseguir una tregua. Pero se han salvado muchas
vidas, ahora están a cubierto, al menos por el momento. Es hora de responder
como mejor saben.
―Señor,
aquí tiene ―Rusell le entrega un lanzacohetes.
―Bien.
Allí veo otro, nos cubriremos mutuamente. Cárguelo ―se lo hecha al hombro, se
prepara.
Los
tanques aminoran la velocidad, son como perros de presa oliendo el peligro. De
nada les servirá el blindaje si no saben cubrirlo. Más allá, en tierra de
nadie, aún ve algunas escaramuzas, las protagonizadas por aquellos que les han
salvado la vida a cambio de sacrificar la suya, los que evitan el contraataque.
―¡Esperen
a que estén cerca! ¡Tenemos que acabar con ellos a la primera, si salen de esta
no nos darán tantas oportunidades!
Uno
de los tanques se adelanta, dispara, vuela la cobertura escasas yardas a la
izquierda de Fergen, llueve barro y piedras. El otro tanque se detiene y
dispara desde la distancia, aprovechando su poder y evitando el cuerpo a cuerpo
con la infantería.
―¡Ahora!
Un
bazooka hace blando en el tanque más
avanzado. Acierto insuficiente. El vehículo sigue en movimiento, trata de
retroceder pero no puede. Al final se arriesga a girar; mala elección. Fergen
lo tiene en el punto de mira, se asegura, respira hondo, dispara. La trasera
del blindado revienta, las llamas se extienden. Una antorcha humana sale del
vehículo, tambaleándose. Al final cae. Sus compañeros aprovechan para salir
corriendo. No hay compasión. Mucha rabia contenida, mucho plomo excitado. Las
balas muerden carne, la atraviesan, la sangre salta por todos lados.
―¡Así
se hace!
Los
hombres gritan de alegría y se llenan de ánimos. A nadie se le escapa que es
una victoria pírrica, un paréntesis en la derrota en la que llevan inmersos
desde el amanecer, pero es lo único que se interpone entre ellos y la
desesperación, y eso podría ser su fin.
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