Relato de Fantasía clásica ilustrado con los preciosos dibujos de Macarena García Rodríguez. |
Era un escarabajo grande, negro brillante y algo tornasolado, con un cuerno frontal que asustaba y unas afanosas patas que empujaban con nerviosismo aquella enorme bola de estiércol. Era estiércol del bueno, de una hermosa boñiga humeante que lo había llamado desde muy lejos con su embriagador aroma. Había elegido la parte más jugosa, la había desgajado con frenesí y, tras transformarla en una esfera de precisión casi matemática, la transportaba ufano con la ilusión de cambiarla por un rato de furor procreador con alguna buena hembra.
Pero los hados no suelen ser generosos con los débiles, y la mala suerte, transformada en enorme pie pisador, espachurró al pobre escarabajo en su carrera nerviosa. Y allí quedó aquel gran escarabajo, en forma de plasta compañera de la plasta a la que había quedado reducida su preciosa bola de estiércol.
Pertenecía aquel pie distraído y pisador a una pierna raquítica que, gimiendo en crujidos por el intento de carrera, ayudaba a su pierna gemela a transportar a un anciano jadeante y tan perdido en sus preocupaciones, que apenas distinguía suficiente mundo como para llegar sin problemas a su destino.
Aquel anciano se llamaba Sven, y era el sabio de la aldea que ya estaba sólo a un tiro de piedra. Venía casi corriendo desde su torre de observación, alarmado por su último descubrimiento y dispuesto a compartirlo con todos sus vecinos. Sven no solía visitar el pueblo, era demasiado importante para mezclarse con aquella turba de molleras huecas, pero es que la noticia que traía era muy preocupante, ya que estaba en peligro el futuro de toda la población. Por eso había emprendido aquella desesperada carrera que, gracias a los cielos, parecía estar llegando a su fin.
Los que estaban en la plaza de la aldea distinguieron una figura acercándose. Poco a poco la silueta se fue definiendo como un anciano muy delgado, cheposo, laureado de greñas canas y cuyo paso nervioso y dubitativo se apoyaba en un cayado oscuro.
―Que viene el viejo Sven ―gritó una oronda señora.
―El viejo Sven, el viejo Sven ―corearon unos niños.
―¿El viejo Sven? ―se preguntó el herrero.
―¿Que viene el viejo Sven? ―gritó el alcalde desde la puerta de la Casa del Pueblo, tras lo cual, cogió su guerrera de gala y corrió hacia la entrada de la aldea para recibir a tan insigne personalidad.
El sabio llegó exhausto, con su levita, sus calzas y sus zapatones, cubiertos por el polvo del camino. Sin detenerse en su avance hacia el centro de la plaza, hacía agónicos aspavientos para que la gente no entorpeciera su paso ni se acercara a disputarle el poco aire que parecía tener aquella mañana.
El alcalde, viendo los gestos del anciano, se dedicó a revolotear a su alrededor manteniendo apartados a todos los vecinos que pretendían acercarse demasiado y, sin darse cuenta, molestando más de lo que ayudaba.
―Ya se lo dije yo a su padre cuando era chico ―murmuró el anciano fijándose en el rubicundo y cejijunto rostro del alcalde―: “El niño te ha salido tonto.”
Una vez en el centro de la plaza y rodeado por una gran parte de la gente de la aldea, el anciano trataba de recuperar el resuello apoyado en su báculo. Entre tanto, el alcalde hacía sentir su autoridad y su gran talla a empujones, mientras ordenaba el círculo de expectantes aldeanos en espera de sabias palabras.
―Oídme, convecinos ―comenzó el viejo Sven―. Hace ya unos días…
―Callad todos y escuchad a Sven ―lo interrumpió el alcalde con su potente vozarrón―, que tiene algo importante que decirnos.
―Olaff, hazme el favor de estarte quietecito y callado ―le espetó el anciano―, que siempre tiene que saltar el más zoquete.
El alcalde quedó mohíno y se hizo a un lado ante la despectiva mirada del viejo.
―Oídme todos. ¡Y ay de aquél que vuelva a interrumpirme! ―dijo Sven amenazando con su cayado al alcalde―. He de avisaros de un peligro que se cierne sobre nuestra comunidad, ¡un peligro que ya está aquí!
En ese instante, una mujer oronda que estaba en la primera fila lanzó un grito y se puso a mirar por el suelo con auténtico pavor.
―Vamos, Greta, parece mentira que hayas criado cinco hijos y sigas siendo así ―comentó el anciano con tono cansado―. No se trata de ratas, ni culebras, ni arañas, ni ninguna de esas cosas tontas que aún te asustan con lo mayor que eres. Oídme en silencio de una vez por todas, que lo que vengo a decir es importante. ―Sven quedó meditando un rato―. Hace ya varios días que vengo notando algo raro en Klauss, nuestro lechero. ¿Dónde está Klauss? ―Sven buscó con la mirada.
―Aquí ―dijo alguien con voz de pito, emergiendo de la segunda fila. Era un hombre casi más ancho que alto, de piernas gruesas y cortas, panza desbordada, brazos sebosos y dedos como salchichas.
―Ven para acá ―indicó el anciano―. Como decía antes ―continuó Sven con el lechero ya a su lado―, hace días que vengo notando algo raro en nuestro vecino Klauss, y ahora vais a comprobarlo. A ver, Klauss ―dijo mirando a aquellos celestes ojos hundidos entre los pliegues de la siempre congestionada y grasienta cara del lechero―, ¿cómo se llama el recipiente que usas para entregarle la leche a la gente todos los días.
―Eeee ―comenzó Klauss rascándose la cabeza―, pues… ¿Bote?
―Claro, bote ―apuntó el convencido alcalde.
―¡Te quieres callar ya, mastuerzo! ―le replicó Sven con desprecio―. ¿Pero tú no lo llamabas antes botella? ―continuó con el lechero.
―Eso, bote ―afirmó éste.
―A ver, di botella.
―Bote.
―Bo, te, lla.
―Bo, te.
―¿Veis? ―Sven comenzó a mirar a la gente tratando de ver comprensión en sus ojos, pero se tuvo que conformar con el brillo asnal que caracterizaba a los moradores de aquella aldea―. Bueno, quizá no haya sido suficiente. A ver, Klauss ―continuó dirigiéndose al lechero―, ¿cuantas botellas de leche me traes todos los días?
―Cuatro más uno botes de leche.
―Es decir, cinco botellas de leche ―dijo Sven.
―Sí, eso, cuatro más uno botes de leche.
―¡Ah, ya está! ―aclaró el alcalde―. Klauss está perdiendo la memoria, se le olvidan las palabras.
―¡NOOOOOOOOOOOO! ―terminó por desesperarse Sven―. Si así fuera las recordaría al mencionárselas, pero no es así, las ha perdido totalmente, ya no existen para él; se las han robado.
Un “¡Oh!” general encapotó la plaza al oír aquellas palabras, y retazos de cuchicheos empezaron a tejerse en todas direcciones. Nadie había entendido bien lo que trataba de explicar el anciano, pero sí su dedo en alto, su rostro ceñudo, y ese preocupante “robado” final. Aquélla era una comunidad de buena gente, cortos de entendederas pero anchos de corazón, y la presencia de un ladrón entre ellos era tan alarmante como la del zorro en el gallinero o el lobo entre el rebaño de ovejas.
―Bien ―continuó Sven al comprobar que por fin había conseguido insuflar algo de su preocupación en aquellas almas de cántaro―, parece que empezáis a comprender la importancia de lo que os digo. Aún no sé cómo de extendido está el mal, pero he encontrado información en mi biblioteca sobre su causa y cómo remediarlo. Ha habido un gran número de casos a lo largo de la historia, y gracias a los cielos algunos de ellos fueron registrados. Vecinos, tenemos una infestación de duendes…
Otro grito de Greta, aún más fuerte que el anterior, volvió a interrumpir al anciano.
―Greta, hazme el favor ―dijo un Sven derrotado―, vete a tu casa. Ya más tarde te enterarás de lo que tengo que decir.
Greta se puso muy colorada, cogió la cesta de mimbre que estaba a sus pies, y se fue cabizbaja en dirección a su casa.
―Bueno, espero que se me deje hablar de una vez por todas ―dijo el anciano mirando al alcalde―. Como decía antes, tenemos una infestación de duendes. Seguro que habéis oído historias acerca de ellos; casi todas son pura fantasía, invenciones para entretener a los niños, pero, como en toda leyenda, algo de verdad hay.
»Son seres pequeños, eso es verdad, y parecidos a nosotros salvo en sus orejas puntiagudas. También es cierto que vagan por el mundo hasta que encuentran un hogar adecuado, normalmente el subsuelo o la buhardilla de alguna casa humana, y se quedan en él hasta que se ven forzados a marcharse. Esto no sería mayor problema, sobre todo teniendo en cuenta que son tan sigilosos y escurridizos que es muy difícil reparar en su presencia, si no fuera por la mala costumbre de robar que tienen todos y cada uno de ellos. Los más comunes roban objetos más o menos valiosos, desde joyas hasta utensilios de cocina; pero hay otros más peligrosos y extraños, de los que he oído que roban incluso el sueño, el vigor y… sí, las palabras.
»Creedme, he leído sobre grandes infestaciones que han destruido pueblos enteros. Porque tenéis que saber que, si bien suelen vagar en solitario, son propensos a instalarse en lugares ya habitados por duendes, se atraen los unos a los otros; y una multitud de pequeños ladronzuelos como éstos puede causar estragos. Así pues, es necesario que registremos todo el pueblo, casa por casa, rincón por rincón; y lo más rápidamente posible, ya que estos pillos duermen durante el día en lugar de por la noche, y si actuamos con celeridad los cogeremos desprevenidos.
»Idos todos a vuestros hogares, avisad a vuestros maridos, mujeres e hijos, y no dejéis ni un solo mueble por mover, ni una sola tabla por levantar, ni un solo rincón por escudriñar. Y si encontráis alguno no lo toquéis; quedaos a su lado para vigilarlo y mandad a alguien en mi busca a casa de Klauss, puesto que al ser allí donde es más probable que haya uno, yo me iré con él.
Todos los congregados en la plaza se pusieron en movimiento en dirección a sus casas con mucha celeridad. Las órdenes estaban claras, y si de algo podía presumir los habitantes del pueblo, si de algo podían ser paradigma además de su simplicidad, era de su determinación. Si había duendes los encontrarían, ¡vaya que si los encontrarían! Y ya vería el viejo Sven lo que hacía con ellos.
Conforme la plaza fue quedando vacía, el anciano se percató de que Olaff no se movía de su sitio.
―Olaff, ¿por qué no vas a la Casa del Pueblo a registrarla? ―preguntó el viejo.
―Es que ―comenzó Olaff sin quitar la vista del suelo―… Es que yo quiero ir contigo a casa de Klauss. Ya que soy el alcalde, creo que tengo que estar allí cuando se encuentre al duende.
―¿Cómo? ―se enfadó el anciano―. ¿Y me puedes decir entonces quién va a registrar la casa del pueblo, tu hogar?
―Bueno, Sven, ya luego podemos registrarla tú y yo. De todas formas no tengo a nadie conmigo a quien enviar para que te avise.
―¡Aaaa, eres insoportable, Olaff! ―dijo el anciano con un aspaviento―. Ven con nosotros pues, pero como por tu culpa se escape algún duende te juro que te acordarás hasta los restos ―sentenció al tiempo que lo amenazaba con el dedo.
―Gracias, Sven ―contestó Olaff rebosante de alegría.
Los tres marcharon hacia la vaquería de Klauss, una casona encaramada en las faldas de la colina que cobijaba al pueblo por el norte, con un amplio establo en el costado este y una bonita cerca de madera pintada de blanco rodeando toda la propiedad. Olaff caminaba ufano, abriendo la marcha como si se tratara de un desfile e incluso silbando una vieja tonada marcial. Sven iba detrás, perdido en cavilaciones sobre duendes, cazadores de duendes, y alcaldes tontorrones y pesados que se le pegaban como una lapa. Por su parte, el lechero caminaba junto a Sven, sin saber qué es lo que pasaba ni por qué demonios tenía ahora que volver a su casa y retrasarse.
―Sven, ¿puedes decirme qué pasa y por qué tenemos que ir ahora a mi casa? ―comentó Klauss.
―No es fácil de explicar, y dudo que lo entendieras en el caso de que lo haga ―respondió el anciano―, pero te aseguro que lo que pasa es grave, así que no pongas pegas.
―Bueno, como tú digas; pero tú se lo explicas a Lavinia.
―No te preocupes, yo se lo explicaré a Lavinia −resopló Sven.
Eso era lo que más preocupaba a Klauss, la reacción de su esposa Lavinia. Porque con Lavinia no había peros posibles: el reparto comenzaba a las diez y terminaba a las tres con todas las entregas hechas, ya estuviera lloviendo, nevando, o cayendo trozos de cielo; ¡menuda era la esposa del lechero! Pero si Sven iba a ser el que le explicara el asunto eso ya era otra cosa, porque Sven era Sven, y hasta Lavinia le tenía respeto.
Una vez llegaron a la vaquería, se encontraron con Lavinia junto a la entrada de la cerca, saliendo en busca de alguien que le explicara el alboroto que parecía haber en el pueblo. Pero cuando vio a la comitiva se detuvo, plantando allí toda la rotundidad de su cuerpo aún más orondo que el de su marido.
―¿Qué es lo que está pasando? ―dijo frunciendo sus espesas cejas morenas y su levemente bigotudo morro―. ¿Sven? ―añadió, cambiando el gesto al distinguir al anciano tras la gran figura del alcalde.
―Buenos días, Lavinia, estamos aquí ―comenzó el alcalde―…
―Buenos días, Lavinia ―interrumpió Sven dándole un empujón a Olaff y adelantándose―. Escúchame bien: hemos venido aquí por algo importante, así que hazme caso en todo lo que te diga, y no te preocupes por el retraso en el reparto de leche. ¿Entendido?
―Claro, Sven, ¿pero puedes decirme qué es lo que pasa?
―Tienes una infestación de duendes en tu propiedad, así que ahora tenemos que ponernos todos a buscar por toda la casa y el establo hasta dar con los que tengas por aquí.
―¿Una infestación de duendes? ―dijo Lavinia sorprendida―. ¿Pero eso es posible?
―Por desgracia sí que es posible, y debemos ponernos manos a la obra cuanto antes si queremos solucionar el problema.
―Como tú digas. ―Lavinia por fin los invitó a entrar con un gesto, y los cuatro se encaminaron hacia la casa.
―¿Están tus hijos por ahí? ―preguntó Sven a la mujer.
―Sí, en los establos. ¿Quieres que los llame?
―No. Vete tú con ellos y registrad los establos de arriba a abajo. Removed toda la paja, sacad a los animales, y no dejéis ni un solo rincón por revisar. Ah, y si encontráis alguno no lo toquéis ni hagáis nada; avisadme a mí que yo acudiré rápido.
―Sí, de acuerdo, ¿pero qué es lo que estamos buscando? ―preguntó la mujer.
―Si te encuentras uno ten por seguro que lo distinguirás ―sentenció el anciano.
―Bien, como tú digas ―dijo Lavinia torciendo hacia los establos.
―Y nosotros tres a la casa. Primero registraremos la planta alta y la buhardilla; después la planta baja y el sótano.
Los tres hombres entraron en la casa y subieron directamente hasta la buhardilla. Allí estuvieron durante un largo rato, removiendo viejos cachivaches, tragando polvo, revisando posibles tablones sueltos y despegándose espesas telarañas de la ropa y la cabeza.
―Esto va a ser muy difícil ―dijo Olaff en medio de la faena.
―Tú calla y busca ―le espetó el anciano.
Después de la buhardilla le tocó el turno a los cuartos de la planta superior, en primer lugar el cuarto matrimonial, en el que aquellos tres hombres sudaron tinta para mover la cama de roble con nueve patas y refuerzos de hierro, que había sido construida expresamente para que la monumental pareja pudiera dormir por las noches sin peligro de derrumbe. El suelo bajo la cama y el colchón fueron revisados, también el resto de suelo y de muebles pasó la criba, y aquella segunda habitación tampoco parecía esconder ningún duende.
―Ahora los cuartos de los niños ―indicó Sven.
Los tres hombres pasaron al dormitorio del pequeño Hans, y prosiguieron con su ardua y monótona tarea. Y ya llevaban medio cuarto registrado cuando unos gritos procedentes de la planta inferior los sobresaltó. Era el hijo del lechero que traía la noticia del hallazgo.
―¡Señor Sven, señor Sven, venga, que lo hemos encontrado! ―gritaba el fornido muchacho que ahora, visto que los hombres que buscaba no estaban en la planta inferior, subía las escaleras.
―¡Voy, hijo! ―respondió el anciano saliendo en busca de la voz que lo llamaba.
Los cuatro se encontraron en el vestíbulo de la planta superior y enseguida se apresuraron escaleras abajo encabezados por el hijo del lechero.
―Estaba oculto entre la paja, en una esquina de los establos ―fue contando Hans―. Señor Sven, es algo…maravilloso, es…
―Sí, sí ―le cortó Sven―, una maravilla, pero espero que ninguno de vosotros lo haya tocado ni nada parecido.
―Por supuesto que no, señor Sven. En cuanto lo encontramos, mi madre y mi hermana se quedaron para vigilarlo mientras yo iba en busca suya.
―Muy bien hecho, peque... hijo −corrigió ante la robustez del muchacho.
La comitiva salió de la casa y marchó a paso acelerado hacia los establos. Una vez allí, vieron a Lavinia y su hija ensimismadas mirando al suelo de una de las esquinas, hasta el punto de no darse cuenta de la presencia de los recién llegados hasta que éstos estuvieron a su lado.
―Ahí lo tienes, Sven ―dijo Lavinia sin apartar la vista de aquello.
―Muy bien ―dijo el anciano al tiempo que se adelantaba―, apartaos todos y dejadme a mí.
Por fin lo tenía delante de sus ojos: era como un pequeño querubín algo flaquito, con una buena mata de pelo crespo y anaranjado en la cabeza, orejas puntiagudas, nariz de botón, ojos oblicuos, y una boca grande y carnosa terminada en dos hermosos mofletes sonrosados. El ser iba totalmente desnudo, salvo un trozo de piel velluda y marrón que le cubría las vergüenzas, y yacía dormitando entre la paja, acurrucado en posición fetal.
―¡Qué bonito! ―dijo Svetina, la hija del lechero y además su viva imagen.
―¡Déjate de zarandajas, niña! ―le reprochó Sven―. Este ser esconde mucha malicia en ese cuerpo tan pequeño. Venga, traedme un taburete de cuatro patas, si es que tenéis uno por aquí cerca, y también cuatro tozos de cordel de un palmo o palmo y medio de longitud.
Todos menos el anciano, que no apartó la vista del ser ni un milímetro, se pusieron a buscar en derredor. Al poco ya tenía Sven en sus manos el taburete de ordeñar de Klauss (una amplia circunferencia de madera, proporcional a las posaderas de la familia de lecheros y con cuatro patas cortas pero robustas), y los trozos de cordel que Lavinia había cortado según las indicaciones dadas.
−¿Qué va a hacer usted con él, señor Sven? −inquirió la joven, que no pequeña, Svetina, preocupada por la maliciosa faz con que el anciano contemplaba al pequeño querubín.
−Nada que no se merezca −contestó el sabio, que, acto seguido, se arrodilló junto al duende, colocó al lado el taburete con las patas mirando hacia el techo, y tomó con mucho cuidado al pequeño ser para colocarlo justo en el centro de la base con las extremidades extendidas. Después fue atando aquellos pequeños brazos y piernas a las patas del taburete, asegurándose de que las ataduras quedaran bien fijadas y tensas para imposibilitar cualquier flexión de los miembros−. Ya está −concluyó el anciano al terminar la faena.
−¿Por qué no se despierta? −preguntó Lavinia.
−Es muy difícil que despierten durante el día −respondió Sven−. Quizá, y digo sólo quizá porque solamente recuerdo vagas referencias al respecto, es posible que la llegada de uno de los suyos o la premonición de una muerte inminente pueda despertarlos. Pero si se les trata con cuidado y se sienten seguros, sólo la caída de la noche los saca de su sueño. De ahí el hecho de querer ser yo el que lo manipulara, no fuera a ser que algún vecino, tan delicado y meticuloso como nuestro querido Olaff, terminara por despertarlo. −Todos asintieron conformes, incluso el alcalde, que aceptó (si es que entendió) la velada pulla con una sonrisa blanda y pollina pintada en la cara.
Sven se levantó con ayuda de su báculo y de Olaff, recogió el taburete con sumo cuidado, se despidió de la familia del lechero, y marchó hacia el pueblo con el alcalde.
−Sven, ¿tenemos que seguir buscando? −preguntó Lavinia al anciano justo antes de que éste franqueara la puerta del establo.
−Realmente no es necesario, pero tampoco estaría de más que lo hicierais.
−Muy bien. Niños, a ordeñar −dijo Lavinia ignorando la segunda parte de la contestación−. Y tú, Klauss, ya estás cogiendo los cántaros y haciendo el reparto; que vas muy retrasado.
−Pero Lavinia…
−¡Klaaaaaus! −le cortó su esposa.
−Sí, mi amor −cedió el lechero ante la furiosa mirada de Lavinia.
−Sea como sea −añadió Sven desde fuera del establo−, que no se entere nadie de que llevamos el duende a la Casa del Pueblo. Ya por la noche, si es que nadie encuentra a otro duende, os avisaré para que vayáis todos.
−Nadie se enterará −sentenció Lavinia.
Sven y el alcalde salieron de la vaquería y se encaminaron por el corto sendero que unía ésta con lo que era el núcleo del pueblo. Los dos iban con la vista fija en aquel pequeño y maravilloso ser que aún dormitaba a pesar de las ataduras que mantenían sus miembros tensos y como aspas de molino.
−¿Por qué nadie se puede enterar hasta por la noche? −rompió Olaff el ensimismamiento de ambos.
−No, no, ¡por favor! Contigo ya tengo suficiente para entorpecer el examen que le quiero hacer a la criatura. Déjalos que se entretengan hasta la noche, que ya se les avisará para que vean lo que tienen que ver.
Al llegar al pueblo se encontraron las calles tan solitarias como sólo la noche cerrada las solía ver. Lo único que rompía la quietud eran los sonidos que salían de las casas, síntoma de la actividad febril que en ellas se desarrollaba: ruidos de muebles que eran arrastrados con más fuerza que maña; de hombres que se quejaban de la torpeza del que acababa de dejarles caer algo pesado sobre el pie; de mujeres que maldecían al maltratador de su vajilla; chillidos de pequeños diablillos que exasperaban los nervios de sus progenitores tomándose la búsqueda como un juego más.
−Estupendo −dijo el anciano, más bien para sí mismo, ante aquel panorama−, así nadie verá lo que traemos.
Cuando llegaron a la casa del pueblo, atravesaron la amplia sala de reuniones sin detenerse, hasta llegar al pequeño cuarto en el que dormía el alcalde. Una vez allí dentro, el anciano dio tregua a sus acalambrados brazos soltando el taburete sobre la cama, lentamente.
−Cierra la puerta, Olaff. Bien −prosiguió Sven después de que el alcalde cumpliera con lo pedido−, y ahora vas a tener que hacerme un favor mientras yo me quedo aquí con el duende.
−Dime, Sven.
−Ésta, Olaff, es la llave de la torre −dijo el anciano sacando de su bolsillo una llave de bronce de tamaño más que respetable−. Quiero que vayas allí, subas a lo más alto, donde tengo el observatorio, cojas la lente de aumento, papel, una pluma y tinta de la mesa de trabajo, y me lo traigas todo. Ah, y un libro que hay por allí, grueso, encuadernado en piel marrón, y con la palabra “Maravillas” grabada en la portada.
−De acuerdo. −Olaff tomó la llave y se marchó de allí, dejando al anciano solo con el duende.
Una vez más, Sven estuvo mirando al pequeño ser hasta el ensimismamiento. La verdad es que parecía ejercer una cierta influencia sobre todo aquél que posaba sus ojos en él, como un halo embriagador que inmovilizaba el entendimiento; pero en el caso del anciano había algo más detrás de aquella fijeza. Sí, porque el viejo Sven tenía entre manos una obra muy importante para él, un catálogo de toda la sabiduría atesorada durante su larga vida, que evitara la pérdida de esos valiosos conocimientos y también, de una manera algo autocomplaciente, de su recuerdo. Y claro está, aquel maravilloso ejemplar luciría como un hermoso trofeo discreta pero oportunamente situado entre otros objetos de estudio, si no igualmente vistosos, sí igual de importantes y necesarios.
Después de una hora cuyos minutos volaron como segundos para aquel anciano bajo la influencia del duende, Olaff irrumpió en la pequeña habitación precedido de un insuficiente “Ya estoy aquí”, soltó sobre la cama los objetos que Sven le había pedido, y se sentó finalmente, presto a compartir una sesión de investigación científica con el eminente sabio.
Sven dispuso el material de una manera ordenada, y abrió el libro por la página indicada por una fina tira de terciopelo rojo que sobresalía de entre las hojas. Así, con la lupa en una mano y la pluma en la otra, fue confirmando datos, anotando, y añadiendo de paso otros pequeños detalles, a su parecer importantes. También hizo algunos bocetos de aquello que le pareció más singular, y culminó su examen preliminar con el postulado de una serie de hipótesis cuya experimentación pensaba desarrollar a la caída de la noche.
Olaff, entretanto, interrumpió media docena de veces al anciano, la mitad de las cuales fue contestado con profusión de datos, y la otra mitad con hosquedad y pocas palabras. Pero no por ello abandonó la sonrisa su cara en ningún momento, e incluso compartió parte de la satisfacción empírica de Sven cuando éste cerró el libro, ordenó sus notas, y cubrió al duende con un mantel que había por allí, dando así por finalizada la investigación.
−Bueno, ya sólo queda esperar −dijo el anciano sentándose en la silla que hacía pareja con la que ocupaba el alcalde.
−Supongo que sí.
−Olaff, llevo desde esta mañana sin llevarme nada a la boca. ¿No tendrás tú algo por ahí para comer?
−Por supuesto, Sven.
El alcalde sacó algunas viandas y las distribuyó sobre la mesa que, junto con las dos sillas, los dos grandes arcones y la cama, formaban la espartana decoración del cuarto. Puso algo de queso, pan, tocino salado, vino y requesón; suficiente como para mantener a dos hombres entretenidos por varias horas entre el pausado refrigerio y la animada charla de sobremesa.
Sería más o menos la hora del crepúsculo cuando Sven, que, debido a que veía próxima la caída de la noche, ya llevaba un rato pendiente de la sábana que cubría al duende, creyó oír un ruido proveniente de debajo de la tela. Hizo una señal con la mano para callar a su interlocutor en uso de la palabra, y se acercó para echar un vistazo.
−Ya es la hora, Olaff. Avisa a todos los del pueblo para que vengan lo antes posible. Diles que ya no tienen que buscar más −dijo el anciano seriamente después de haber mirado bajo el mantel−. Que esperen todos en la sala de reuniones.
−Ahora mismo.
El alcalde salió disparado de allí y fue propagando la noticia a toda la velocidad que sus piernas le permitían. Aporreó puertas, se cayó un par de veces, y fue repitiendo una y otra vez el mismo mensaje a voz en grito: “Ya tenemos al duende, dejad de buscar. Idos todos a la sala de reuniones; cuanto antes.”
Poco a poco, todas las calles de la aldea se fueron convirtiendo en pequeños riachuelos de personas que indefectiblemente confluían en la casa del pueblo. Todos iban llenos de curiosidad, necesitados de alguna novedad, un respiro después de un largo día de revisar lo ya revisado para volver a revisarlo después, no fuera a ser que por mala suerte, escapara de la inspección justo lo que no podía escapar.
La casa del pueblo apenas tardó media hora en estar llena de gente, todos apelotonados pero estrictamente ordenados en filas según una jerarquía tácita conocida por cada uno de los presentes. El ambiente rebosaba cuchicheos y especulaciones, y arreciaban las preguntas sobre el alcalde, el cual se limitaba a apelar a la paciencia mientras mantenía la calma entre la concurrencia y colocaba una mesa en el centro de la amplia habitación; todo según las indicaciones del viejo Sven.
Por fin se abrió la puerta de la habitación del alcalde, dando paso primero a un denso silencio de expectación que se apoderó de toda la sala, y después al anciano, el cual, con gesto serio y movimientos pausados, se dirigió hacia el centro de la estancia portando en sus manos un bulto tapado con un viejo mantel de cuadros, y de cuyo interior salían unos agudos gritos que a más de uno le pusieron los vellos de punta.
Sven llegó hasta la mesa, depositó sobre ella el bulto que cargaba, y después, sin previo aviso, retiró de un tirón la tela que cubría al duende, dejando al descubierto a una pequeña figura que se debatía furiosa entre chillidos. Los que estaban en las primeras filas exclamaron sorprendidos por la visión del ser, mientras que los de las filas posteriores lo hicieron más bien por acto reflejo ante las muestras de asombro de sus vecinos.
−Aquí tenéis al pequeño ladronzuelo que ha estado robando a nuestro vecino Klauss y quizá también a algún otro miembro de su familia.
De nuevo se hizo el silencio, pero cuando la creciente indignación fue sustituyendo al asombro inicial, el murmullo general se fue reavivando hasta convertirse casi en un pequeño tumulto.
―¡Quemadlo! ―dijo uno desde la primera fila.
―¡Cocedlo a fuego lento! ―gritó otro situado más atrás.
−¡Espachurradlo contra el suelo! −se sumó un tercer exaltado.
―¡NOOOOOOOOOO! ―los acalló el anciano a todos―. No podemos hacer eso. Primero porque ya nunca se recuperarían las palabras robadas; y segundo, y más importante, porque cualquiera que tenga la osadía de matar un duende puede estar seguro de que ya jamás lo dejarán tranquilo sus hermanos, se vengarán haciéndole la vida imposible. Pero no os preocupéis, yo sé cómo hacer que devuelva lo robado y se marche para siempre. Traedme una pluma de ganso ―dijo mirando al duende con gesto malicioso. Éste, a su vez, se revolvió furioso, echando espumarajos por la boca, mascullando maldiciones, enseñando una enorme dentadura en sierra que nadie hubiera podido imaginar que cupiera en esa pequeña boca, y estirando el cuello exageradamente para intentar morder las cuerdas que inmovilizaban sus extremidades.
―Aquí está la pluma ―dijo el alcalde al tiempo que se la arrebataba de las manos al vecino que la traía y se la ofrecía a Sven.
―Muy bien ―dijo Sven tomándola―. Si hay algo que no soporten estos seres ―volvió a dirigirse a todos―, eso son las cosquillas, en especial las producidas por el paso de una pluma de ganso por sus barrigas; es algo superior a sus fuerzas. ¿Verdad, pequeño? ―volvió a mirar al duende con semblante malintencionado―. Pero eso no sería suficiente para conseguir gran cosa, creedme que no, si no fuera porque estos pequeños miserables tienen que respetar cierto juramento cuya fórmula, tan simple como secreta, conozco gracias a uno de los volúmenes de mi biblioteca. Sí, y con eso podemos conseguir de este renacuajo información sobre cualquier otro de los suyos que tengamos instalado en el pueblo, que se vaya y, esto es lo más importante, que no regrese nunca jamás; y todo sin hacerle un solo rasguño.
Todos se congratularon por la sabiduría y la gran cantidad de recursos, que si bien no comprendían, sí intuían en las palabras y el tono de voz del sabio; y se sentían tan orgullosos como seguros por tan importante vecindad.
−Voy a comenzar, pequeño sinvergüenza, dándote una oportunidad para que colabores conmigo sin tener que usar la pluma. ¿La aceptas? −El duende lanzó una dentellada al aire en señal de desafío−. Tú lo has querido −sentenció Sven.
En cuanto la pluma, manipulada maliciosamente por el anciano, tocó la piel del pequeño ser, éste empezó a debatirse preso de violentas convulsiones y con la cara desencajada, al tiempo que se le escapaba todo el aire de sus pequeños pulmones en forma de unas angustiosas y chirriantes carcajadas que se clavaron en los oídos de los presentes.
−¿Te sientes ahora más dispuesto a colaborar, pequeñín? ¿Vas a decirme lo que quiero? −dijo Sven sin parar el plumífero hostigamiento.
−¡Déjame! −oyeron por primera vez la rasposa voz del duende.
El sabio prosiguió con la tortura meticulosamente, parando algunas veces el movimiento de la pluma para después volver a él justo antes de que el duende hubiera terminado de coger aire.
−¿Qué quieres saber? −consiguió articular el duende cuando ya no pudo resistir más.
−Eso está mejor −detuvo Sven su mano−. Bien, de momento dime si hay en este pueblo algún otro pequeño miserable además de ti, alguno que no hayamos conseguido encontrar.
−No, no hay ningún otro de los míos por aquí −susurró el duende a medio resuello.
−¿Seguro?
−Seguro.
−Bueno, un problema menos. Y ahora, rata ladronzuela, si yo te digo que te marches de aquí para no volver nunca más, que no queremos volverte a ver el pelo por aquí en todo lo que resta de tu miserable vida, ¿me harás caso y te marcharás?
−Sí, sí. Haré lo que tú digas.
−¿Ves que fácil ha sido todo, pequeño? −Culminó Sven con gesto complacido y un cierto brillo de maldad en su mirada−. Pero aún queda un detalle final, y es que ahora vas a tener que prometer todo lo anterior en nombre del Santo Roble Milenario. −Los ojos del duende se abrieron como pequeños platos al oír estas palabras, y la cara se le arrugó en un rictus entre asustado y pleno de ira.
−¡Nunca! −dijo el ser desgarrando las palabras con los dientes.
−Con que esas tenemos, ¿no?
Sven volvió a darle una buena ración de cosquillas al duende. Esta vez no se limitó a la barriga, sino que también paseó la pluma de ganso por las axilas y los pies del ser, y éste, que al principio escupía noes entre aquellas agónicas carcajadas, terminó por implorar piedad y aceptar las peticiones del viejo.
―Muy bien −dijo el sabio dándole descanso a la pluma−. Vamos a comenzar, y lo primero es que prometas por el Santo Roble Milenario que no hay en este pueblo ni en las cercanías ninguno de los tuyos además de ti.
―Prometo por el Santo Roble Milenario que no hay en este pueblo ni en las cercanías ninguno de los míos además de mí ―masculló el duende con una voz áspera como el rascar de la gubia en la madera, y dando tirones a las cuerdas en un inútil intento por librarse de sus ataduras.
―Bien ―prosiguió Sven―, ahora promete por el Santo Roble Milenario que devolverás todas las palabras que has robado y que después te marcharás de aquí para no volver nunca más.
―Prometo por el Santo Roble Milenario que devolveré todas las palabras que he robado y que después me marcharé de aquí para no volver nunca más.
Sven se quedó unos instantes meditando pero sin apartar la vista del duende. Estaba analizando lo dicho, examinado la promesa que le había obligado a recitar por si había algún tipo de ambigüedad, algún sitio por el que, dándole la vuelta a una palabra, el duende pudiera escapar a su promesa. Pero no lo encontró, quizá porque no lo había, o quizá porque llevaba un día demasiado ajetreado y su cansada mente no daba para más.
―Está bien ―continuó el anciano―. Ahora te voy a desatar, y después devolverás las palabras y te marcharás como has prometido.
―Sí ―dijo el duende ya mucho más calmado.
Sven desató los cuatro cordeles que inmovilizaban las extremidades del ser y éste se levantó de un salto. Se puso a mirar a los que lo rodeaban con desprecio, pero de pronto su cara se congestionó, empezó a tener como arcadas, y una bola tan grande como la mitad de su cabeza empezó a ascender por su garganta hinchándole el cuello de una manera espeluznante. Todos se impresionaron mucho con esto, y el duende parecía tener problemas, se estaba asfixiando.
―Botella ―terminó por regurgitar, más que decir, el duende.
El pequeño ser cayó de rodillas y así quedó durante un rato, tratando de recuperar el aire mientras mascullaba maldiciones y lanzaba alguna que otra mirada furiosa a los presentes. Pero una vez repuesto, comenzó de nuevo el proceso, empezando por la congestión, pasando por las arcadas y terminando con la bola. Y así una y otra vez, todas las que hicieron falta para devolver las muchas palabras que había robado: botella, cinco, tapón, hormiga, culebra, canasta, calostro, pezuña, pescozón…
―Ya está ―dijo el duende tras recuperarse del último esfuerzo.
―Bien, y ahora márchate y no vuelvas más ―le dijo Sven.
El pequeño ser se quedó un rato inmóvil, mirando fijamente al anciano y con una malévola sonrisa en sus rostro. Acto seguido se bajó de la mesa de un salto y se puso a correr a una velocidad que casi no les permitió ver cómo salía de la casa del pueblo y se perdía por aquellas calles bañadas por la luna.
―Se acabó todo ―dijo el anciano sonriendo por primera vez en todo ese día―, ya estamos libres de la plaga. Así que ahora volved todos a vuestras casas y ya mañana retomaréis vuestras tareas habituales. Pero recordad siempre lo sucedido, por si alguna vez vuelve a pasar y no estoy yo aquí para solucionarlo.
Todos los que estaban en la casa del pueblo se pusieron muy contentos y se marcharon a sus hogares, comentando animadamente lo acontecido aquella jornada. Sin duda había sido un día muy especial, de los pocos que se salían de la norma en aquella comunidad tan sencilla y apacible, así que tendrían motivo de charla para un mes o un año.
Cuando ya se habían marchado todos y sólo quedaban en la casa del pueblo Sven y el alcalde, este último aprovechó para lisonjear al anciano.
―Sven, eres el más sabio de los sabios. ¿Cómo puedes saber tanto?
―Hijo ―contestó Sven posándole la mano en el hombro y llevándolo hacia la puerta―, es el estudio, el esfuerzo de toda una vida de aprendizaje lo que lleva a un hombre a la sabiduría; y esto te lo dice el viejo Yo, que ha recorrido el mundo entero de punta a punta en busca de la sabiduría y que, tras encontrarla, la ha atesorado con dedicación. Pero, quién sabe ―dijo mirando al alcalde con gesto divertido―, lo mismo algún día tú también llegas a la sabiduría.
―Sabes que no. Ni yo ni ningún otro del pueblo seremos nunca tan sabios como tú. ¿Qué haremos el día que nos faltes?
―A eso no te puedo responder, Olaff. Ya los cielos proveerán de modo que podáis arreglároslas sin mí. Pero hasta que llegue mi hora ―prosiguió en tono solemne―, hasta que ya no me queden fuerzas para despertar cada mañana, sabed que siempre tendréis al viejo Yo en su torre, dispuesto a ayudaros a afrontar cualquier problema. Buenas noches. ―Y dicho esto, el anciano partió hacia la torre de la que había salido la pasada mañana, caminando con el paso decidido y orgulloso del que se sabe cumplidor de su misión. Es más, si no fuera porque Olaff conocía más o menos la edad de Sven, hubiera apostado a que el hombre que se alejaba no pasaba de los sesenta años.
―Buenas noches ―alcanzó a decir el alcalde cuando perdió de vista la silueta del anciano.
Había algo bullendo en la cabeza de Olaff; algo había pasado durante la conversación y una parte de su mente intentaba alertarle de ello. Por desgracia, nunca sería suficiente con el rascado de cabeza que se estaba dando para rescatar esa idea antes de que se perdiera en los bosques del olvido. Así que aquel alcalde grandullón, algo simple pero bueno, se fue a su cama para esperar entre sueños a ese nuevo día que siempre promete el crepúsculo.
FIN
Ilustraciones de Macarena García Rodríguez
Originalmente publicado en Aurora Bitzine Nº62
0 comentarios:
Publicar un comentario