Dizque todos somos hijos de Dios, hechos
a su imagen y semejanza. Pero a poco que se me eche el ojo encima se viene en
conocimiento que debió andar distraído Nuestro Señor el día en que fui
concebido, pues aún hoy, ya en mi edad adulta, no más de vara y media levanta
del suelo mi cuerpo contrahecho, la una pierna gruesa, la otra magra y corta; chepa
alta, abundante, y vista tan menguada que apenas me da para andar a tientas por
el mundo.
Juntóse este mal jaez de
mi humanidad con la escasa hacienda de mi padre y la generosidad de mi madre, siempre
en estado de buena esperanza o de parto, de suerte que siendo yo el último de
una cuenta que ya llegaba a la docena, y dando ya las trazas de lo que en
creciendo llegaría a ser, ni cristiano nombre me quisieron dar aquellos dos.
Todo esto me lo contaron
corrido el tiempo, ya mudados los dientes, y también de cómo pasé de manos de
mi padre a las de un abate de San Benito que por cristiana caridad me cogió de
lactante y me soltó ya dando los primeros pasos y diciendo las primeras
palabras.
De allí salí a cobijo de
un ciego de esos que cantan las tablas en las plazas de las villas; oficio
pesaroso sin duda, mas no tanto como el de los zagales que los tienen por amos
y que les aguantan los bártulos, la mala bebida y el mal humor, pues es costumbre
de estos malos cristianos la de pagar sus cuitas con los pobres que les sirven.
Felice recuerdo el momento en el que
la justicia de Dios, en forma de carro sin carretero, se abalanzó sobre aquél
que seguir yo tenía, dando con su cuerpo en el suelo, su cabeza en la piedra y
su alma en el infierno.
Así que fui libre por fin,
sin nadie que me midiera las espaldas, asiduo de conventos y plazas de
mendicantes, de sopas de pobres y desechos de mercado. Después llegó el tiempo
en que empezaron a decirme que yo era bueno para dar regocijo a la gente, pues
acompañaba con una retahíla de cucamonas el antiguo oficio de poner la mano
ante la bolsa llena para sacar unos cuartos.
Y no debía ser mentira,
pues al poco fui llamado a la hacienda del Conde de Gernal, capitán del Rey y
señor de la villa. Cuando yo me vi por primera vez al cobijo de estos muros,
con la barriga llena de la comida del Conde y el cuerpo vestido de tafetán de
colores para alegrarle las fiestas, no diera yo un ardite ni por la mismísima
silla del Rey.
Pero el Malo siempre
anduvo metiendo la mano en mi vida, eso ahora lo sé. Y por eso yo acabé
sirviendo al Conde, y con él a su hijo, un angelito que de pequeño me molía a
palos y que ahora ya de mozo, jurado de la fe y devoto del Santo Oficio, me
tiene aquí atado de pies y manos, rodeado de leña y untado en afeites,
amenazándome con arrojar la tea que tiene en la mano para acabar con el demonio
que dice llevo dentro.
Llegada es la hora de dar
el último vale, y en este punto yo le ruego a Dios Nuestro Señor que se apiade
de mí, que haga como con aquel que dio su vida por todos nosotros y no alargue
mis postreros sufrimientos, que yo haré por divertirle en el cielo como a otros
dicen que divertí en la tierra. Amén.
Relato seleccionado para la antología Voces con Vida
2 comentarios:
Curioso, singular, extraño... Mola :)
Otro reto, aúnque de éste sólo recuerdo que debía salir un castillo, pero ninguna norma más...
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