Eata es la primera de las Entrevistas Imposibles, la historia de Antonio López Tirado, una momia moderna... |
Hay un vecino del populoso barrio de
la Macarena, en Sevilla, al que casi todo el mundo conoce. Su nombre es Antonio
López Tirado, pero por aquí todos le llaman Antonio
el Momias, o simplemente el Momia.
Antonio, pasados ya los setenta años, aún conserva un buen aspecto y un vigor
físico realmente envidiables para alguien de su edad. Hombre fornido y alto, de
cejas y barba tupidas, a juego con el laurel de canas que puebla sus sienes,
este ex alférez de la Legión, ex marino mercante, ex camarero, ex cocinero, ex
dueño de multitud de negocios y otros tantos oficios más, pasa la jubilación y
el, según sus propias palabras, “poco tiempo que le queda de vida”, tratando de
organizar lo que serán sus últimas exequias y enterramiento. Esto de por sí no
resultaría nada singular, siendo muy común entre personas mayores o cercanas a
la muerte el volcar la atención en este tipo de asuntos, si no fuera por la peculiar
forma en que pretende se efectúe la ceremonia.
Visitamos la casa de Antonio, previa
cita, un martes de enero, por la mañana temprano. La dirección que tenemos
corresponde a un viejo edificio cercano a la plaza del Pumarejo, cuya adusta y
estropeada fachada contrasta con el lustre y el aseo de las dos casas anejas,
recientemente rehabilitadas. Don Antonio nos recibe en mangas de camisa a pesar
de la estación, concretamente vestido con el uniforme completo de legionario y
mostrando sus medallas, sus tatuados antebrazos y la frondosidad de su pecho.
Tras un afectado “Buenos días. Antonio López, caballero legionario.”, el
propietario nos franquea la entrada a lo que sin duda es, más que un hogar, un
auténtico santuario. Desde el vestíbulo, extendiéndose por todas las estancias
que contemplamos en nuestro camino hacia el despacho del fondo, una abigarrada
ornamentación, mezcla de motivos egipcios, hindúes, grecorromanos y otras
tantas influencias, satura cada rincón de la vivienda y casi produce lo que
podría ser una variante chabacana del Síndrome de Stendahl. Aquí y allá, como
repartidas a modo de guindas entre el exuberante collage artístico, destacan
unas vitrinas rústicamente iluminadas en las que se conservan restos
momificados de animales y en algunos casos incluso de personas. También hay
multitud de fotos colgadas de las paredes, varias de ellas de aspecto muy
antiguo y sin duda cargadas de recuerdos. Sin embargo, no es hasta llegados al
despacho cuando tenemos la oportunidad de contemplar lo que son las verdaderas joyas
de esta curiosa colección. Repartidas por las cuatro esquinas de la sala, tan
profusa y heterogéneamente decorada como el resto de la casa, hay tres momias
humanas de cuerpo completo y un busto momificado. Otro importante elemento de
la estancia, además de la mesa de despacho completamente equipada y con sus
archivadores correspondientes, son unas estanterías copadas con una más que
respetable colección bibliográfica dedicada a todo lo referente a momias y
civilizaciones practicantes de este tipo de rituales funerarios.
Una vez acomodados y dispuestos, sin
más preámbulos, atendiendo a la expresa petición de don Antonio, entramos de
lleno en la proyectada entrevista.
Para
empezar, don Antonio, nos gustaría que hiciera una presentación personal de
usted mismo.
Bueno, yo me llamo Antonio López
Tirado, tengo setenta y seis años y soy pensionista hace más de diez. Vivo
desde que me jubilé en esta casa que ustedes ven, en compañía de mis pequeñas
(dice con una tierna sonrisa en la cara y mirando a las cuatro momias de las
esquinas) y… bueno, de mis recuerdos. Soy una persona sencilla, aunque tenga
una vida interior, unas inquietudes y unos intereses, que supongo no resultan
del todo normales para la gente en general pero que a mí, personalmente, me
hacen feliz. Además, me gusta pensar que soy visto como alguien que no se mete
con nadie, que respeta a los demás y que se da a cualquiera que lo necesite; en
fin, que soy lo que se dice buena gente.
Aparte de a los quehaceres diarios de
toda persona normal de mi edad y el mantenimiento de esto (abre los brazos
señalando a lo que nos rodea), dedico mi tiempo a preparar lo que será mi
ritual funerario, algo que por cierto está costando lo suyo debido a que la
gente es muy cerrada para todo lo que se sale de sus esquemas comunes, amén de
una burocracia que parece establecida simplemente para cerrar puertas en lugar
de ordenar las cosas. También me gusta alternar, en la medida de lo posible,
con los viejos amigos que aún siguen con vida, y mantener el contacto con las
muchas personas de todas partes del mundo a las que conozco.
Sabemos,
don Antonio, que es usted una persona que ha vivido la vida intensamente: ha viajado
mucho, ha tenido infinidad de ocupaciones en diversas partes del mundo, ha
conocido a una gran cantidad personas de todas las nacionalidades, y en general
ha pasado por multitud de experiencias. ¿Qué podría contarnos usted de su
pasado?
Mi pasado, dice usted. Muchos libros
se podrían escribir con todo lo que yo he hecho y pasado en esta vida (se
arrellana en su sillón, complacido por la pregunta), pero trataré de resumirlo
todo lo que pueda. Yo nací en el seno de una familia pobre, muy pobre. Le digo,
y esto sin exagerar, que yo he vivido debajo de un puente; como lo oye. Éramos
cinco personas: mi madre, mis dos hermanos mayores, mi hermana pequeña y yo. Mi
padre había muerto siendo yo muy pequeño, y la situación en la que quedó mi
madre, embarazada por entonces y con tres hijos a su cargo, no se la deseo yo a
nadie en este mundo. Teníamos tanta hambre que los perros vagabundos, en lugar
de acercarse a nosotros en busca de comida, nos rehuían como a la peste, no
fuera a ser que nos los comiéramos a ellos (se ríe). Por suerte, eso que dicen
de que el hambre agudiza el ingenio debe ser cierto, porque en cuanto tuvimos
uso de razón, tanto mis hermanos como yo, nos convertimos en auténticos maestros
en lo que a buscarse las habichuelas se refiere. Repartíamos hielo, cargábamos
carbón, limpiábamos zapatos, vendíamos papeletas de lotería, almohadillas en la
Maestanza o viseras en los campos de fútbol, recogíamos chatarra, cazábamos
todo bicho viviente en muchas partes de la ciudad que antes eran campo, y un
largo etcétera. Y sobre todo éramos una piña, porque allí si comía uno comíamos
todos, y si uno no comía, no comía nadie.
Después, cuando ya por fin conseguimos
establecer a mi madre y a mi hermana de una manera más o menos digna, cada uno
de los tres hermanos intentó tomar su camino en la vida. Yo, que quizá era, por
así decirlo, el más inquieto, el más curioso de los tres, decidí que lo que por
aquí había por ver ya lo tenía visto y que necesitaba nuevos aires. Me planteé
en un principio llegar a Francia, a París. Me hacía ilusión, no sé por qué y,
aunque no tuviera medios para hacerlo, voluntad sí que tenía, y como yo siempre
he pensado que con voluntad se consigue lo que uno quiera en esta vida, así me
eché al camino. Eché muchas peonadas en los campos de Extremadura, hice de todo
en Madrid, incluso de palmero en un tablao flamenco. También trabajé en los
altos hornos de Bilbao, donde conocí a un francés que me enseñó a chapurrear un
poco el idioma y me dio muchos consejos para cuando por fin pudiera llegar a su
país. Ya entrar en Francia costó un poco más, por las circunstancias políticas,
ya se sabe, pero como allí hacía falta gente que supiera fajarse en los campos
al fin pude pasar la frontera con motivo de la vendimia. Trabajé también de
albañil, de jardinero en una mansión de una gente de posibles, de guarda de un
cementerio, incluso, y al final llegué a París para hacer moldes de escayola en
el taller de un compatriota que había conocido por casualidad.
Allí pasé algo menos de un año,
empapándome de lo que es París y trabajando mucho, como siempre a lo largo de
toda mi vida. Lo que pasa es que yo soy, como se dice, culo de mal asiento, y
en cuanto me surgió la oportunidad me lié la manta a la cabeza y me marché a
Bélgica, para entrar en una empresa de importación y exportación de quesos,
vinos y otros productos. También me gustó Bélgica, precioso país, sobre todo
por sus gentes. Aún conservo, a pesar del largo tiempo pasado, muy buenas amistades
en aquel lugar.
De Bélgica pasé a Alemania, para
trabajar en una cadena de montaje de automóviles, y después de maquinaria
industrial. Toda una experiencia mi vida en Alemania, donde disfruté mucho. De
allí lo que más me gustaron (sonríe con picardía) son las mujeres, esas
mujerazas altas y rubias, de cuerpos rotundos y grandes pechos. Vaya, incluso
estuve a punto de casarme con una alemana, aunque al final no lo hice porque yo
sabía que, como en todas partes, tampoco allí duraría demasiado, y no quería
cortarme las alas por una mujer, fuera ésta lo hermosa que fuese.
Pasado el tiempo di con mis huesos en
Holanda, un sitio muy bonito, y de allí, por circunstancias, pasé a Inglaterra.
De Inglaterra conocí Londres, Manchester y Liverpool, lo que me brindó la
oportunidad de ser uno de los pocos españoles que vio a los jóvenes Beatles
tocando en La Caverna.
Allí también hice de todo, desde trabajar en una destilería,
pasando por ser camarero y, por último, conocer a un armador español gracias al
cual pude enrolarme como cocinero al principio, y como simple marino después,
en un navío que hacía la ruta de oriente. Gracias a eso conocí, entre muchos
otros lugares, China, Japón, Corea, la parte oriental de la antigua U.R.S.S., y
sobre todo la India
y Egipto, lugares y gentes que me marcaron profundamente. Por desgracia por
aquella época murió mi madre, que en paz descanse, y sentí que era el momento
de volver a casa para estar con los míos, aunque fuera temporalmente.
Ya de vuelta, con montones de ideas en
la cabeza que me habían cambiando profundamente, traté de adaptarme lo mejor
posible. Monté varios negocios con el dinero que traía de mis viajes, unos
junto a mis hermanos, y otros por mi cuenta. Algunos salieron bien, y otros no
tanto, pero yo ya era una persona distinta, muy distinta a la que se marchó
años atrás, y además seguía teniendo ese gusanillo dentro que no me permitía
establecerme en ningún sitio por mucho tiempo y que me impulsaba a conocer
cosas nuevas. Fue por eso que, a pesar de que ya tenía cierta edad y por
mediación de algunos contactos, acabé alistándome en la Legión; principalmente
por probarme a mí mismo.
La Legión fue el último gran cambio de
mi vida. Allí aprendí montones de cosas, sobre todo de mi propia persona, e
hice grandes amigos. Me gusta pensar que en general fui muy apreciado allí,
tanto por mis superiores como por mis subordinados, cuando los tuve, y que aún
sigue vivo mi recuerdo entre los compañeros que todavía siguen en activo.
Cuando por fin me licencié volví aquí
a Sevilla, a vivir en esta casa y, tras montar un par de negocios que no fueron
nada mal, al final recogí ganancias y me retiré ya definitivamente para
dedicarme por entero a las pasiones que mi visitas a la India y a Egipto habían
despertado en mí. Y así hasta el día de hoy.
Ahora
nos gustaría que nos hablara de esa vida interior, esas creencias cuyo origen
hemos podido entrever en el relato de sus viajes, que hacen de usted una
persona especial para el común de sus convecinos.
Bueno, especial es una bonita forma de decirlo; la gente normalmente lo
llama raro, cuando no cosas peores (se ríe). Pero no es algo que me moleste. Yo
viví en la España
católica apostólica y romana de Franco, y entonces sí que había que andarse con
cuidado para no toparse con la Iglesia. Hoy
en día uno puede ser casi lo que quiera y exponerlo abiertamente si le apetece
sin temor a que, más allá de tener que soportar las burlas de los más
incrédulos y graciosillos, le puedan hacer algo. En mi caso particular, además
de que las raíces de mis creencias vienen de lejos y no son muy conocidas por
estas latitudes, yo siempre he sido una persona básicamente autodidacta, y en
el caso de la religión se podría decir que tengo un credo propio mezcla de
cosas que he ido aprendiendo aquí y allá y que me han parecido bien por una u
otra razón.
Básicamente yo creo en el karma y en
el ciclo de reencarnaciones o samsara, en el renacimiento una vez este cuerpo
que ahora habito haya desaparecido y en la importancia de mis actos durante
esta vida a la hora de decidir en qué me reencarnaré, todo ello orientado hacia
la liberación final y la unión con lo divino. Esto es a grandes rasgos lo que
descubrí en la India,
y a ello, de manera totalmente personal, habría que añadir la creencia de que
no sólo existe un débito kármico para con las vidas futuras y la liberación
final, sino también con respecto a las vidas pasadas, cosas que hicimos o no
hicimos en anteriores existencias y que nos atan a este mundo a menos que hagamos
algo de manera directa y particular. Es decir, suponiendo que yo, en una vida
anterior, hubiera sido por ejemplo el profanador de algún lugar sagrado, no
bastaría con mis buenas acciones actuales para borrar la falta, sino que
tendría que hacer algo específicamente dirigido a borrar esa falta concreta.
Evidentemente sería imposible en una sola vida subsanar la multitud de actos de
este tipo que hayamos podido hacer en la infinidad de existencias que nos
preceden, incluso sería imposible tener conocimiento de todas ellas, pero sí
que creo que el karma, a través de visiones, regresiones o lo que sea, nos
puede avisar de aquello que, en esta existencia actual, podemos enmendar de
alguna reencarnación anterior (calla por un momento, mirándome fijamente y sin
perder la sonrisa).
Supongo que ahora se preguntará qué
tiene que ver todo esto de la transmigración de las almas con la momificación,
¿verdad? Bueno, es aquí donde entra a colación mi experiencia en Egipto, ese
maravilloso país lleno de misterios y que arrastra tras de sí un pasado milenario
y fascinante. Yo he estado allí en varias ocasiones, algunas por mi trabajo como
marino mercante y otras como fruto de viajes que hice de manera totalmente
personal. Realmente se puede decir que estoy enamorado de aquel lugar, de su
historia y de los magníficos vestigios que de ella quedan. La primera vez que
pisé aquella maravillosa tierra fue a finales de 1967, poco después de la
famosa guerra de los seis días. En un principio no teníamos previsto hacer
escala en la zona, pero como es de todos sabido, el Canal de Suez, que formaba
parte de nuestra ruta hacia oriente, quedó cerrado al tráfico internacional
tras la guerra. Por eso, mientras el patrón se buscaba la manera de que nos
permitieran pasar para seguir nuestro camino, tuvimos que hacer parada allí
durante cerca de un mes. La situación desde luego no era la más propicia para
hacer un viaje de turismo, pero la verdad es que nos las arreglamos muy bien
para visitar muchos de los grandes monumentos de la antigüedad que allí se
conservan y experimentar el misterio y la fascinación que producen.
Fue en aquellas circunstancias,
durante la tercera semana de nuestra estancia allí, tras visitar Saqqara,
cuando tuve mi primera visión. Yo comprendo que esto suena a fantasía, a locura
incluso, pero para mí aquello fue algo muy real, y me marcó tan profundamente que
me hizo plantearme una serie de cuestiones personales, vitales, para las que
creo encontré respuesta durante mi visita a la India, la toma de contacto con el hinduismo, y la
adopción de los planteamientos religiosos antes mencionados. En aquella primera
visión me vi como integrante de la corte del faraón, cómo conspiraba contra él
y urdía su muerte, para después usurpar el trono y convertirme en su sucesor.
Después fui testigo de mi reinado, corto y convulso, y de mi muerte a manos de
los servidores del hijo de aquel al que maté. En los días siguientes tuve otras
dos visiones relacionadas con lo mismo, aunque más centradas en el fin de
aquella existencia mía. Por supuesto en este relato hay muchos detalles que
sólo después, cuando investigué personalmente el asunto a través de la
historiografía del antiguo Egipto, pude comprender realmente, porque en su
momento aquello sólo fueron imágenes particularmente vívidas pero
incomprensibles para mí por una falta de conocimiento del contexto histórico.
A día de hoy, y tras una profunda
investigación, creo poder afirmar que soy la reencarnación de Userkara, un
faraón de la sexta dinastía que accedió al trono usurpándoselo a Teti y que al
final fue derrocado por el hijo de éste, Pepy I. Y fue ahí donde se fraguó ese
débito kármico que en esta vida, a través de esas visiones, entiendo que se me
ha encomendado subsanar. Porque Userkara, al haber sido el asesino y usurpador
del trono de Teti, fue condenado por el hijo de éste a una de las peores penas
que en aquella época se le podían infligir a una persona de la nobleza, y es
que se le negó la posibilidad de la vida eterna, ya que sus restos, en lugar de
ser embalsamados, fueron entregados a las bestias para que los devoraran. Por
eso yo ahora me considero en la obligación de practicar sobre mis restos los
ritos funerarios que no se practicaron sobre los restos de Userkara.
Sabiendo
esto, don Antonio, ¿cuáles son las disposiciones concretas que usted tiene para
lo que será su enterramiento?
Ésa, ésa es la cuestión importante (se
incorpora en su sillón, juntando las manos para dar énfasis a su discurso). Yo
lo único que quiero es algo muy simple, al menos según mi punto de vista: me
gustaría que una vez muerto, y por supuesto corriendo yo con todos los gastos
que ello pueda generar, se me permita embalsamar mi cadáver según las técnicas
actuales a las que pueda acceder, y que esos restos puedan quedarse en esta
casa en compañía de mis niñas (señala a las momias de las esquinas con un
rictus de ternura en su semblante).
Creo que no es demasiado lo que pido,
e incluso entiendo que este pequeño santuario que con tanto esfuerzo he creado
a lo largo de los años bien podría servir como museo público para todas aquellas
personas con curiosidad que se quieran beneficiar del caudal arqueológico, de
conocimientos y arte, que he podido atesorar a lo largo de mi vida.
Dígame (se enerva por momentos),
dígame usted si acaso es demasiado lo que pido para que desde las instituciones,
llevados por una cerrazón y una falta de amplitud de miras que me parece
inconcebible en personas que ostentan los más altos cargos de las mismas, se me
estén poniendo toda clase de trabas y cortapisas para evitar que un pobre
anciano como yo, que creo que con razón puedo jactarme de ser una persona de
buena voluntad, entregada a sus semejantes en la medida de mis posibilidades y
que nunca ha hecho daño a nadie, pueda descansar tranquilo sabiendo que tras su
muerte se podrá cumplir su último deseo. Que es una manía, me dicen, una
excentricidad, un capricho estúpido de un viejo que chochea y no sabe lo que
hace. Se niegan a escuchar mis razones, sin intentar comprender que lo que para
ellos es una simple rareza para mí es una creencia profunda que ha marcado toda
mi vida desde que desperté a ella.
Y aún más, porque ahora me están
pinchando con mis pequeñas, me las quieren quitar (dice con lágrimas en los
ojos), arguyendo una serie de pruritos legales y pasando por encima de las
autorizaciones que en su momento, a través de ciertos contactos que yo tenía,
conseguí para traerlas e instalarlas aquí.
Ésa es la fuente de mis desvelos, la
batalla desigual que tengo que librar con el poder establecido y que ocupa gran
parte de mi tiempo desde hace ya años. Y ahora espero que a través de esta
entrevista llegue a conocimiento de la opinión pública esta situación que a mí
se me hace tan intolerable.
Ya
para terminar nos gustaría que especificara qué problemas concretos está
teniendo usted para llevar a cabo sus deseos.
Bueno, mis problemas son
principalmente cuatro, todos relacionados con el ámbito de actuación de la
llamada Policía Sanitaria Mortuoria y la Jefatura Provincial
de Salud:
El primero es que no se me concede la
autorización necesaria para que mis restos, una vez momificados, sean
considerados de interés para la enseñanza y puedan ser expuestos aquí con ese
fin, porque dicen que no existe un interés público en lo que yo tenga para
mostrar.
El segundo problema se refiere a lo
que será el propio embalsamamiento de mi cadáver, no dejándome que éste sea
sometido a un proceso de taxidermia, el que yo considero idóneo para los fines
que busco, remitiéndome a otros procesos menos efectivos como la
radioionización o el embalsamamiento común, que por supuesto no satisfacen mis
necesidades.
Después también me ponen problemas con
la urna de exposición en la que a mí me gustaría que descansaran mis restos,
obligándome a utilizar un féretro común y rechazando los varios proyectos de
féretro de exposición que he presentado y cuyo mero diseño me ha costado mis
buenos euros.
Y por último, ya que quiero que mis
restos descansen en esta casa, me obligan a la habilitación de la misma como
cementerio, algo que también me está suponiendo muchos quebraderos de cabeza y un
considerable gasto de dinero para que después me rechacen los proyectos uno
tras otro yo creo que sin mirarlos siquiera.
Esos son, a grandes rasgos, los
problemas que estas instituciones sordas y ciegas le están plantando a un pobre
jubilado como yo.
Gracias,
don Antonio, por habernos concedido esta entrevista.
No, las gracias se las doy yo a
ustedes por haberme dado la oportunidad de expresarme y compartir mis
sentimientos e inquietudes, algo que otros me niegan sistemáticamente.
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Caniho” press
Publicado originalmente en "La Biblioteca Fosca Nº0: La Momia"
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