Recibió la llamada al alba, apenas
clareado el cielo por la inminente llegada del sol, y al otro lado del hilo
telefónico la voz del científico sonaba una vez más triunfante. Lo citaba para
una hora después en una playa cercana, y el poeta, obligado por la sangre a
continuar con aquella batalla que siempre estuvo perdida, confirmó la cita.
El
espectáculo sobre la arena era sobrecogedor: cientos, miles de personas se
congregaban alrededor de aquella inmensa mole de carne varada en la costa.
Aquel ser, una especie de octópodo de dimensiones imposibles, se secaba al sol
bajo el vuelo de una multitud de gaviotas que lanzaban al aire sus gritos de
felicidad y regocijo ante la perspectiva del pantagruélico banquete de carroña
que se les ofrecía. A su lado, el científico contenía una carcajada de plena
satisfacción. Poco a poco, con la frialdad del cirujano que eviscera el cadáver
de un donante, fue desgranando una serie de datos científicos y técnicos que
convertían al Kraken, a ese hijo pródigo de la fantasía y la irrealidad, en una
simple especie más, en un nombre de raíces latinas que pronto pasaría a formar
parte del largo glosario de realidades posibles y catalogadas, de certezas
científicas incuestionables.
–Ya
te demostré que las estrellas no son ángeles, ni el sol un carro de fuego; que
el amor no es nada más que una mera reacción química, y el Kraken una especie
abisal que surge de las profundidades sólo cuando ya no es más que un montón de
carroña. ¿Sobre qué escribirás cuando el último de tus mitos sea sacado a la
luz y desarmado por las herramientas de la ciencia?
El
poeta quedó un instante en silencio, aplastado por aquellas palabras y la
verdad que tras ellas se escondía.
–Ese
día, si llega –dijo al fin–, escribiré una elegía por el científico al que ya
no le quedan misterios que investigar.
Publicado originalmente en "La Biblioteca Fosca Nº1: El Kraken"
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