Agosto rondaba ya sus idus, y aquel
feroz verano estiraba el rojo de los termómetros tratando de estampar su firma
en el cuadro de honor de los estíos más tórridos de la historia. En medio del
bochorno la calle Cuzco se alargaba frente a Pedro, orillada por sendas filas
de añejos edificios y otras construcciones más recientes que apuntalaban con
cariño los flancos de sus mayores. El adoquinado le devolvía el sonido de sus
pasos en forma de recuerdos que creía haber perdido, y el peso de la nostalgia
se hizo sentir en su corazón.
Al pasar junto al número
doce creyó ver su cara de niño reflejada en el escaparate de la juguetería del
viejo Faustino, embelesado el gesto por aquella flamante bicicleta que ningún
chiquillo de la calle llegó a montar jamás, pues aquel era un lugar de pelotas
de trapo, chapas, combas y tejos, escondites y pollito inglés, piola y pásala.
Reconoció una mancha bajo
el quicio del veintisiete, un plano montón de lágrimas que había dejado allí en
señal de duelo por el tierno amor de Rosita que nunca logró conquistar, y que
ella se encargó extirpar totalmente a golpe de desprecio.
El número treinta y tres
consiguió arrancarle una sonrisa, como aquellas que solía dedicarle a su mejor
amigo, Sancho, el niño con más donaire de todos los que practicaban el noble
arte de la travesura a lo largo de la calle Cuzco.
Al pasar cerca del
cuarenta y dos hizo un amago de salto hacia el otro lado, un acto aún grabado
en sus reflejos por tantos y tantos sustos que Sultán, el perro de doña
Engracia, le había dado cada vez que pasaba más despistado de la cuenta cerca
de la ventana que custodiaba.
Fue entonces, apenas unos
números antes de su destino, cuando se dio cuenta de que algo andaba mal, algo
que siempre anduvo mal y que había secado el caudal de recuerdos que un segundo
antes paladeaba con placer. Habían sido muchos años negando la nostalgia,
defendiendo su nueva vida frente a la amenaza del pasado para que ahora, al
final, las imágenes posadas en aquella calle fueran suficientes como para
romper sus defensas y dejar al descubierto ese rinconcito de su ser en el que,
bajo los agradables y volátiles efluvios de la niñez, se hallaba un poso de
amargura.
En el aire que reposaba
somnoliento frente al número cincuenta aún flotaba un “Vete. No quiero saber
nada más de ti” que en su momento le atravesó el alma de parte a parte. Tragó
saliva, sacó las llaves y se decidió a hundirse en el pasado. El polvo le dio
la bienvenida en el recibidor, el olor a humedad presentó sus respetos llegado
al salón; toda la casa se hizo eco de la bienvenida al muchacho que una vez se
fue. Aquellas paredes habían sido testigo mudo de la eterna pelea con su padre,
de la angustia de su madre, herida de pena por el enfrentamiento de sus dos
amores; las mismas que la rodearon en su velatorio, las que callaron cuando
aquella relación, ya imposible sin el nexo perdido, terminó en destemplado
“Hasta nunca” y portazo.
Después hubo
arrepentimiento, y misivas nunca contestadas, hasta que al final la herida
terminó de cerrarse sobre el recuerdo.
Cuando por fin se atrevió
a entrar en el cuarto de su padre, a recoger su última memoria, vio que sobre
la mesita de noche había un montón de cartas, la mitad escritas y enviadas por
él, la otra mitad escritas pero nunca enviadas por su padre. Junto a ellas una
nota póstuma: “Perdóname por no ser tan valiente como tú”…
Y Pedro lloró; como los
hombres de verdad.
Relato seleccionado para la antología Voces con Vida
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