Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

lunes, diciembre 24, 2018

Diógenes



Esta es la historia de Diógenes, alguien que sólo quiere ayudar a los demás, pero no le comprenden...


―¡Vamos, yo es que me enciendo cada vez que veo algo así! ―se decía Diógenes a sí mismo―. ¡Pero si es que está nueva! ―Y efectivamente así era: aquella pequeña nevera de playa apenas si tenía alguna rozadura o mancha. Y en su interior no faltaban las bandejas para compartimentar; plastificadas, como si jamás se hubiesen llegado a utilizar―. Que no, que esta gente tiene que pasar una época de necesidades para darse cuenta de lo que tienen. ―El anciano cargó el hallazgo en el atestado carro que empujaba y continuó su renqueante y sofocada marcha. La nevera compartió viaje con un cuadro auténtico y hasta bonito que apenas si tenía algún desconchado en su vistoso marco, un ventilador que Diógenes estaba seguro funcionaría una vez lo probara, dos hermosos macetones de terracota―… Cualquier día hasta personas van a tirar a la basura; a los viejos sobre todo. ¡Ahí, a la basura, que ya no sirves para nada! ―gesticulaba llamativamente.


            Diógenes embocaba ya su calle, contento con el botín de aquel día. Ajeno a las indiscretas miradas de siempre, se sonreía pensando en aquella claridad suya que le permitía ver más allá que los demás.
            ―Sí, sí, a seguir haciendo ricos a los chatarreros ―decía a todos y a ninguno en particular, regalando alguna que otra risa desdentada.

            Ya más cerca de su vivienda, el anciano comenzó a extrañarse de la inusual actividad que observaba: un coche de los municipales, un camión de los servicios de limpieza, una ambulancia… Ofuscado por un mal presentimiento, no fue consciente de que el presidente de la comunidad de propietarios, en charla con un agente, lo identificaba señalándolo con el dedo. Él estaba en otra cosa, reconociendo el elegante espejo que un operario del servicio de limpieza arrojaba al camión de desperdicios, la mesita con ruedas con la que unos chiquillos trasteaban unos metros más allá…

            ―¡Pero oigan, qué están haciendo! ―se apresuró con el carrito.
            ―¿Diógenes Marces? ―le salió al paso el agente.
            ―Yo mismo. ¿Qué está pasando aquí? ―contestó visiblemente agitado―. ¡Oigan, tengan cuidado con eso! ―se dirigió a los de más allá.
            ―Hemos venido aquí por un aviso que nos han dado sus vecinos, preocupados por su salud.
            ―¿Por mi salud? ¿De qué me está hablando? ―Diógenes no salía de su asombro―. ¡Oiga, que eso que están tirando al camión de la basura son mis pertenencias! ¡Haga el favor de decirle a esos señores que paren!
            ―¿Es éste el enfermo? ―irrumpió en la conversación un indiscreto sanitario.
            ―¿Qué enfermo?
            ―Sí ―confirmó el presidente, que también se había acercado al corro.
            ―Pero Alberto, ¿qué me estás haciendo? ―le increpó el anciano con los ojos desorbitados―. ¿Esto es cosa tuya?
            ―Mira, Diógenes, no puedes seguir así. Estás solo, tienes la casa que parece un basurero…
            ―Alberto, ya me obligaste a deshacerme de los animales, y yo no molesto a nadie ni hago nada malo. ¡Qué más quieres, por Dios!
            ―Señor Merces, no se sulfure ―insistió el enfermero―. Sólo venimos a ver si se encuentra usted bien.
            ―¿Cómo?
            ―¿Vive usted solo? ¿No tiene a nadie que le cuide?
            ―No, yo…
            ―No, su esposa falleció hará como cuatro años, y sus hijos nunca se acercan por aquí ―aclaró el presidente. Por detrás, un par de operarios se habían hecho con el carrito de Diógenes.
            ―¡Pero qué están haciendo! ―trató de impedir aquello, pero entre el agente y el enfermero lo retuvieron.
            ―¿Señor Merces, usted cuida de su higiene? ―preguntó el joven policía ante los efluvios que se desprendían del cuerpo del anciano.
            ―Lo que puedo hijo, lo que puedo ―contestó Diógenes con las primeras lágrimas asomándosele a los ojos―. ¿También se me va a faltar al respeto?
            ―No, no lo ha dicho con esa intención, señor Merces ―intervino el enfermero―. Vamos, venga conmigo.
            ―Acompáñele, señor Merces.
―¿Y qué va a pasar con mis cosas? ―con esfuerzo se dejaba llevar el anciano.
―De eso se ocuparán los del servicio de limpieza.
―Diógenes, no podían seguir así las cosas, que ya se han visto hasta ratas por aquí.
―¿Ratas? ¿Qué ratas?
―Señor Merces, esto es un asunto de salud pública, haga el favor de acompañar al enfermero.
―Pero si yo lo único que hago es recoger cosas que aún sirven para dárselas a otros que las necesiten. ¡Díselo tú, Alberto! ―suplicaba entre lágrimas al presidente―. ¡Pregunten por ahí, que yo lo único que hago es tratar de ayudar a la gente! ―alzaba la voz el anciano, ya camino de la ambulancia.

―Nosotros lo hacemos por su bien. Y por el bien de los niños, claro, que con tanta basura… a saber ―se justificaba el presidente.
―Claro ―lo secundaba el policía―. Esto pasa mucho: se quedan solos, se dejan, se dedican a acumular basura… Si yo le contara lo que he tenido que ver por ahí…


1 comentarios:

Morti dijo...

Me encanta

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