Esta es la historia de Diógenes, alguien que sólo quiere ayudar a los demás, pero no le comprenden... |
―¡Vamos, yo es que me enciendo cada
vez que veo algo así! ―se decía Diógenes a sí mismo―. ¡Pero si es que está
nueva! ―Y efectivamente así era: aquella pequeña nevera de playa apenas si tenía
alguna rozadura o mancha. Y en su interior no faltaban las bandejas para
compartimentar; plastificadas, como si jamás se hubiesen llegado a utilizar―. Que
no, que esta gente tiene que pasar una época de necesidades para darse cuenta
de lo que tienen. ―El anciano cargó el hallazgo en el atestado carro que
empujaba y continuó su renqueante y sofocada marcha. La nevera compartió viaje
con un cuadro auténtico y hasta bonito que apenas si tenía algún desconchado en
su vistoso marco, un ventilador que Diógenes estaba seguro funcionaría una vez
lo probara, dos hermosos macetones de terracota―… Cualquier día hasta personas
van a tirar a la basura; a los viejos sobre todo. ¡Ahí, a la basura, que ya no
sirves para nada! ―gesticulaba llamativamente.
Diógenes
embocaba ya su calle, contento con el botín de aquel día. Ajeno a las
indiscretas miradas de siempre, se sonreía pensando en aquella claridad suya
que le permitía ver más allá que los demás.
―Sí,
sí, a seguir haciendo ricos a los chatarreros ―decía a todos y a ninguno en
particular, regalando alguna que otra risa desdentada.
Ya
más cerca de su vivienda, el anciano comenzó a extrañarse de la inusual
actividad que observaba: un coche de los municipales, un camión de los
servicios de limpieza, una ambulancia… Ofuscado por un mal presentimiento, no
fue consciente de que el presidente de la comunidad de propietarios, en charla
con un agente, lo identificaba señalándolo con el dedo. Él estaba en otra cosa,
reconociendo el elegante espejo que un operario del servicio de limpieza
arrojaba al camión de desperdicios, la mesita con ruedas con la que unos
chiquillos trasteaban unos metros más allá…
―¡Pero
oigan, qué están haciendo! ―se apresuró con el carrito.
―¿Diógenes
Marces? ―le salió al paso el agente.
―Yo
mismo. ¿Qué está pasando aquí? ―contestó visiblemente agitado―. ¡Oigan, tengan
cuidado con eso! ―se dirigió a los de más allá.
―Hemos
venido aquí por un aviso que nos han dado sus vecinos, preocupados por su
salud.
―¿Por
mi salud? ¿De qué me está hablando? ―Diógenes no salía de su asombro―. ¡Oiga,
que eso que están tirando al camión de la basura son mis pertenencias! ¡Haga el
favor de decirle a esos señores que paren!
―¿Es
éste el enfermo? ―irrumpió en la conversación un indiscreto sanitario.
―¿Qué
enfermo?
―Sí
―confirmó el presidente, que también se había acercado al corro.
―Pero
Alberto, ¿qué me estás haciendo? ―le increpó el anciano con los ojos desorbitados―.
¿Esto es cosa tuya?
―Mira,
Diógenes, no puedes seguir así. Estás solo, tienes la casa que parece un
basurero…
―Alberto,
ya me obligaste a deshacerme de los animales, y yo no molesto a nadie ni hago
nada malo. ¡Qué más quieres, por Dios!
―Señor
Merces, no se sulfure ―insistió el enfermero―. Sólo venimos a ver si se
encuentra usted bien.
―¿Cómo?
―¿Vive
usted solo? ¿No tiene a nadie que le cuide?
―No,
yo…
―No,
su esposa falleció hará como cuatro años, y sus hijos nunca se acercan por aquí
―aclaró el presidente. Por detrás, un par de operarios se habían hecho con el
carrito de Diógenes.
―¡Pero
qué están haciendo! ―trató de impedir aquello, pero entre el agente y el
enfermero lo retuvieron.
―¿Señor
Merces, usted cuida de su higiene? ―preguntó el joven policía ante los efluvios
que se desprendían del cuerpo del anciano.
―Lo
que puedo hijo, lo que puedo ―contestó Diógenes con las primeras lágrimas
asomándosele a los ojos―. ¿También se me va a faltar al respeto?
―No,
no lo ha dicho con esa intención, señor Merces ―intervino el enfermero―. Vamos,
venga conmigo.
―Acompáñele,
señor Merces.
―¿Y qué va a pasar con mis
cosas? ―con esfuerzo se dejaba llevar el anciano.
―De eso se ocuparán los
del servicio de limpieza.
―Diógenes, no podían
seguir así las cosas, que ya se han visto hasta ratas por aquí.
―¿Ratas? ¿Qué ratas?
―Señor Merces, esto es un
asunto de salud pública, haga el favor de acompañar al enfermero.
―Pero si yo lo único que
hago es recoger cosas que aún sirven para dárselas a otros que las necesiten. ¡Díselo
tú, Alberto! ―suplicaba entre lágrimas al presidente―. ¡Pregunten por ahí, que
yo lo único que hago es tratar de ayudar a la gente! ―alzaba la voz el anciano,
ya camino de la ambulancia.
―Nosotros lo hacemos por
su bien. Y por el bien de los niños, claro, que con tanta basura… a saber ―se
justificaba el presidente.
―Claro ―lo secundaba el
policía―. Esto pasa mucho: se quedan solos, se dejan, se dedican a acumular
basura… Si yo le contara lo que he tenido que ver por ahí…
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