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Una epístola de obligada lectura, el firmante es ni más ni menos que Dios, tú mismo... |
Saludos, mortales.
Soy Dios, el Creador, el
Padre Eterno, el Espíritu Divino, el Alfa y el Omega, el Señor de los cielos, la Santísima Trinidad,
y toda esa larga retahíla de nombres, a cual más peregrino, con los que me
habéis designado a lo largo de los tiempos.
No temáis, que no vengo a
anunciaros ni el Apocalipsis, ni un diluvio, ni nada por el estilo, porque ya
pasé esa época en la que era más aficionado a las bromas. No, hijos míos, en
esta ocasión vengo a sincerarme con vosotros, a contaros una de mis cuitas, en
respuesta a tantas y tantas penas y desventuras cuya solución me encomendáis a
mí todos y cada uno de los días en vuestros interminables rezos.
Hago esto por epístola y
no mando a mi hijo para transmitiros el mensaje, porque la última vez que os lo
mandé le disteis una paliza de aquí te espero. Y conste que no niego que el
chaval sea un poco cansino con sus cosas de la bondad, el amor prójimo y demás,
pero un respetito por ser el hijo de quien es sí que creo que deberíais haber
tenido.
En fin, pelillos a la mar.
Mi inquietud, amados mortales, es que cuando yo mandé a mi vástago con vosotros,
como muestra inequívoca de que estáis en mi pensamiento y os considero mis
hijos, no tenía idea de lo que se me venía encima. Sí, porque es ley de esta
naturaleza de mi creación que los hijos, después de haber sido el centro de
nuestra atención, la fuente de nuestras preocupaciones y el destino de nuestros
consejos, parecen querer pagárnoslo todo con quebraderos de cabeza. Se meten en
líos, sufren por ello, y nos hacen sufrir también a nosotros. Y siempre por
culpa de esa siniestra figura, azote de felicidades paternales y némesis de
tranquilidades que son “los amigotes del niño”; mi tormento.
Ya en un principio no me
gustó que comenzara a juntarse con anarquistas zelotes, prostitutas, funcionarios
de hacienda y otras gentes de semejante jaez. Pero lo dejé pasar, porque soy de
los que piensan que mejor darle carrete a los chavales para que experimenten la
vida, para que crezcan como personas aprendiendo de sus propios errores. Al
parecer me equivoqué.
Después, cuando comencé a
ver que la cosa iba a peor, que vivía en comuna y dando tumbos por ahí como un
vulgar hippy, que tenía visiones y momentos de trance inducidos no quiero saber
por qué sustancias, ya fue demasiado tarde para hacer nada. El día que lo
detuvieron en la redada del Huerto de Getsemaní fue uno de los más amargos de
mi vida, y cuando lo juzgaron y lo condenaron creí que me volvía loco de dolor.
Lo que siguió es por todos
conocido: aquella panda de golfos se apropió de mi nombre y mi imagen para
montar su franquicia de productos espirituales, de la cual yo aún no he
recibido ningún tipo de comisión o beneficio, y encima dándome tan mala imagen
y creándome tantos problemas con el resto de deidades que no sé cómo lo voy a
solucionar.
Pero eso no es lo peor. ¡Desgraciado
el día que la lacra de las malas amistades llegó y se asentó incluso aquí en el
cielo! Empezando por el tal Pedro, un tipo obtuso que, porque mi hijo le
comentó no sé qué asunto sobre que él sería la piedra de mi iglesia, se cree
que es el dueño de las llaves de la casa. Y ahí lo tengo, provocando, día sí
día también, alguna algarada a la entrada del paraíso. Por no hablar del tal
Pablo, precursor del spam con su
manía de las epístolas. O el tal Juan, un borrachín que, en medio de una
cogorza, se inventó ese Apocalipsis en el que me pone poco menos que por amante
de las trompetas y la jarana.
Así podría hablaros de
hasta doce grandes problemas con los que tengo que lidiar todos los días. Porque,
y esto es lo realmente grave, el niño me los ha enchufado a todos en la
plantilla de santos, con lo que tendré que aguantarlos a mi lado todos los días
hasta el final de los tiempos (que por suerte para vosotros, y por desgracia
para mí, aún está muy lejano).
En fin, hijos míos, ya me
he desahogado un poco. Quedad con Dios, es decir, conmigo.
P.D. Sed buenos los unos
con lo otros. Y, por favor, no me estropeéis demasiado el mundo, que aún tengo
el miedo en el cuerpo de la última vez que pedí presupuesto para arreglar lo
que habíais destrozado.
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