Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

viernes, febrero 22, 2019

Desincronizado



¿Hasta qué punto podemos ser víctimas del tiempo?



Se despertó un momento antes de que la alarma sonara, y eso no solía ocurrirle. Se había desincronizado, y aunque él no lo supiera cuando abrió los ojos, cuando apagó el despertador sin que hubiera sonado, se había iniciado un proceso irreversible y en constante aceleración que sólo había una forma de detener. Pero al principio, recién abiertos los ojos, le fue imposible reconocerlo. Hubo un atisbo, justo cuando venció la batalla con la modorra y el frío que lo mantenía bajo las sábanas, cuando se destapó, cuando bajó las piernas al suelo y tardó un instante en notar el frío en las plantas de los pies. Pero sólo fue un atisbo, muy poco para alguien aún con el sueño a cuestas.

La rutina tras despertarse era clara, primero un café y un cigarro, después dejar que ambos actuaran y sentarse en la taza. Después una ducha, y ya ahí, más despejado por la nicotina, la cafeína y el remojo, ese lapso que pasó después de cerrar el agua y antes de que ésta dejara de manar de la ducha, fue demasiado evidente. Se vio a sí mismo abriendo y cerrando la llave, comprobando que ese tiempo que transcurría entre sus acciones y las consecuencias se iba alargando de forma casi imperceptible, pero real.

Sentado en el suelo del baño, sin saber cómo había llegado allí, vio cómo su esposa abría la puerta, lo miraba asustada y trataba de decirle algo, pero no llegaba a hacerlo. Estaba allí bajo el quicio, congelada en un gesto, al principio de una palabra, y cuando miró a la ducha vio que el agua formaba una columna de goterones suspendidos en el aire, en una toma detenida. Se levantó, acercó la mano al cono de gotas, pero tardó en notar el tacto del agua. Entonces la ducha volvió a ser una ducha, el cono de agua suspendida un torrente que caía sobre el plato y, detrás de él, su mujer volvía a ser un ente animado que gritaba aterrada porque su esposo, un segundo antes sentado en el suelo, estaba de pie sin que lo hubiera visto levantarse y, acto seguido, sin continuidad temporal, estaba a su lado tratando de consolarla.

La mujer estaba histérica, y su alterada voz se fue agudizando y acelerando, como sus aspavientos. Al final fue sólo un borrón con voz de rata que desaparecía y volvía a aparecer. Luego hubo más borrones y se vio tumbado sobre una camilla saliendo de su casa subiendo a una ambulancia y volando por los pasillos de un hospital, todo en una secuencia acelerada que no era capaz de comprender. Y el mundo volvió a la normalidad, un enfermero junto a él se dio cuenta de que reaccionaba y le habló, pero lo hacía con lentitud, como las voces en un viejo reproductor con las pilas gastadas. El hombre le agarraba el brazo, y él, nervioso, se soltó con brusquedad y le empujó. Mientras se incorporaba veía al hombre caer a cámara lenta, luego más rápido, todo volvía a acelerarse a su alrededor, volvía a estar tumbado en la camilla rodeado de borrones después en una cama de una habitación, y luego todo se detuvo.

Había una enfermera junto a la ventana, no sabía si subiendo o bajando la persiana, pues estaba tan inmóvil como el resto. Junto a él, un doctor miraba el bolígrafo suspendido en el aire un palmo bajo su mano, y al otro lado otro enfermero acercaba una vía a su brazo. La puerta se estaba abriendo, vio unos dedos asomando al filo, y reconoció el anillo de compromiso, era la mano de su mujer. Trató de incorporarse, pero descubrió que estaba atado, supuso que por el incidente con el celador. Se sentía angustiado, y cansado al mismo tiempo. Forcejeó un poco con las correas que lo ataban a la cama, pero pronto comprendió que no podría desatarse y se dio por vencido. Se dejó ir, y un sopor extraño le nubló la conciencia y se lo llevó lejos de allí.

Despertó y no sabía cuánto tiempo había pasado, al menos para él, pues los demás seguían inmóviles, la enfermera junto a la ventana, el enfermero acercando la vía a su brazo, el doctor con la vista fija en el bolígrafo que se le caía y su mujer a punto de entrar en la habitación donde se representaba aquella escena congelada. Y empezó a preocuparse, tenía hambre y sed, intentaba forzar las correas pero éstas no cedían. Como un animal atrapado por un cepo, se revolvía intentando liberarse, lacerándose las muñecas y los tobillos en el proceso, gritándole a gente que no le podía escuchar, histérico. Trataba de adivinar el paso del tiempo a través de las manecillas de un reloj de pared detenido, fijaba la vista en los que le rodeaban, buscando algún atisbo de movimiento, una señal de que todo volvería a activarse en breve y alguien se daría cuenta de su situación. Pero no pasó nada. Se quedó sin voz de tanto gritar, y las muñecas y los tobillos le dolían.

Cuando la esposa entro en el cuarto gritó, y luego se desplomó desmayada sobre el suelo. El enfermero que acercaba una vía a su brazo se sobresaltó, más que por el grito de la señora, por la figura inerte sobre la cama: apenas se podía reconocer al hombre que habían llevado allí, estaba extremadamente demacrado, consumido, la piel agrietada, los ojos hundidos en las cuencas. Había sangre reseca alrededor de sus muñecas y tobillos despellejados, se había orinado encima, tenía una muñeca dislocada y el otro brazo descoyuntado. Miraba fijamente al techo, con ojos sin brillo sobre ojeras de un púrpura intenso, y su gesto era una mueca de angustia, un grito de socorro que nadie había podido escuchar. Debía haber pasado un sufrimiento largo e intenso, eso es lo que reflejaba la escena. Aquel hombre que un momento antes ataran sobre la cama acababa de morir de sed, y tras su último aliento, tras el último latido de su corazón, sus restos habían vuelto a sincronizarse con la línea temporal de los que le rodeaban.


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