El
conocimiento es poder, en este caso para la venganza…
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El ambiente en La Jarra Siria era el habitual: en
su penumbroso interior algunos artistas en febril estado de ebriedad trazaban
sobre el piso dibujos, muchas veces copias de los que en aquellas mismas
paredes dejaban ver desvaídos babuinos acariciando a difusas y estilizadas
bailarinas, todos danzando al son entonado por borrosas cabras flautistas. En
una esquina, dos hombres marcados por profundas y significativas cicatrices intercambiaban
confidencias al tiempo que lanzaban torvas miradas en busca de víctimas
propicias o peligrosos testigos. Más allá un anciano, náufrago en la marejada
del alcohol, mascullaba sinsentidos a las sombras de la taberna, y por doquier,
jarras de vino del puerto en continuo trasiego elevaban espíritus y cegaban
entendimientos.
Tras unos instantes de búsqueda, Homeb
distinguió entre la multitud a aquel al que había venido a buscar, una figura
escuálida y cubierta de sucios ropajes cuya mirada, de ojos inyectados en
sangre, parecía perdida en la contemplación de lo que pudo haber sido y no fue.
Se acercó lentamente, dándole tiempo al otro a distinguirle tras la bruma
etílica y estremecerse en recuerdo de su último encuentro.
—¿Has venido a matarme, Homeb? Aquí
tienes —dijo rasgando sus ropajes y dejando al descubierto la sinuosa orografía
ósea de su pecho.
Homeb, sin hacer caso a su
interlocutor, tomó asiento y pidió al tabernero una jarra de especiado vino del
puerto.
—Dime, Homeb, ¿vas a matarme?
—prosiguió el otro—. Es lo único que te queda por hacerme.
—Cállate de una vez —le espetó Homeb
sin dejar de mirarlo a los ojos—, no me lo pongas más difícil.
—¿Difícil? ¿Desde cuándo ha sido
difícil para ti quitarle la vida a otro hombre? —argumentó Iktu, presa de una
desangelada hilaridad.
—Si hubiera venido a matarte ya estarías
muerto. Y no, no representaría ninguna dificultad, desgraciado.
—¿Entonces?
—He venido aquí para pedirte un favor,
ahí está la dificultad.
Iktu no pudo evitar carcajearse ante
la mismísima cara de Homeb, a pesar del peligro que sabía que entrañaba.
—¿Un favor, Homeb? —le interrumpió un
último acceso de risa—. Y dime, oh gran Homeb, ¿qué es lo que quiere su
magnificencia de este humilde y desgraciado borracho?
—Quiero que me escribas unas palabras para
la muerte de mi padre, en la lengua de los reyes, ésa que sólo los escribas y
los sacerdotes conocéis.
—¿Sí? ¿Y para qué la quieres? —preguntó
el otro con un intenso brillo en la mirada.
—Quizá sepas que mi padre murió hace
unas semanas, mientras yo estaba fuera. Los guardias de palacio lo atraparon mientras
robaba unas bagatelas, y como ladrón convicto y confeso fue condenado a muerte,
y a que su cuerpo fuera despedazado y entregado a las bestias salvajes. Le
negaron la eternidad. Ya que no habrá un mañana para su cuerpo, al menos quiero
que sí lo haya para su memoria, por eso he acudido a ti. Ya he hablado con uno
que dejará su recuerdo grabado en el mismísimo templo de Amón.
—Comprendo —dijo Iktu, perdido en
oscuras cavilaciones.
—¿Qué me pides a cambio de hacer lo
que te pido?
—Nada.
—¿Nada? No lo comprendo.
—Hay cosas que jamás serás capaz de
comprender —concluyó aquella conversación, tras la cual Iktu sacó un
carboncillo y un arrugado y sucio papiro que guardaba entre los pliegues de su
ropa y se puso a trazar un intrincado dibujo.
***
Sentado en su despacho, Anwar Zaghlul
releía una y otra vez la traducción definitiva que su asistente le había pasado
esa misma mañana. Confuso, enfadado, no quería dar crédito a lo que sus ojos
veían. Él había descubierto aquella misteriosa inscripción semioculta en el
capitel de una de las ciento treinta y cuatro columnas de la sala hipóstila del
templo de Karnak, y se resistía a creer que lo que él había supuesto un
interesante descubrimiento se revelara en su traducción como un chiste de mal
gusto: “En memoria del cornudo e impotente Musu, hijo del borracho Hoitet y
marido de la madre del bastardo de marinero sirio Homeb, que fue dado de comer
a las fieras por estúpido y ladrón.”
Al final, conteniendo como pudo el
acceso de ira que sufría, arrugó el papel y lo arrojó a la papelera, asumiendo
que, al fin y al cabo, siempre habría cosas que jamás sería capaz de
comprender.
2 comentarios:
Vaya!! No esperaba ese final jaja me ha recordado a algunas personas cuando se tatúan algún canji o letra árabe sin saber lo que significa y al final resulta ser un mensaje ridículo o algo así.
Me ha gustado el relato, se lee rápido y deja buen sabor de boca!
Te propongo share en bloguers.
¡Muchas gracias por pasarte y comentar, Stiby! Me alegro de que te gustara el cuento. Al final el pobre Iktu tuvo su venganza, jejejej...
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