Allí estaba, frente a él, la mujer
perfecta. Y no cabían discusiones de ningún tipo con aquellas curvas de piel
tostada y brillante, con aquellos labios voluptuosos, intensamente encarnados, y
aquellos ojos felinos. Lo único que podía mejorar la situación era que fueran
varias, quizá gemelas… Sí, gemelas. Las dos mujeres avanzaron hacia él y empezaron
a acariciarlo, de pronto impregnados los tres en una especie de aceite de aroma
embriagador.
Ya
en el lecho, una suerte de bruma esponjosa que parecía adaptarse y responder a
sus movimientos, comenzó la danza agónica y sofocante del sexo. Por un momento
no supo dónde terminaba su ser y dónde comenzaba el de ellas, por un momento
los tres formaron un solo cuerpo palpitante y sudoroso que se mecía
rítmicamente. El éxtasis se acercaba,
con su coro de jadeos y el rumor interno de una corriente eléctrica abriéndose
paso por sus entrañas. Se acercaba, lo veía en aquellos dos ojos vidriosos que
lo contemplaban desde abajo, en aquella boca estremecida que le susurraba
“¡Dame más!”. Sí, se acercaba, y aquella lengua ávida que recorría los lóbulos
de sus orejas, aquellos dientes que se clavaban dulcemente en su nuca, ayudaban
sin duda a acelerar el proceso…
Fue
entonces cuando sintió un fuerte dolor, tan fuerte que casi le hizo desmayarse.
Ya no había ojos anhelantes bajo él, ni manos recorriendo su cuerpo ni voces
susurrando deseo. Todos sus sentidos parecieron dejar de funcionar de repente.
Estaba rodeado de la nada más absoluta, aislado totalmente de lo que un instante
antes era un bullente caldo de sensaciones.
Por
suerte aquello no duró demasiado. Tan repentinamente como antes había
desaparecido, todo volvió a aparecer a su alrededor, un todo diferente, un nuevo lugar. Se hallaba en una inmensa planicie
de horizontes difusos. Estaba completamente desnudo, como antes, y bajo sus
pies sentía el agradable tacto de la fina y pálida arena que parecía cubrir
todo el paisaje. Corría una brisa suave y silenciosa, cálida, que tomaba cuerpo
en forma de lívidas nubecillas de polvo que viajaban de aquí para allá a ras de
suelo. Apenas se distinguían irregularidades en la perfecta llanura del
terreno, y el cielo, de un azul inmaculado y monótono hasta donde alcanzaba la
vista, acrecentaba la sensación de irrealidad que todo aquello desprendía.
Desorientado,
confuso, comenzó a caminar sin saber por qué ni para qué, perdido dentro de sí
mismo en cavilaciones sin pies ni cabeza que se solapaban hasta anular
cualquier principio de pensamiento racional. Y no fue hasta un rato después que
sus ideas comenzaron a aclararse, lentamente, muy lentamente. Se dio cuenta,
después de mucho extrañarlo, de que no había un sol en aquel cielo, sino que
todo él era luminiscente. Notó la extraordinaria ausencia de sonidos en aquel
lugar, tan absoluta que su propia respiración y los sordos latidos en su pecho
tomaban protagonismo para rellenar el hueco que quedaba.
También
empezaron a llegarle recuerdos, pequeñas luces que iban iluminando el oscuro
paisaje de su memoria. Recordó a dos mujeres idénticas, bellísimas, que le
hacían sudar placer sobre una superficie de aspecto esponjoso y tacto aún más
agradable; y antes de eso un vuelo, planeando sustentado por dos majestuosas
alas plateadas que parecían surgir de sus omóplatos; y aún antes un festín
pantagruélico, exquisito y variado hasta lo imposible; y una luz cegadora, y
una sala extraña llena de aparatos extraños, y unas últimas indicaciones sobre el
tratamiento, y una visita a la empresa de recreo sensorial V-Paraworlds, y un
trabajo de alto ejecutivo, y una vida completa y real…
−¡Maldira
sea! −dijo. El lugar seguía exactamente igual, mas no él. Su joven y vigorosa
desnudez se había convertido en un hombre ya entrado en años y en kilos, físico
descuidado, pelo escaso y cano y semblante cansado, totalmente vestido con un
traje de corte elegante−. ¿Hay alguien ahí? −preguntó a la nada. Y nada obtuvo
por respuesta−. ¿Hola? −Silencio, sólo perturbado por el rítmico batir de sus
pulsaciones−. ¿Pueden ayudarme? Creo que el programa ha fallado.
Después
de un rato callado, esperando alguna respuesta con la vista perdida en aquel
cielo extraño, se sentó sobre la arena, de piernas y brazos cruzados. Estaba
muy contrariado porque aquello le hubiera tenido que pasar precisamente a él. Ya
era mala suerte que, después de una semana tan insufrible como la anterior, tan
cargada de trabajo y problemas como pocas veces las había tenido, cuando decide
tomarse un respiro y regalarse esa sesión de recreo sensorial que tanto le habían
recomendado, pasara aquello.
Todo
siguió igual por mucho tiempo. Nada se oía, nada cambiaba en aquel paisaje
fantasmagórico. Cada vez estaba más enfurecido, dispuesto a no pagar ni un euro
por aquello, incluso pensando en una posible demanda, amén de no olvidar
relatarle aquel fiasco a todo aquel que le preguntara por su sesión de recreo
sensorial en aquella compañía.
−¿Puede ayudarme alguien
de una vez, maldita sea? ¡Despiértenme o hagan lo que sea, que ya estoy hasta
las narices de estar aquí! −gritó. Pero como si nada−. No esperen ustedes ver
ni un céntimo por esta chapuza que han hecho conmigo. ¡Ni lo sueñen!
Era difícil medir el paso
del tiempo en aquel estado, pero se le hizo interminable la espera hasta que
por fin algo cambió en el horizonte. Apareció una mancha en la lejanía, un
punto oscuro que poco a poco fue aumentando de tamaño y definiéndose como una
silueta humana. Por fin alguien se ocupaba de él. Se levantó y alzó los brazos,
en parte eufórico, como un náufrago que viera surgir un promisorio velamen en
el infinito azul del océano, pero no menos enfadado. El que se acercaba era un
hombre vestido con uno de los uniformes que ya había visto antes de iniciar su
sesión de recreo sensorial.
−Ya
era hora, ¿no? −fue lo primero que se le ocurrió decirle al visitante una vez
juzgó que estaba lo suficientemente cerca como para oírle. El otro no contestó
nada, ni tan siquiera cuando la cercanía ya permitía ver la expresión de
sorpresa en su rostro−. Bueno, ¿qué ha pasado? −trató de serenarse un poco.
−Eeee…
¿señor Igar? −dijo por fin aquel hombre cuando estuvo a su lado y después de
observarlo con cara de estupor.
−Claro,
quién voy a ser si no.
−¿Don
Mauricio Igar?
−¡Que
sí, que soy yo, maldita sea! −no pudo evitar la destemplada réplica−. ¿Va a
darme una explicación acerca de lo que ha pasado o no? En fin, es igual. Lo
primero es que me saque de aquí porque ya estoy de los nervios.
−¿Don
Mauricio Igar? −volvió a preguntar el otro, con los ojos a punto de salírsele
de las cuencas.
−¡Oiga,
que ya le he dicho que sí! Qué pasa, que no les parece suficiente con haberme
tenido aquí abandonado hasta que han querido que ahora aún me van a hacer
perder más tiempo, ¿no? −no quería mostrar todo su disgusto, al menos no hasta
estar fuera de allí, pero le estaba costando controlarse ante la aparente estupidez
de aquel operario.
−Sí,
ahora mismo, no se preocupe por nada −el tipo no parecía muy convencido de sus
propias palabras−. Sentimos mucho, esto, lo sucedido, eee…
−Ahórrese las disculpas y
sáqueme de aquí −le cortó−. Ya hablaremos de eso después.
−Claro, claro. Déme un
momento.
−¿Cómo que le dé un
momento?
−Es para avisar al
supervisor. No se preocupe, estaremos de vuelta enseguida.
−¿Cómo? ¿Que me va a dejar
aquí otra vez? ¡Ni lo sueñe! −ya no pudo más−. ¡Usted me saca de aquí ahora
mismo, pero que ahora mismo, vaya, y después se va a buscar al supervisor o a
quien le dé la real gana! ¿Entiende lo que le digo? ¡Ahora mismo!
−Lo siento −respondió el
otro para luego desaparecer de súbito, como si nunca hubiera estado delante de
él. Entonces sintió que su disgusto llegaba a la masa crítica, que algo
estallaba dentro de él.
−¡Inútiles, chapuceros!
−gritó−. Que sepan que se les va a caer el pelo por esto. No pienso parar hasta
que les cierren su maldito negocio. Ustedes no saben quién soy yo, pero lo van
a saber, ¡vaya que sí! ¡Sáquenme de de aquí ya! ¿Me oyen? ¡Ya!
Cuando se cansó de gritar
a la nada volvió a sentarse en el suelo, rumiando maldiciones y amenazas.
Estaba dispuesto a hacer lo que fuera para que alguien pagara por aquello,
costara lo que costara, tardara lo que tardara. De todas formas tampoco le dio
demasiado tiempo a pergeñar frías venganzas, pues al poco, de la misma forma
que antes, un par de manchas aparecieron en el horizonte y fueron acercándose.
Junto al operario de antes venía otro hombre más veterano, enfundado en una
bata blanca. Esta vez esperó hasta que llegaran junto a él.
−¿Es usted el supervisor?
−dijo levantándose del suelo, con tono tenso pero controlado. El interpelado
asintió con la cabeza−. Bien, pues quiero que me despierte, que me saque de
aquí ahora mismo. Ahórrese cualquier tipo de excusa −prosiguió ante el silencio
y el gesto sorprendido de su interlocutor−, ya más tarde habrá tiempo para que
traten de darme una explicación satisfactoria para esta… chapuza. Mi tiempo es
muy importante, ¿sabe?, y ya me han hecho perder aquí demasiado. Así que vamos.
−Asombroso −fue lo único
que obtuvo por repuesta, y ésta ni siquiera iba dirigida a él.
−Ya le dije −contestó el
operario.
−Pero bueno, ¿es que no ha
oído lo que le he dicho, maldita sea? −volvió a perder el tono comedido−. ¡Que
me saquen de aquí!
−Sencillamente asombroso
−repitió el doctor, esta vez mirándolo de arriba abajo con semblante
estupefacto−. ¿Señor Igar?
−¡Vaya por Dios! −hizo un
aspaviento−. ¿Pero es que no tienen a nadie normal trabajando en esta empresa?
−¿Don Mauricio Igar? −siguió
el otro con la cantinela.
−Por enésima vez, sí, soy
Mauricio Igar, y quiero que me saquen de aquí inmediatamente. ¿Entiende eso?
−Por supuesto. Siéntese,
sólo será un momento −dijo señalando a uno de los tres sillones que acababan de
surgir de la nada.
−Está bien, le concedo un
momento, nada más −contestó entre dientes, sentándose con toda la desgana que
era capaz de expresar sin palabras, los brazos cruzados, el ceño fruncido. Los
otros dos también se sentaron.
−La verdad es que no sé
por dónde empezar.
−Mejor hágalo por el
principio, y si puede ser con brevedad.
−Claro, por supuesto
−respondió el otro sin perder la parsimonia ni la sonrisa−. El principio es que
hoy hemos tenido un grave incidente en nuestras instalaciones, un caso de
reflejo somático crítico y, parece que debido a eso, se ha colapsado nuestra
central de simulación.
−¡No me diga! −apuntó
sarcásticamente−. Y yo soy uno de los afectados por ese problema, algo que
ustedes no podían prever y de lo que, por supuesto, no se van a responsabilizar.
Sí, me lo imagino.
−No exactamente.
−¿No?
−Fascinante −volvió a
murmurar el doctor para sí−. Señor Igar, ¿qué es lo que recuerda?
−¿De qué?
−De su sesión, claro está.
Del… problema.
−Lo único que recuerdo es
que todo estaba bien hasta que su máquina se estropeó y me encontré aquí
tirado. Simplemente eso.
−Ya veo.
−En fin, la verdad es que
no tengo ganas de seguir con esto, al menos no hasta que me saquen de aquí.
¿Tiene pensado hacerlo o prefiere seguir importunándome después de lo que ya
les he tenido que aguantar?
−¿Se acuerda usted de su
familia, de su vida?
−Sí, supongo que por
suerte no me han freído ustedes el cerebro con esta chapuza y me acuerdo
perfectamente de mi familia, de mi trabajo y de mi vida. Y precisamente es eso
lo que quiero, regresar a mi vida normal y olvidarme, si es que eso es posible,
de la maldita hora en que decidí usar sus servicios.
−¿Podría decirme el nombre
de su esposa y de sus hijos?
−¡Vamos, esto parece de
broma! −no pudo evitar levantarse de un salto−. A ver, ¿qué parte de “quiero
que me saque de aquí” es la que no ha entendido?
−¿Le importaría responder
a mi pregunta?
−Mi esposa se llama Clara,
Clara Asensio, y tengo dos hijos varones, uno llamado Mauricio, de dieciocho
años, y otro llamado Claudio, de quince. ¿Satisfecho? Y ahora, ¿le importaría a
usted responder a la mía?
−Increíble −volvió a
dirigirse a su subordinado.
−¡Se acabó! −sentenció don
Mauricio Igar−. Sáquenme de aquí ya.
−Don Mauricio.
−Que me saque de aquí ya.
−Don Mauricio, un momento.
−¡Ningún momento! −comenzó
a alzar la voz−. Sáqueme de aquí ya. ¡Ahora mismo!
−Escúcheme.
−¡Que me saque de aquí le
he dicho! −terminó gritando.
−Pone los pelos de punta
−dijo el doctor al operario. Éste hizo un gesto de asentimiento.
−¿Se está divirtiendo con
esto?
−No, la verdad es que no está siendo éste un día que se pueda
calificar como “divertido”. Primero por el fallecimiento de uno de nuestros
clientes, un señor llamado Mauricio Igar. ¿Le suena? −casi se podía decir que
había satisfacción en sus palabras al decir esto.
−¿Qué?
−Y después porque además
de los problemas que ha generado eso, por suerte no demasiados gracias a la
bendita cláusula de exención de responsabilidades, hemos tenido un fallo
generalizado en el sistema que ha abortado todos los procesos que teníamos en
marcha y que nos tiene desde hace casi cinco horas sin poder ofrecer nuestros
servicios, con la pérdida de dinero que eso significa.
−¿De qué me está hablando?
−Al final, lo que parecía
una severa infección o un sabotaje ha resultado ser… usted, ahora que por fin
le hemos localizado.
−Deje de decir estupideces
y sáqueme de aquí de una vez.
−No podemos.
−¿Cómo que no pueden?
−aquello ya era el colmo.
−No sabemos cómo ha
entrado aquí. Ni siquiera sabemos qué es usted.
−¿De qué puñetas me está… ?
Ah… ya entiendo. ¡Maldita sea! Eso es −dijo alejándose de los otros, aprensivo−.
Todavía sigo en la condenada simulación, ¿verdad?
−Eso es lo que nos
preguntamos nosotros, si usted es una simulación de creación espontánea, un “residuo
psíquico” asimilado por el sistema… o qué demonios es.
−¡Bah! −hizo un gesto de
desprecio con la mano, para después alzar la cabeza y dirigirse una vez más
hacia aquel cielo eternamente azul−. ¿Hay alguien ahí? Por favor −empezó a
mostrarse cansado, con los nervios rotos−, que alguien me ayude. ¿Es que acaso
no tienen a nadie controlando las simulaciones? De verdad, no me encuentro nada
bien. Hagan algo, por favor. ¡Sáquenme de aquí de una vez!
−Lástima que tengamos
resetearlo todo −comenzó a decir el operario−, porque parece tan… vivo.
−Sí, sin duda −le
respondió el otro, ajenos ambos a las peticiones de auxilio de la figura que
estaba a escasos metros de ellos−. Supongo que por eso está consumiendo casi
todos los recursos del sistema.
−¿Y no le parece que sería
extremadamente interesante poder analizarlo por más tiempo?
−Incluso más: creo que eso
que tenemos ahí delante vale ni más ni menos que un Nobel, fíjese lo que le
digo. Por desgracia cada hora de parada del sistema le cuesta a la compañía
casi cinco millones de euros, y los de arriba están que trinan. En fin −dijo
levantándose del sillón−, una lástima.
−Así es.
−Por cierto, Pier. Como
comprenderá, sería mejor que no hablara usted de esto con nadie, al menos de
momento. ¿De acuerdo?
−De acuerdo, doctor.
−Bien.
Aún se quedaron un rato
más contemplando aquella figura ahora sentada en el suelo. Ya había dejado de
dar voces. Y parecía más tranquilo, con la mirada perdida en algún punto del
incierto horizonte, como esperando algo.
Publicado
originalmente en NGC 3660
Segundo
clasificado del I Premio Internacional de las Editoriales Electrónicas
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